La Atlántida: un recuerdo persistente


La tradición de la gran inundación, tal como aparece en el Génesis, es común a los babilonios, persas, egipcios, a las ciudades-estado de Asia Menor, Grecia e Italia y a otras situadas en torno al Mediterráneo y al Mar Caspio, en el Golfo Pérsico e incluso en la India y China.


Resulta verosímil que los relatos sobre una gran inundación y sobre la supervivencia de seres elegidos por Dios o los dioses para continuar la civilización mediante la construcción de un barco de salvamento antes de la irrupción de las aguas se difundieran por Asia a lo largo de las grandes rutas caravaneras. Más difícil resultaría, sin embargo, explicar la similitud entre las antiguas leyendas célticas y noruegas. Pero, ¿cómo explicar que los indios americanos del Nuevo Mundo tengan sus propias leyendas, completas y análogas, sobre la inundación, en las que se afirma frecuentemente que su salvación se debió a que llegaron a sus nuevas tierras navegando desde Oriente?

De ahí que, al estudiar estas leyendas, surge un hecho evidente y extraordinario: todas las razas parecen contar la misma historia. Es concebible que los pueblos mediterráneos hayan conservado una tradición acerca de un desastre común, pero ¿cómo habrían llegado los indios de los continentes americanos a conocerla y a poseer leyendas casi idénticas? Por ejemplo, según los antiguos documentos aztecas, escritos en jeroglíficos, el Noé de los cataclismos mexicanos fue Coxcox, también llamado Teocipactli, o Tezpi. El y su mujer se salvaron en un bote o balsa fabricado con madera de ciprés.

 

Se han descubierto pinturas que narran el diluvio de Coxcox entre los aztecas, miztecas, zapotecas, tlascalanos y otros pueblos. La tradición de estos últimos muestra coincidencias todavía más asombrosas con la historia que conocemos a través del Génesis y de fuentes caldeas. Cuenta cómo Tezpi y su mujer se embarcaron en un espacioso navio, junto a diversos animales y con un cargamento de granos cuya conservación era esencial para la supervivencia de la raza humana. Cuando el gran dios Tezxatlipoca dispuso el retiro de las aguas, Tezpi mandó un buitre volando desde la balsa y el ave, que se alimentó de los cadáveres con que estaba cubierta la tierra, no regresó. Tezpi envió a otros pájaros y el único que volvió fue el colibrí, que trajo una rama muy frondosa en su pico.


Viendo entonces que el campo comenzaba a cubrirse de vegetación, dejó su balsa en la montaña de Col-huacán.
El Popol Vuh es una crónica maya-quiché escrita en jeroglíficos mayas. El original fue quemado por los españoles en la época de la conquista, pero luego el texto fue transcrito de memoria al alfabeto latino. Esta leyenda maya dice:

“Luego las aguas fueron agitadas por voluntad del Corazón del Cielo (Hurakán) y una gran inundación se abatió sobre las cabezas de estas criaturas... Quedaron sumergidas, y desde el cielo cayó una sustancia espesa como resina... la faz de la Tierra se oscureció y se desencadenó una lluvia torrencial que siguió cayendo día y noche... Se escuchó un gran ruido sobre sus cabezas, un estruendo como producido por el fuego. Luego se vio a hombres que corrían y se empujaban, desesperados, querían trepar sobre sus casas y las casas caían a tierra dando tumbos, trataban de subir a las grutas (cavernas) y las grutas se cerraban ante ellos... Agua y fuego contribuyeron a la ruina universal, en la época del último gran cataclismo que precedió a la cuarta creación...”

Los primeros exploradores de América del Norte consiguieron transcribir la siguiente leyenda de las tribus indígenas que vivían en torno a los grandes lagos:

“En épocas pasadas, el padre de las tribus indígenas vivía en dirección al sol naciente. Cuando le advirtieron en un sueño que iba a desencadenarse un diluvio sobre la tierra, construyó una balsa, en la que se salvó junto a su familia y todos los animales. Estuvo flotando de esta manera durante varios meses. Los animales, que en esa época podían hablar, se quejaban abiertamente y murmuraban contra él. Por fin apareció una nueva tierra, en la que desembarcó con todos los animales, que desde aquel momento perdieron el habla, como castigo por sus murmuraciones contra su salvador”.

George Catlin, uno de los primeros estudiosos de los indios de los Estados Unidos, cita una leyenda cuyo principal protagonista es conocido como “el único hombre” que “viajaba” por la aldea, se detenía frente a cada vivienda y gritaba hasta que el propietario salía y preguntaba qué ocurría. Entonces, el visitante respondía relatando “la terrible catástrofe que se había abatido sobre la Tierra, debido al desbordamiento de las aguas” y decía que era la “ única persona que se había salvado de la calamidad universal”, que había atracado su gran canoa junto a una gran montaña situada al Oeste, donde ahora vivía, que había venido para instalar una tienda a la que cada uno de los dueños de las casas de la tribu debía llevar una herramienta afilada con el objeto de destruir la tienda, ofreciéndola como sacrificio a las aguas, ya que con herramientas afiladas se construyó la gran canoa y si no se hiciera así, habrá otra inundación y nadie se salvará.


Uno de los mitos de los hopi describe una tierra en la que existían grandes ciudades y en la que florecían las artes. Pero, cuando las gentes se corrompieron y se volvieron belicosas, una gran inundación destruyó el mundo.

“La tierra fue batida por olas más altas que las montañas, los continentes se partieron y se hundieron bajo los mares”.

La tradición de los iroqueses sostiene que el mundo fue destruido una vez por el agua y que solamente se salvaron una familia y dos animales de cada especie.

Los indios chibchas, de Colombia, conservan una leyenda según la cual el diluvio fue causado por el dios Chibchacun, a quien Bochica, el principal dios y maestro civilizador, castigó obligándole a llevar para siempre la tierra sobre las espaldas. Los chibchas dicen también que los terremotos se producen cuando Chibchacun pierde el equilibrio. (En la leyenda griega, Atlas soportaba sobre sus espaldas el peso del cielo y ocasionalmente también el del mundo.)

 

En la leyenda chibcha sobre la inundación existe otra notable analogía con la leyenda griega. Con el fin de liberarse de las aguas que inundaron la tierra después del diluvio, Bochica abrió un agujero en la tierra, en Tequendama, algo semejante a lo que ocurrió con las aguas de la inundación de la leyenda griega, que desaparecieron por el orificio de Bambice.


Estas leyendas son en general tan similares a las nuestras, que resulta difícil pensar que eran habituales antes de la llegada del hombre blanco al Nuevo Mundo. Los invasores españoles del Perú descubrieron que la mayoría de los habitantes del imperio inca creían que había habido una gran inundación, en la que perecieron todos los hombres, con excepción de algunos a quienes el Creador salvó especialmente para repoblar el mundo.


Una leyenda inca acerca de uno de esos sobrevivientes señala que conoció la proximidad de la inundación al observar que sus rebaños de llamas miraban hacia el cielo fijamente y con gran tristeza. Avisado por estas señales, pudo trepar a una alta montaña, donde él y su familia se pusieron a salvo de las aguas. Otra leyenda inca afirma que la duración de las lluvias fue de sesenta días y sesenta noches, es decir, veinte más que los que se mencionan en la Biblia.


En la costa oriental de Sudamérica, los indios guaraníes conservan una leyenda que dice que, al comenzar las lluvias que habrían de cubrir la tierra, Tamenderé permaneció en el valle, en lugar de subir a la montaña con sus compañeros. Cuando se elevó el nivel de las aguas, trepó a una palmera y se dedicó a comer fruta mientras esperaba. Pero las aguas siguieron subiendo, la palmera fue arrancada de raíz y él y su familia navegaron sobre ella mientras la tierra, el bosque y finalmente las montañas desaparecían. Dios detuvo las aguas cuando tocaron el cielo y Tamenderé, que ahora había flotado hasta la cumbre de una montaña, descendió al escuchar el ruido de las alas de un pájaro celestial, señal de que las aguas se estaban retirando y comenzó a repoblar la tierra.


Los Noés del Mediterráneo, de Europa y del Oriente Medio nos son más conocidos, gracias a documentos escritos. Por ejemplo, Ut-Napshtim, de Babilonia; Baisbasbate, el sobreviviente de la inundación de que se habla en el Mahabarata, de la India; Yima, de la leyenda persa, y Deucalión, de la mitología griega, que repoblaron la tierra arrojando piedras que se convirtieron en hombres. Aparentemente, no hubo un solo Noé sino muchos, cada uno de los cuales, según la tradición, ignoraba la existencia de los otros. En todos estos casos, la razón por la que se produjo el diluvio es casi siempre la misma: la Humanidad se tornó malvada y Dios decidió destruirla. Pero, al mismo tiempo, resolvió que una buena pareja o una familia volvieran a empezar.


Este recuerdo común acerca del gran diluvio sería sin duda compartido por los pueblos de ambos lados del Atlántico, si la Atlántida se hubiese hundido en la catástrofe descrita por Platón. No sólo habrían crecido las mareas en el mundo entero, sino que las tierras bajas habrían quedado sumergidas y las tormentas, tempestades, vientos desatados y terremotos habrían llevado a los observadores a creer que estaba llegando realmente el fin del mundo. Y el capítulo séptimo del Génesis ofrece un testimonio particularmente vivido del fenómeno conjunto del incremento del nivel del agua y las lluvias:

“El mismo día se rompieron todas las fuentes de la gran profundidad y se abrieron las ventanas del cielo...”

Representación azteca de Aztlán, la patria original,

según aparece dibujada en un manuscrito ilustrado posterior a la conquista.

 

Estas leyendas compartidas por tantos pueblos, acerca de una gran inundación podrían aludir al hundimiento de la Atlántida o al desbordamiento del Mediterráneo, o tal vez a ambos. Sin embargo, además de esas tradiciones comunes, debemos tener en cuenta la cuestión del nombre mismo, es decir, los nombres que se atribuyen al paraíso terrenal o al lugar de origen de la nación o tribu, que resultan especialmente asombrosos en las tradiciones de los indios de América del Norte y del Sur, como hemos visto en los casos de Aztlán y Atlán, Tollán y muy notables al otro lado del Atlántico.

 

Allí encontramos la similitud de los nombres de las tierras perdidas, como Avalon, Lyonesse, Ys, Antilla, la isla atlántica de las siete ciudades y en el antiguo Mediterráneo, Atlántida, Atalanta, Atarant, Atlas, Auru, Aalu y otras que hemos detallado en el capítulo I. Todas estas leyendas se refieren a un territorio hundido bajo el mar.


Reviste gran importancia la consideración de que incluso algunas de esas razas conservan tradiciones en las que se afirma que son descendientes de los atlantes o al menos que sus antecesores se vieron culturalmente influidos por ellos. Esto es así especialmente en el caso de los vascos del Norte de España y de la Francia sudoccidental, cuyas lenguas no guardan relación con las demás lenguas europeas. Los bereberes todavía conservan tradiciones acerca de un continente situado en Occidente y su lenguaje tiene ciertas similitudes con el vasco.


En Brasil, Portugal y en parte de España, está muy extendida la creencia acerca de la existencia de la Atlántida, lo que resulta lógico cuando uno piensa que, si la islacontinente verdaderamente existió, la parte occidental de la Península Ibérica fue la zona de Europa más cercana a ella.


La Atlántida, de Jacinto Verdaguer, publicada en 1878, largo poema que se ha convertido en uno de los clásicos catalanes, es sólo una de las numerosas creaciones literarias de autores que se consideran directa o indirectamente descendientes del continente perdido.


Tiene cierto encanto, por ejemplo, leer en un periódico portugués de nuestros días que el Jefe del Estado ha hecho una visita a “os vestigios da Atlántida” (los vestigios de la Atlántida). Con ello se alude, naturalmente, a las islas Azores. En las Azores existen tradiciones acerca de la isla-continente, pero, sin duda, fueron transmitidas por los portugueses, que encontraron las Azores deshabitadas. Los habitantes de las islas Canarias eran una raza blanca primitiva, como señalaron los primeros exploradores españoles —que conocían la escritura— y que contaban con tradiciones que les señalaban como sobrevivientes de un imperio isleño anterior. Su supervivencia concluyó con su redescubrimiento, ya que fueron exterminados en una serie de guerras con los invasores españoles. A consecuencia de ello se ha perdido lo que podría haber sido un fascinante y tal vez único vínculo directo entre la Atlántida y nuestra época.


Los pueblos celtas del oeste de Francia, Irlanda y Gales guardan recuerdos de antiguos contactos con las gentes de las tierras del mar. En Bretaña existen muy antiguas “avenidas” de menhires, colosales piedras verticales que descienden hasta el borde del Atlántico y continúan bajo el mar. Si bien ni siquiera los más entusiastas “atlantólogos” han sugerido que estos “caminos” submarinos pueden conducir a la Atlántida, lo más probable es que realmente llevasen a los campamentos galos cercanos a la costa y que ahora están sumergidos, ya que la costa francesa ha retrocedido considerablemente desde que fue colonizada. Sin embargo, en un sentido espiritual, podríamos tener razón al considerar que esos caminos llevan, efectivamente, a la Atlántida, ya que señalan una dirección que nos conduce a un lugar que existe en el recuerdo y llaman nuestra atención sobre los territorios perdidos bajo el mar.


Si existió la Atlántida, y si su civilización fue realmente destruida, ¿por qué no se organizaron operaciones de búsqueda más completas para averiguar lo que había ocurrido? Tal vez para quienes vivieron en aquella época era como si hubiera sobrevenido el fin del mundo y por tanto, pensaban que se debía evitar aventurarse por el Atlántico.


Por los conocimientos de que disponemos ahora, los fenicios, a quienes algunos especialistas consideran sobrevivientes de la Atlántida, y sus descendientes los cartagineses fueron los únicos antiguos navegantes que se adentraron en el Atlántico, más allá de Gibraltar. Aquellos marinos tuvieron grandes dificultades para mantener en secreto sus provechosas rutas comerciales y para impedir que los romanos y otros posibles competidores “interfirieran” en su tráfico. Se sentían muy deseosos de perpetuar la referencia platónica a que el mar no era navegable y resultaba impenetrable en aquellos lugares “porque hay una gran cantidad de barro en la superficie, provocado por los residuos de la Isla ...”


Según el poeta Avieno, el almirante cartaginés Himilco hizo la siguiente descripción de un viaje que llevó a cabo por el Atlántico en el año 500 a.C.:

Tan muerto es el perezoso viento de este tranquilo mar, que no hay brisa que impulse el barco... entre las olas hay muchas algas, que retienen el barco como si fuesen arbustos... el mar no es muy profundo y la superficie de la tierra está apenas cubierta por un poco de agua... los monstruos marinos se mueven continuamente hacia atrás y hacia adelante y hay algunos monstruos feroces, que nadan entre los navios que se deslizan lentamente...

Otro de los documentos de la Antigüedad relacionado con la Atiántida es la Descripción de Grecia, de Pausanias, donde cita a Eufemos, el cariano (fenicio). Como podrá verse, el informe de Eufemos previene contra cualquier viaje por el Atlántico, pero especialmente hace la advertencia de que las mujeres no debían hacerlo de ninguna manera:

En un viaje a Italia fue desviado de su curso por los vientos y llevado mar adentro, más allá de las rutas de los pescadores. Afirmó que había muchas islas deshabitadas, mientras en otras vivían hombres salvajes... Las islas eran llamadas Satirides por los marineros y los habitantes eran pelirrojos y lucían colas que no eran mucho menores que las de los caballos. En cuanto avistaron a sus visitantes, corrieron hacia ellos sin lanzar un grito y atacaron a las mujeres del barco. Finalmente, los marineros, temerosos, lanzaron a la costa a una mujer extranjera. Los sátiros la ultrajaron, no sólo de la manera usual, sino también en la forma más horrorosa...

Otro asombroso incidente contribuyó a disuadir a los investigadores griegos del océano: después de conquistar Tiro, en Fenicia, Alejandro Magno envió una flota al océano, para llevar a cabo la posible conquista de otras ciudades o colonias fenicias que pudieran hallarse más allá del Mediterráneo. La flota se adentró en el océano... y no se volvió a saber de ella.
Los cartagineses hicieron todo lo posible por mantener en secreto sus rutas comerciales del Atlántico, ante griegos y egipcios, pero especialmente ante los romanos. Cuando ya no bastaron las leyendas acerca de los monstruos para impedir la competencia, recurrieron a menudo a medidas más resolutivas. La historia nos relata incidentes en que los barcos cartagineses eran deliberadamente hundidos, para no revelar su destino, cuando los barcos romanos los seguían más allá de Gibraltar.


Entre las tierras que frecuentaron estos antiguos marinos en el Atlántico figuró, según informa Aristóteles, la isla de Antilla, que tenía un nombre similar al de Atiántida. Los cartagineses tenían tal afán de mantener el secreto sobre su existencia, que la sola mención de su nombre fue castigada con la pena de muerte. Se cree que conquistaron Tartessos, una rica y civilizada ciudad de la costa occidental de España, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, que era tal vez la Tarshish mencionada en la Biblia por Ezequiel, quien dijo,

“Tarshish fue vuestro comerciante, en razón de la multitud de toda clase de riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo que ofrecían en vuestras ferias...”

En todo caso, Tartessos y su cultura desaparecieron en el siglo VI a.C. Si como se ha sugerido fue una colonia de la Atiántida, su destrucción significa la pérdida de otro posible vínculo con la isla sumergida y sus memorias, ya que, según se dice, conservaba documentos escritos de una antigüedad de seis mil años.


Los mitos acerca de los territorios e islas desaparecidas que cultivaron los pueblos que poblaban las costas del Atlántico oriental hacen referencia a lugares con nombres que suelen evocar recuerdos de la Atiántida, como es el caso de Avalon, Lyonesse, Antilla y otros muy distintos, como la isla de san Brandan y el Brasil. En otros casos se les describe simplemente como “la isla verde bajo las olas”.


Hasta tal punto creyeron los irlandeses en la existencia de la isla de san Brandan, que enviaron media docena de expediciones a buscarla durante la Edad Media y se firmaron acuerdos por escrito determinando su división, una vez que hubiere sido hallada.


Antilla, que es el mismo nombre —si no la misma isla— que los cartagineses con tanto afán procuraron mantener en secreto, fue considerada por los pueblos hispánicos como el lugar de refugio durante la conquista de España por los árabes. Se cree que los refugiados que escapaban de ellos navegaron hacia Occidente, conducidos por un obispo, y llegaron sanos y salvos hasta Antilla, donde construyeron siete ciudades. En los antiguos mapas se la sitúa generalmente en el centro del Océano Atlántico.


Los esfuerzos de fenicios y cartagineses por cerrar el Atlántico a otros pueblos marineros dieron como resultado la perpetuación de la idea de que el Atlántico era un mar condenado. Sin embargo, la Humanidad nunca olvidó las Islas Afortunadas y otros territorios perdidos. En los mapas anteriores a Colón aparecen una y otra vez, ya sea cerca de España o en el borde occidental del mundo: Atlántida, Antilla, las Hespérides y las “otras islas”. Como dijo Platón, “y desde las islas se podría pasar hacia el continente opuesto, qué bordea el verdadero océano”.


Mientras la Humanidad recuerda la Atlántida a través de las leyendas, algunos animales, pájaros y criaturas marinas parecen haber conservado también un recuerdo instintivo de la isla continente. El leming, un roedor noruego, se conduce de una manera muy curiosa. Cada vez que se produce un exceso en la población de estos animales y por consiguiente se produce un problema de escasez de alimentos, se reúnen en manadas y se precipitan a través del país, cruzando los ríos que encuentran en el camino, hasta que llegan al mar. Luego, penetran en el agua y nadan hacia Occidente, hasta que todos se ahogan. Las leyendas confirman lo que los atlantólogos sugerirían: que la manada de turones trata de nadar hacia un territorio que solía encontrarse hacia Occidente y donde podían encontrar comida cuando se les agotaban las provisiones locales.


En las bandadas de aves migratorias que procedentes de Europa, cruzan anualmente el océano en dirección a Sudámerica se ha observado un comportamiento aún más notable, motivado tal vez por un instinto conservado en la memoria. Al aproximarse a las Azores, las aves comienzan a volar en grandes círculos concéntricos, como si buscasen un territorio donde descansar. Cuando no lo encuentran, prosiguen su camino. Más tarde, en el viaje de regreso repiten la maniobra.
No ha podido establecerse si los pájaros buscan tierra o comida. El aspecto más interesante de este hecho es que el hombre atribuye a las aves su propia convicción, lo que es sin duda una actitud muy imaginativa, digna de la época de la leyenda, cuando hombres y animales intercambiaban sus pensamientos mediante el habla.


Hay otra muestra de memoria animal que resulta aún más sorprendente, aunque no constituye una prueba definitiva. Es la relativa al ciclo vital de las anguilas europeas. Aunque resulte extraño, Aristóteles, tan escéptico frente al relato de Platón sobre la Atlántida, aparece envuelto en esta cuestión que a menudo se citaba como demostración de la existencia de la isla sumergida.


Aristóteles, interesado como estaba en todos los fenómenos naturales, fue el primer naturalista que se sabe que planteó el problema de la multiplicación de las anguilas.


¿Dónde se reproducen? Aparentemente, en algún lugar situado en el mar, ya que abandonan sus estanques, arroyos y ríos cada dos años y nadan a lo largo de los grandes ríos que desembocan en el mar. Esto era todo lo que se sabía acerca del lugar en que se reproducían las anguilas, desde que Aristóteles planteó la cuestión, hace más de dos mil años. No se pudo llegar a determinar el lugar hasta hace veinte años, y resultó ser el Mar de los Sargazos, una masa de agua llena de algas, situada en el Atlántico Norte, que rodea las Bermudas y que tiene una extensión equivalente aproximadamente a la mitad de los Estados Unidos.


La travesía de las anguilas, bajo la forma de un enorme cardumen migratorio, ha podido conocerse con exactitud gracias al vuelo de las gaviotas que lo siguen y a los tiburones que nadan junto a él y que se alimentan de anguilas a medida que la migración se hace mayor. El cardumen tarda más de cuatro meses en cruzar el Atlántico. Después de desovar en el Mar de los Sargazos, a una profundidad de más de 500 metros, las anguilas hembras mueren y las jóvenes emprenden el viaje de regreso a Europa, donde permanecen durante dos años, para luego volver a repetir el fenómeno.


Se ha sugerido que esta migración de las anguilas podría tener una explicación en el instinto de desove que las mueve a retornar a su hogar ancestral, que tal vez era la desembocadura de un gran río que fluía a través de la Atlántida hasta llegar al mar, como el Mississippi en su travesía por los Estados Unidos. Dicho instinto podría compararse en cuanto a su dificultad con el del salmón de Alaska, que debe remontar los ríos contra la corriente, sorteando represas, ya que la anguila debe seguir el curso de un río que ya no existe y que alguna vez fluyó a través de un continente que se hundió hace miles de años.


Muchos han dicho que el Mar de los Sargazos constituía el emplazamiento de la Atlántida o el mar que se hallaba al Occidente de la isla sumergida. Un estudio del fondo de dicho mar podría demostrar válida una de las dos teorías, ya que una parte de los Sargazos cubre las enormes profundidades de las llanuras abisales de Hattaras y Nares, mientras otra se extiende sobre el promontorio de las Bermudas, con sus islas y montañas marinas.


Los fenicios y cartagineses contaban que ciertas algas marinas del Atlántico se desarrollaban de tal manera que entorpecían el uso de los remos de las galeras y retenían a los barcos. Si hacían referencia al actual Mar de los Sargazos, no hay duda que eran capaces de navegar durante largas distancias. Sin embargo, las algas de este mar no son lo bastante densas como para retener un barco y parece, pues, que los fenicios hubieran inventado semejante historia como otro recurso para disuadir a sus competidores.


Sea que las algas del Mar de los Sargazos constituyan restos de la vegetación sumergida de la Atlántida o no, lo cierto es que dicho mar en sí mismo, y sobre todo su ubicación, son temas fascinantes para la especulación.
 

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Hacia el abismo del Océano


Si queremos determinar con certeza si la Atlántida existió alguna vez, ¿por qué no examinar hasta donde nos sea posible el fondo del océano, cerca del lugar donde se supone que se hundió la isla-continente?


Donnelly, que contribuyó no poco a que renaciera el interés popular por la Atlántida, desde 1880 hasta nuestros días, escribió un informe acerca de los sondeos marinos de su época, en el contexto de lo que le sugería su propio estudio sobre el problema de la Atlántida. Supo expresar sus puntos de vista con una fuerza y convicción que no dejaron lugar a dudas:

Supongamos que hallamos frente al Mediterráneo y en medio del Atlántico, en las proximidades de las Azores, los restos de una inmensa isla sumergida, de 1600 kilómetros de anchura y 3200 o 4800 de longitud ¿No significaría eso la confirmación de las afirmaciones de Platón de que más allá del estrecho donde se encuentran las Columnas de Hércules existía una isla mayor que Asia (Menor) y Libia juntas, llamadas Atlántida?

 

Y supongamos que descubrimos que las Azores eran las cumbres de las montañas de esta isla sumergida, destrozadas y partidas por terribles convulsiones volcánicas, que alrededor de ellas y en dirección al mar encontrásemos grandes capas de lava y que toda la superficie de la tierra hundida estuviese cubierta por miles de kilómetros de restos volcánicos, ¿No nos veríamos entonces obligados a confesar que todos esos hechos eran pruebas muy consistentes de la veracidad de la afirmación de Platón de que “durante un día y una noche fatales acaecieron fortísimos terremotos e inundaciones que hicieron desaparecer aquel vigoroso pueblo? La Atlántida desapareció bajo el mar y luego el océano se hizo inaccesible, debido a la cantidad de lodo que quedó en lugar de la isla”.

 

Todo esto ha sido demostrado en forma concluyente por las últimas investigaciones. Barcos de distintas nacionalidades han efectuado sondeos a gran profundidad: el Dolphin, de Estados Unidos, la Grazelle, una fragata alemana y los británicos Hydra, Porcupine y Challenger han trazado el mapa del fondo del Atlántico y el resultado ha sido la revelación de un gran promontorio, que se extiende desde un punto en la costa de las islas británicas hacia el Sur, hasta las costas de Sudámerica, hasta Cape Orange, luego hacia el Sudeste, hasta las playas de África y por fin hacia el Sudoeste, hasta Tristán de Acuña... La tierra sumergida... se eleva a unos tres mil metros desde las grandes profundidades atlánticas que la rodean, y en las Azores, en las Rocas de San Pablo, la Ascensión y Tristán de Acuña alcanza hasta la superficie del Océano...

Perfil oceánico según Donnelly en que se describe la altura del fondo del océano,

desde las Bermudas hasta las islas Madeira.

 

He aquí, pues, la columna vertebral del antiguo continente que alguna vez ocupó la totalidad del océano Atlántico y desde cuyas orillas se construyeron Europa y América. Las zonas más profundas de este mar, que alcanzan unas 3500 brazas, son las áreas que se hundieron antes; a saber, las llanuras al Este y al Oeste de la cadena montañosa central; algunas de las más altas cimas de esta cordillera, como las Azores, San Pablo, La Ascensión, y Tristán de Acuña, están aún sobre el nivel del mar, mientras que la gran masa de la Atlántida yace a una profundidad de unos centenares de brazas de agua.

 

En esta cadena de montañas vemos la senda que alguna vez existió entre el Nuevo y el Viejo Mundo, a través del cual se trasladaban de un continente a otro las plantas y los animales y que sirvió también para que los hombres negros se desplazaran desde África hacia América y los rojos (los indios) desde América hasta el África.


Tal como he señalado, la misma gran ley que provocó el descenso gradual del continente atlántico y levantó las tierras situadas a Oriente y Occidente de él, está vigente todavía: la costa de Groenlandia, que podría ser el extremo Norte del continente sumergido, está hundiéndose tan rápidamente que los viejos edificios construidos sobre las bajas islas rocosas están ahora sumergidos y los habitantes han aprendido por experiencia propia que no deben volver a construir cerca del borde del agua. Puede advertirse la misma depresión a lo largo de la costa de Carolina del Sur y Georgia, mientras el norte de Europa y la costa atlántica de Sudamérica se están levantando rápidamente. En estas últimas se ha advertido el surgimiento de costas de 1.888 kilómetros de largo y de alturas que van desde los 30 hasta los 390 metros.


Cuando estas cordilleras se prolongaban desde América hasta Europa y África, impedían el flujo de las aguas tropicales del océano hacia el Norte y no existía la Corriente del Golfo. La tierra encerraba el océano, que bañaba las playas del Norte de Europa y era intensamente frío. El resultado fue el período de las glaciaciones. Cuando la barrera de la Atlántida se hundió lo suficientemente como para permitir la expansión natural de las aguas calientes de los trópicos hacia el Norte, el hielo y la nieve que cubrían Europa desaparecieron gradualmente; la Corriente del Golfo fluyó alrededor de la isla-continente y aún conserva el movimiento circular que adquirió originalmente debido a la presencia de la Atlántida.


Los oficiales del Challenger hallaron la totalidad de la superficie de la cordillera atlántica cubierta de residuos volcánicos, que eran los restos del barro que, según nos cuenta Platón, hicieron imposible atravesar el mar, después de la destrucción de la isla.


De esto no se desprende que las cordilleras que la conectaban con América y África se elevaran sobre
el nivel del mar en la época en que la Atlántida quedó definitivamente sumergida. Es posible que se
deslizaran gradualmente hacia el mar, o que se desplomaran debido a cataclismos semejantes a los que
se describen en los libros centroamericanos. La Atlántida de Platón puede haberse reducido a la “Cordillera del Delfín” de nuestra época.


El barco norteamericano Gettysburg también ha realizado algunos descubrimientos notables en un área vecina...

“El descubrimiento de un banco de sondeos localizado en los puntos N. 85° O., y a una distancia de 209 kilómetros del cabo San Vicente, anunciado recientemente por el comandante Gorringe, del Gettysburg, de los Estados Unidos, y que fue realizado en su última travesía del Atlántico, puede relacionarse con los sondeos previamente obtenidos en la misma región del Atlántico Norte.

 

“Dichas pruebas sugieren la probable existencia de una plataforma o cordillera submarina que conecta la isla de Madeira con la costa de Portugal y la probable conexión de la isla, en tiempos prehistóricos, con el extremo sur-occidental de Europa...”

Sir C. Wyville Thomson descubrió que los ejemplares de la fauna de la costa brasileña eran similares a los de la costa occidental de la Europa meridional. Esto se explica por la existencia de cordilleras que unen Europa con Sudamérica.


Un miembro de la tripulación del Challenger opinó, poco después del término de la expedición, que la gran meseta submarina no es otra cosa que los restos de “la Atlántida perdida”.

Cuando escribió estas líneas, Donnelly no conocía los últimos descubrimientos realizados en este campo. De haberlos conocido, su convicción habría sido aún mayor, si cabe.


Desde la época de Donnelly, el fondo del mar ha sido estudiado con mucha mayor precisión, gracias al sonar y a la investigación submarina. Durante este período se ha descubierto también alguna información muy curiosa acerca de la plataforma continental de ambos lados del Atlántico. Dicha plataforma es el territorio próximo a la costa que aún forma parte, geológicamente, del continente, antes de deslizarse hacia las profundidades del mar para luego reaparecer en lo que se llama la llanura abisal. Un examen de las profundidades de los zócalos continentales reveló que los lechos de los ríos que fluyen hacia el Atlántico prolongan su curso a lo largo de la plataforma y que algunas veces atraviesan por cañones, de la misma forma en que los ríos erosionan la roca y la tierra.

 

Esto ocurre con los ríos de Francia, España, el Norte de África y Estados Unidos, que desembocan en el Atlántico Norte y prosiguen por el fondo del mar, a lo largo de valles sumergidos, hasta alcanzar una profundidad de 2500 metros. El fenómeno es particularmente notable en el caso del cañón del Hudson, que extiende el lecho de dicho río a través de barrancos submarinos y a lo largo de unos 300 kilómetros, hasta el borde del zócalo continental. Ello parecería indicar que estos cursos fluviales que ahora se hallan a miles de metros bajo el mar fueron excavados cuando aquella parte de la plataforma continental era tierra firme y que, o bien la tierra se ha hundido, o bien ha aumentado el nivel del agua, provocando esta inundación de los lechos de los ríos.


Al referirse a estos cañones fluviales submarinos, un boletín de la Sociedad Geológica de los Estados Unidos (1936) sugería que dichas “subidas y descensos mundiales del nivel del mar ...que equivalen a más de 2500 metros, deben haberse producido desde fines de la era terciaria...” En otras palabras, el período llamado plioceno, o sea, la era de la aparición del hombre.


La ruptura de un cable submarino ocurrida en 1898, cuando se estaba instalando el cable trasatlántico, a unos 800 kilómetros al norte de las Azores, acarreó otro hallazgo extraordinario. Mientras se realizaba la búsqueda del cable se descubrió que el fondo marino de la zona estaba compuesto de ásperas salientes, cúpulas y profundos valles que recordaban más a la tierra que el fondo del mar. Utilizando hierros con garfios se logró recoger muestras de rocas a una profundidad de 1700 brazas, que al ser examinadas resultaron ser taquilita, una lava basáltica vítrea que se enfría fuera del agua cuando está sometida a la presión atmosférica.


Según el geólogo francés Fierre Termier, que estudió del caso, si la lava se hubiese solidificado bajo el agua habría sido cristalina en lugar de vitrificada. Aún más, Termier supuso que la lava se había sumergido poco después de su enfriamiento, como lo demostraba la relativa aspereza del material recogido. Más aún, puesto que la lava tarda en descomponerse unos quince mil años, el hecho de que las muestras submarinas no se hayan descompuesto aún, así como el aparente enfriamiento ocurrido sobre el agua, encajan perfectamente con la teoría de la Atlántida, e incluso con la época en que según Platón, habría ocurrido la catástrofe.


Termier dice además que “...toda la zona al norte de las Azores, y tal vez la propia zona donde se emplazan las islas —de las que podrían quedar sólo ruinas visibles— quedó sumergida muy recientemente, quizá durante la época que los geólogos llaman el presente”. También recomienda “...un dragado muy cuidadoso hacia el sur y el sudoeste de las islas”.
La arena existente en los zócalos submarinos, frente a las Azores, algunas veces a miles de metros de profundidad, nos proporciona otra de las piezas perdidas del rompecabezas. Aparece en aguas poco profundas y ha sido formada por la acción de las olas sobre las rompientes.


¿Qué sabemos hoy acerca del fondo del Océano Atlántico, cuando tantos años han pasado y tantos descubrimientos se han hecho desde la época de Donnelly y Termier? Mucho más, gracias al sonar, a los cálculos de profundidad mediante el empleo de explosivos para realizar la triangulación y la investigación del fondo del mar. Las llanuras, mesetas, elevaciones, cañones, cordilleras, grietas profundas, conos y las misteriosas montañas marinas han sido descritas en mapas igual que las islas de la superficie, aun cuando puede ocurrir que una nueva isla volcánica surja ocasionalmente del fondo del mar para luego volver a hundirse antes de que ningún país llegue a declarar su soberanía sobre ella.


Contamos, por ejemplo, con una carta más exacta de la cordillera del Delfín, comúnmente llamada la cordillera del Atlántico Medio, que es una cadena montañosa gigante con forma de doble S, una sobre la otra y que se extiende desde Islandia hasta el extremo de Sudamérica. Esta cordillera o meseta con montañas submarinas, flanqueada por llanuras abisales, adquiere gran anchura en las secciones semicirculares de la S, entre España, el Norte de África y las Bermudas. Luego se estrecha frente a la punta de Brasil, al sur del Ecuador, donde es cruzada por la zona de la Fractura Romanche y luego vuelve a ensancharse entre el sur de Brasil y África. La característica más notable de la cordillera del Atlántico Medio es que sigue el contorno general de América del Norte y del Sur, como si fuese un débil reflejo de los continentes americanos en el fondo del océano.


Cuando se examinan las profundidades en torno a las islas Azores se advierte que aunque las islas mismas se alzan verticalmente desde el fondo, están situadas sobre una especie de doble meseta. La base de esta meseta está ubicada en una zona que va aproximadamente desde los 30 a los 50 grados de latitud Norte, y la parte más alta en un área que se extiende desde los 36 a los 42 grados Norte, con una anchura de 800 kilómetros. La profundidad, desde la llanura hasta la meseta inferior, varía entre 1000 y 500 brazas; es decir, si la profundidad abisal es, por ejemplo de 2400 brazas, la de la cordillera podría ser de 1800 brazas, a menos que la cumbre submarina de algún monte sumergido alcance 400 brazas o menos, o emerja a la superficie como una isla, que es lo que ocurre con las Azores.

 

La segunda meseta indica una elevación aún más sorprendente, de 1420 a 400 brazas; de 1850 a 300 brazas y desde 1100 a 630 brazas. Es interesante anotar que algunos estudiosos de la teoría de la Atlántida han pensado que el continente Atlántico se hundió por etapas y tal vez en tres inmersiones sucesivas. La formación de una meseta doble bajo las Azores parecería corroborar esta teoría.


Al sur de las Azores encontramos algunas importantes montañas submarinas, que no se hallan a muchas brazas de profundidad. Dos de ellas fueron designadas, con bastante propiedad, con los nombres de Platón (205 brazas) y Atlántida (145 brazas).


La ruptura del cable trasatlántico que causó tanto furor en los estudios sobre el continente de la Atlántida a comienzos de siglo se produjo a unos 800 kilómetros al norte de las Azores y al este del monte submarino Altair. Algunas investigaciones más recientes acerca de dicha cordillera han aportado nuevos temas para la especulación.


Los exámenes de partículas del fondo marino o “núcleos”, tomadas en esta cordillera en 1957 permitieron extraer plantas de agua dulce que crecían sobre materiales de sedimentación a una profundidad de casi tres kilómetros y medio y el examen de las arenas de la fosa de la Romanche hizo pensar que se habían formado a la intemperie, en ciertas partes de la cordillera que en un momento determinado fueron proyectadas sobre la superficie.


A una distancia de 1600 kilómetros de esta meseta encontramos el promontorio submarino de Bermuda, que culmina en las islas Bermudas, situadas en la cima de inmensas montañas sumergidas.

Los tonos más oscuros señalan mayores profundidades

Las zonas en blanco señalan las tierras sobre el nivel del mar
 

Este sería el aspecto del océano Atlántico, si fuese desecado.

 

Frente a la Florida, en la plataforma continental americana, algunos estudios hidrográficos realizados por el U.S. Geodectic Survey constataron depresiones de 120 metros de profundidad a lo largo de fondos marinos situados a 150 metros de profundidad y que “fueron presumiblemente lagos de agua dulce situados en zonas que luego se sumergieron”.


Directamente al este de la meseta de las Azores encontramos la cordillera Azores-Gibraltar (con profundidades reducidas, de sólo cuarenta a ochenta brazas) y siguiendo hacia el Sur y conectadas a esta cadena montañosa a lo largo de la costa de África, a poca profundidad (también aproximadamente de cuarenta brazas), hallamos otra serie de cimas y montañas sumergidas que incluyen las islas Madeira y Canarias. Las islas de Cabo Verde, frente a Dakar, aparecen aisladas y sin cadenas que las conecten a otras.


Muchos de los hipotéticos “puentes de tierra firme” existentes entre el Viejo y el Nuevo Mundo aparecen como algo perfectamente posible cuando examinamos la información de que ahora disponemos acerca de la configuración del fondo del mar. Por ejemplo, la plataforma continental europea se conecta con Islandia por medio de cordilleras y luego se une con Groenlandia a través del promontorio de Groenlandia-Islandia. En el Atlántico Medio la cadena Azores-Gibraltar se une con la meseta de las Azores, y una parte de la cordillera meso-atlántica llega casi a las Bermudas, mientras otra cadena un poco menor se abre hacia las Antillas y hacia la parte más profunda del Atlántico: la fosa de Puerto Rico.


Otras cadenas de unión en el Atlántico Sur son: el puente que parte desde África a través de la Sierra Leona, la cordillera meso-atlántica que va desde las rocas de San Pedro y San Pablo hasta Brasil, la de Walvis, que sale de Sudáfrica y cruza la cordillera del Atlántico Medio hacia Brasil, atravesando las islas Trinidad y Martín Vaz o el promontorio de Río Grande o la meseta de Bromley.

Las grandes transformaciones ocurridas en el fondo del Atlántico, que fueron provocadas por perturbaciones volcánicas, permiten suponer la existencia de conexiones entre el Viejo y el Nuevo Mundo, en forma de puentes terrestres o islas que posteriormente quedaron sumergidas y que podrían haber sido usadas como puntos de apoyo (lo cual explicaría muchas curiosas similitudes en la vida animal y vegetal, como la presencia de elefantes prehistóricos, camellos y caballos en América).


La expedición organizada en 1969 por la Universidad de Duke, con el fin de estudiar el fondo del mar Caribe, ha realizado un importante descubrimiento relacionado con los continentes desaparecidos. Gracias a la realización de algunos dragados, sacaron a la superficie en cincuenta sitios distintos a lo largo de la cordillera Aves, un cordón montañoso submarino que va desde Venezuela a las islas Vírgenes, cierta cantidad de rocas graníticas. Estas piedras ácido-ígneas han sido catalogadas dentro del tipo “continental”, que sólo se encuentra en los continentes o en los lugares donde han existido éstos. El doctor Bruce Heezen, del observatorio geológico Lamont, dijo a este respecto lo siguiente:

“Hasta ahora, los geólogos creían, en general, que las rocas graníticas ligeras, o ácido-ígneas, quedaban limitadas a los continentes, y que la corteza terrestre que se encuentra bajo el mar estaba compuesta de rocas basálticas más oscuras y pesadas... De esta forma, la presencia de rocas graníticas de color claro podría apoyar la vieja teoría de que antiguamente existió un continente en la zona del Caribe oriental y que estas rocas constituirían el núcleo dé un continente perdido y sumergido”.

El lecho del Atlántico es una de las regiones más inestables de la superficie terrestre. Se ha visto con-mocionado por perturbaciones volcánicas a lo largo de los siglos y de hecho, sigue sufriéndolas aún. La falla volcánica se extiende desde Islandia, donde en 1788 pereció una quinta parte de la población a consecuencia de un terremoto a lo largo de toda la extensión de la cordillera Atlántica. En Islandia, en 1845, la erupción del volcán Hecla se prolongó durante un lapso de siete meses.


Islandia sufre aún en ocasiones una furiosa actividad volcánica. Una espectacular erupción submarina, que se prolongó desde noviembre de 1963 a junio de 1966 provocó la formación de una nueva isla, que lleva el nombre de Surtsey y se encuentra a 36 kilómetros de la costa sudoccidental de Islandia. La lava solidificada se transformó en tierra y en la isla, que sigue creciendo, comenzó a aparecer vegetación permanente. Desde su emergencia, Surtsey se ha visto acompañada por otras dos islas. La misma Islandia, como ocurre en la descripción que de la Atlántida hiciera Platón, posee manantiales calientes. Su altísima temperatura, que proviene de las fuerzas termales subterráneas, permite que sean utilizadas para el sistema de calefacción de la capital, Reykjavik.


Encontramos continuas referencias escritas respecto a movimientos sísmicos en Irlanda y más tarde hacia el Sur, en una misma línea en relación con las Azores, un violento terremoto sacudió Lisboa en 1775, causando la muerte de 60.000 personas en pocos minutos y provocando un descenso en el nivel del muelle principal, mientras los diques y el resto de los muelles se sumergían 180 metros bajo el mar. La actividad sismológica es un fenómeno constante en la región de las Azores, donde todavía existen cinco volcanes activos. En 1808, uno de ellos se alzó en San Jorge a una altura de varios miles de pies, y en 1811 emergió del mar una isla volcánica, creándose una gran superficie a la que se dio el nombre de Sambrina, durante su breve existencia en la superficie, y antes de que volviera a hundirse en el océano. Las islas Corvo y Flores, en el archipiélago de las Azores, que figuran en los mapas desde 1351, han cambiado constantemente su forma; y amplias secciones de Corvo han desaparecido en el mar.


En otro grupo de islas, las Canarias, cuyo gran volcán central, el Pico del Teide, entró en erupción en 1909, el índice de perturbaciones volcánicas es muy elevado. En 1692 un terrible terremoto hundió la mayor parte de Port Royal, arrastrando incluso a los piratas que estaban utilizando la ciudad como refugi0, mercado y centro de rebelión. Este hundimiento en el mar de una ciudad pecadora mueve nuestros recuerdos hacia lo ocurrido en tiempos históricos en el mismo océano, donde, según la leyenda, la Atlántida se hundió “debido al disgusto divino”.


En el Caribe y dentro de la zona volcánica atlántica, se produjo un terremoto aún mayor, en 1902, cuando el Mont Pelee, de la Martinica, estalló con tal fuerza que, según se dice, causó la muerte de todos los habitantes de Saint-Pierre, la ciudad vecina, salvo a uno (¿como la salvación de Noé?).


En 1931, la actividad volcánica produjo la aparición de dos nuevas islas en el grupo de las Fernando de Noronha, que Inglaterra se apresuró a reclamar, aun cuando su pretensión fue discutida por varias naciones del vecino continente sudamericano. Los británicos se ahorraron el tener que adoptar una decisión peligrosa gracias al nuevo hundimiento de las islas cuando aún se estaba discutiendo su propiedad.


En las islas cerca de Madeira, surgieron a la superficie en 1944 algunos pequeños promontorios, que eran las cimas de algunos volcanes que se elevaron desde el fondo del mar hasta la superficie o por sobre ella. El Atlántico ha sido una zona volcánica activa durante siglos, desde Islandia hasta las costas del Brasil. Según el doctor Maurice Ewing, del observatorio geográfico Lamont, ‘sus grietas más profundas “forman el sitio de un cinturón sísmico oceánico”. Parece lógico por ello que hace miles de años tuviera lugar una actividad volcánica aún mayor, sobre todo porque tal actividad se da todavía en las mismas regiones en que la leyenda ha situado el continente de la Atlántida.


Existe un consenso general de que la Tierra ha sufrido apariciones y desapariciones de terreno a lo largo de toda su superficie. Hay numerosas pruebas de que el Sahara fue alguna vez un mar y que el Mediterráneo, con sus cumbres y valles submarinos, fue antes tierra firme. Las herramientas de la Edad de Piedra y los dientes de mamut obtenidos del fondo del Mar del Norte indican que esa zona fue en otra época territorio costero. En las montañas Rocosas se han hallado fósiles de tiburones, en los Alpes, restos de peces y en las estribaciones de los montes Allegheny, conchas de ostra. La mayoría de los geólogos coincide en que alguna vez existió el continente de la Atlántida, pero no están de acuerdo si existió dentro de la Era del hombre.


Ha habido considerable especulación en torno a si la explicación de la leyenda de la Atlántida está en otros terremotos y en las olas de las mareas que ellos provocaron, como ocurrió en el caso de la inundación por el mar del antiguo valle mediterráneo, o la separación de Sicilia de Italia, la catástrofe que hundió a la isla de Tera en el Egeo, o los terremotos de Creta que ocurrieron en la Antigüedad. También se ha sugerido que la Atlántida estaba en el Norte, en los zócalos continentales de escasa profundidad del Mar del Norte, o incluso en el Sahara y en otros lugares.


K. Bilau, un científico alemán estudioso de la isla continente, que dedicó mucho tiempo al examen del fondo del mar y de los cañones submarinos, se muestra partidario de la tradición que sitúa la Atlántida en el Atlántico cuando expresa en lenguaje más poético que científico sus sentimientos acerca de la ubicación del continente perdido:

La Atlántida reposa ahora en las profundidades de las aguas oceánicas y sólo son visibles sus más altas cimas, bajo la forma de las Azores. Sus manantiales fríos y calientes, descritos por los autores antiguos fluyen todavía, como hace muchos milenios. Los lagos de montaña se han transformado en lagos submarinos. Si seguimos exactamente las indicaciones de Platón y buscamos el lugar en que se hallaba Foseidón, entre las cimas semisumergidas de las Azores, la encontraremos hacia el sur de la isla Dollabarata. Allí, sobre un promontorio, en medio de un valle largo y comparativamente recto, bien protegida de los vientos, se alza la capital, centro de una cultura prehistórica desconocida. Entre nosotros y la ciudad de la Puerta Dorada existe una extensión de agua de tres kilómetros y medio de profundidad. Es curioso que los científicos hayan buscado la Atlántida por todas partes y que en cambio no hayan prestado la menor atención a este lugar, que después de todo, fue claramente señalado por Platón.

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De cómo la Atlántida cambió la historia del Mundo


Considerando que se trata de un territorio que pudo o no haber existido, la Atlántida ha tenido una repercusión considerable, tanto en la historia como en la literatura. Cuando la cultura clásica volvió a difundirse en Occidente, después de la caída de Constantinopla, en 1453, tanto el relato de Platón como los demás documentos acerca de las islas que habían existido en el Atlántico volvieron a estimular la imaginación del hombre. Colón, que era un ávido lector de relatos de viaje y que mantenía correspondencia con los cartógrafos, no era el único que pensaba que el mundo era redondo. Su verdadera circunferencia había sido calculada en Alejandría, en épocas antiguas, con un error de sólo ochocientos kilómetros. Sin embargo, aunque los estudiantes de la escuela alejandrina podían medir la Tierra, nunca, que se sepa, navegaron a su alrededor para demostrar que era redonda.


En la época de Colón existían numerosos mapas del “mundo”, aunque la distinta información que proporcionaban y el hecho de que las líneas de navegación se trazaran de acuerdo con la distribución de las estrellas en el cielo nos lleva a pensar que la gran hazaña de Colón no consistió en haberse atrevido a enfrentar la posibilidad de encontrar los monstruos del mar, o en correr el riesgo de caerse desde el borde del mundo, sino en dejarse guiar por los mapas que tenía a su disposición.
 

Algunos de dichos mapas mostraban la Antillia, Antilla, Antilha o Antigua, posibles nombres alternativos de la Atlántida, o de las Fortunatas, las Hespérides y otras islas. El mapa de Toscanelli, que era, según se cree, el que llevaba Colón en su viaje al Nuevo Mundo, muestra Antillia. Años antes de que el descubridor hiciera su viaje, Toscanelli le escribió sugiriéndole Antillia como un lugar donde podría hacer escala en su viaje hacia las Indias. En su mapa, la China y las Indias aparecían en la costa occidental del Atlántico, mientras Antillia y otras islas constituían las etapas intermedias.


Parece razonable pensar que Colón estudió, o llevaba con él en su viaje, el mapa de Becario, de 1435, y los posteriores de Branco (1436), Pereto (1455), Rosseli (1468) y Bennicasa (1482). También es probable que llevara material o sugerencias tomadas del mapa de Benheim (1492). En todos ellos aparecía Antillia, con sus diversas denominaciones, y generalmente la situaban en pleno Atlántico, en línea paralela a Portugal. En este aspecto cobra sentido lógico el nombre portugués:

Antilha (ante ilha), que significa “la isla frente a”, “antes de” u “opuesta a” y se refiere a la gran isla situada en medio del océano, la de las “siete ciudades”. Ya sea que ésta fuese la verdadera razón de su nombre, o que se tratara simplemente de otra forma de escribir Atlántida, el hecho es el mismo: la gran isla de la que se habló a Colón y que figuraba en todos los mapas importantes, estaba situada en la posición que el consenso general atribuía a la Atlántida, y, pese a que se conocía la noticia de su hundimiento, todavía se le daba la forma descrita por Platón.

También se ha sugerido que influyó en Colón un extraño pasaje de una obra del autor romano clásico, Séneca, escrita muchos siglos antes. La cita, tomada del acto segundo de Medea, es la siguiente:

“Llegará una época, en la última era del mundo, en que el océano aflojará las cadenas de lo que (ahora) contiene y la tierra aparecerá en toda su gloria. Tetis (el mar) dejará al descubierto nuevos continentes y Tule no será ya el fin del mundo...”

¿De dónde obtuvo Séneca la idea de los continentes sumergidos en el Océano? ¿De su imaginación, de Platón o de otras fuentes? ¿Cuan generalizada era esta creencia en la época clásica? Actualmente sólo podemos hacer conjeturas, pero hay fuertes indicios de que Colón estuvo influido por los autores clásicos en sus propias especulaciones.

Sección del mapa de Bennicasa (1482). La Península Ibérica está en la parte superior; el barco apunta hacia el Norte.
Hacia el costado superior derecho del barco aparecen indicadas las “islas Fortunatas de san Brandan”, y bajo el barco,
a la izquierda, se muestra el conglomerado llamado “Isla Salvaje”y “Antilla”.

 

Una de las fuentes que nos lleva a creer en esta sugerencia es alguien que estaba personalmente relacionado con el Almirante y conocía sus ideas: su hijo Fernando, que escribió estas palabras en un ejemplar de Medea: “Esta profecía fue cumplida por mi padre, el Almirante Cristóbal Colón, en 1492”.


López de Gomara, autor de la Historia General de las Indias (1552) atribuye especialmente a Colón las hazañas de haber “leído Timeo y Critias, de Platón, donde obtuvo información acerca de la gran isla y de un territorio sumergido que era mayor que Asia y África”.


Fernández de Oviedo afirmó incluso que los monarcas españoles poseían los derechos sobré las nuevas tierras americanas (Historia General y Natural de las Indias, 1525), ya que, según él, Héspero, un rey prehistórico español, era hermano de Atlas, gobernante del territorio opuesto de Marruecos, y Héspero también reinaba sobre las Hespérides, “las islas de Occidente”:
...A cuarenta días de navegación, como todavía se encuentran, más o menos, en nuestra época... y como las halló Colón en su segundo viaje... deben por ello ser consideradas estas Indias tierras de España desde la época de Héspero... las cuales revirtieron a España (por medio de Colón)...


Fray Bartolomé de Las Casas, sacerdote y escritor contemporáneo, tenía sus razones personales para disentir de Fernández de Oviedo. Su propósito, muy laudable, era proteger a los indios del Nuevo Mundo, cuyo trato por parte de los conquistadores españoles estaba desembocando en un genocidio. Las Casas objetó ese derecho de dominio basado en las Hespérides o la Atlántida. Sin embargo, al comentar acerca de Colón, en su Historia de las Indias (1527), observó:

...Cristóbal Colón pudo naturalmente creer y esperar que aun cuando aquella gran isla (la Atlántida) estaba perdida y sumergida, quedarían otras, o por lo menos, quedaría tierra firme, que él podría encontrar, si la buscaba...

Otro de los autores de la época del descubrimiento del Nuevo Mundo, Pedro Sarmiento de Gamboa, escribió en 1572: las Indias de España eran continentes al igual que la isla Atlántica, y en consecuencia, la propia isla Atlántica, que estaba frente a Cádiz y se extendía sobre el mar que atravesamos para venir a las Indias, el mar que todos los cartógrafos llaman océano Atlántico, ya que la isla Atlántica estaba en él. Y así hoy navegamos sobre lo que antes fue tierra firme.


Cuando los invasores españoles de México supieron que los aztecas provenían de una tierra llamada Aztlán, llegaron a la convicción de que descendían de los atlantes y esto vino a reforzar el derecho de los españoles a la conquista, aunque nunca pensaron que necesitaban justificación para llevarla a cabo. La palabra “azteca” significa gentes de Az o Aztlán (los aztecas solían llamarse a sí mismos tenocha o nahua).


Si los invasores españoles del Nuevo Mundo se vieron influidos en algún sentido por el recuerdo de la Atlántida o de las Hespérides, la población india de la zona central de Sudamérica estaba convencida, por otra razón, pero relacionada con la misma mística histórica o legendaria, de que los españoles eran sus dioses civilizadores o sus héroes, que habían regresado de las tierras orientales. Tanto fue así que se vio psicológicamente incapaz de oponerles resistencia, hasta que ya fue demasiado tarde.


Durante muchos años, los toltecas, mayas y aztecas y otros grupos mesoamericanos, así como los chibcha, aymará y quechua, de Sudamérica han conservado leyendas acerca de misteriosos hombres blancos extranjeros provenientes del Este, que les enseñaron las artes de la civilización y posteriormente partieron, diciendo que volverían de nuevo. Según la tradición, Quetzalcóatl, el barbado dios blanco de los aztecas, y sus predecesores, los toltecas, habían navegado de regreso a su propio país en el mar de Oriente —Tollán-Tlapalan— después de haber fundado la civilización tolteca. Dijo que algún día habría de volver para gobernar nuevamente aquella tierra. Este mismo Quetzalcóatl, “la serpiente emplumada”, era adorado entre los mayas con el nombre de Kukulkán.

Relato gráfico azteca que muestra la confusión del emperador Moctezuma al tratar de establecer,

mediante amuletos y profecías, si los conquistadores eran mensajeros de Quetzalcóatl.

 

Cuando los españoles llegaron a México, Moctezuma (Montezuma), el emperador azteca, al igual que muchos de sus súbditos, creían que Quetzalcóatl, o al menos sus mensajeros, habían reaparecido repentinamente. Incluso llamaban a los españoles “teules” “los dioses”, especialmente porque su llegada había sido anunciada por numerosos portentos y profecías. Debido a la más notable coincidencia, los españoles aparecieron en 1519, a finales de uno de los cincuenta y dos ciclos del calendario azteca. Uno de los aspectos de este ciclo era el relacionado con el reiterado nacimiento de Quetzalcóatl, lo que hizo pensar a los desconcertados aztecas que él o sus mensajeros habían vuelto en el aniversario de su nacimiento.


Papantzin, la hermana de Moctezuma, había tenido una visión de hombres blancos que llegaban desde el océano, que fue interpretada por Moctezuma y los sacerdotes aztecas como un presagio del prometido retorno de Quetzalcóatl. Moctezuma esperaba ya el regreso del dios cuando los españoles aparecieron frente a él. El emperador dio instrucciones a sus primeros enviados de que los recibieran con presentes “para darles la bienvenida al hogar”, a México.


Los aztecas se sorprendieron luego, al advertir que los dioses que regresaban al hogar comían “alimentos terrenales” y que mostraban una preferencia muy poco divina por las doncellas locales, a las que querían vivas y no como víctimas sacrificadas en su honor. La población indígena de México que sobrevivió a la masacre española tendría que aprender muchas más cosas aún acerca de los “dioses” en el proceso de su conquista por dos continentes.


El bien organizado imperio de los incas, en el Perú, también conservaba una profecía que se atribuía al duodécimo inca. Según contó su hijo Huáscar a los españoles, su padre había dicho que durante el reino del decimotercer inca vendrían hombres blancos desde “el sol, nuestro padre” para gobernar el Perú. (El decimotercer inca fue el hermano de Huáscar, Atahualpa, quien mientras era ahorcado por los españoles, tuvo tal vez un momento para comprender la profunda verdad que encerraba la profecía.)


En casi todos los lugares que conquistaron, los españoles se vieron ayudados por leyendas y creencias de los propios indios acerca de sus orígenes, el origen de su civilización y respecto al hecho de que los dioses volverían para reinar sobre sus tierras, procedentes del Este. En el estudio acerca de la Atlántida, las leyendas amerindias (o indoamericanas) respecto a un origen oriental son un tema constante a considerar, y que a menudo produce confusión.


Los antropólogos consideran, en general, que los indios procedían (como suelen creerlo ellos mismos) de Siberia y que pasaron al continente americano por el estrecho de Behring para descender luego hacia el Sur. Sus características raciales —pelo liso y negro, escaso vello en el rostro y el “punto mongólico” en los recién nacidos— parecen confirmar esta teoría. Entonces, ¿a qué se deben estas persistentes leyendas sobre su origen oriental y acerca de una civilización que procedía del Este, o la leyenda común sobre una gran inundación, que habitualmente están relacionadas con la destrucción o el hundimiento de una tierra situada en el Este?


Una posible explicación es que una parte de la población amerindia proceda del Este o que, por lo menos, de allí llegaron influencias culturales importantes. Tal vez por esta razón, las tribus se enorgullecían de esta asociación cultural que constituía el equivalente prehistórico del orgullo de los norteamericanos actuales respecto a sus “antepasados que llegaron en el Mayflower”.

 

Se han advertido algunas trazas culturales entre los amerindios del Atlántico, o que poseen antecedentes atlánticos, como por ejemplo la momificación de los cadáveres atlánticos, algunas leyendas comunes y prácticas religiosas similares a las de Europa y del antiguo mundo mediterráneo: el uso de cruces, el bautismo, la absolución de los pecados y la confesión, el ayuno, la mortificación de sí mismo y la consagración de las vírgenes al culto. Estas similitudes de sus religiones hicieron que los españoles las considerasen trampas diabólicas.

 

También se encuentran analogías arquitectónicas con Egipto —la construcción de pirámides y otras—, al igual que la escritura en forma de jeroglíficos. En los restos arqueológicos que se han conservado hasta ahora, estatuas y relieves, cuya época aún no ha sido definida con exactitud, representan a elementos no indios, blancos y negros, que a menudo están vestidos de una manera que recuerda el mundo mediterráneo.

 

Por ejemplo, las enormes cabezas de piedra que se han hallado en Tres Zapotes, cerca de Veracruz, que muestran claros rasgos negros y otras estatuas más pequeñas, correspondientes a la cultura olmeca y las representaciones mayas de estatuas y cerámica halladas en La Venta, donde aparecen hombres blancos de barba, con nariz semítica, y que usan ropas, zapatos y en ocasiones yelmos que son completamente distintos a los de los mayas. Los sellos cilindricos y los ataúdes de momias con anchas bases encontradas en Palenque, Yucatán, son también característicos de esta parte de México, más próxima al Atlántico y a la corriente ecuatorial Norte, que fluye hacia el Oeste.


Debemos observar también que los habitantes del Nuevo Mundo han estado aquí durante un largo período. La fecha de la aparición del hombre en América está siendo constantemente modificada en la historia y se sitúa actualmente entre 12.000 Y 30.000 años. Además, todas las características indígenas no corresponden a las de las razas del Norte de Asia, especialmente la nariz aguileña. Existen numerosos testimonios de los primeros conquistadores y exploradores españoles, que hablan de indios blancos y negros y de muchos matices intermedios en el color de su piel. También describen otaros amerindios de cabello castaño.

 

De este último tipo se han hallado algunos ejemplares al examinar momias del Perú.
La afirmación de que todos los amerindios y su cultura provienen de Asia, constituye una simplificación excesiva. Un estudioso del tema nos ha legado un comentario muy sugestivo acerca de este supuesto tráfico en una sola dirección. Afirma que las tribus indígenas no llevaban consigo animales domésticos asiáticos, en su aparente emigración desde Asia, ya que los españoles no encontraron ninguno cuando llegaron a América, con excepción de un perro, antecesor directo del chihuahua, que es originario de México.

 

Al examinar los animales que existían en el continente americano en la época del descubrimiento surge la cuestión de si los indios emigrantes habrían transportado o arrastrado lobos, panteras, leopardos, ciervos, cocodrilos, monos y osos cuando atravesaron el estrecho o la que entonces era península de Behring. Si estos animales no aparecieron espontáneamente en el continente americano, ello significa, obviamente, que llegaron por sus medios, desde Europa o África, desplazándose sobre puentes terrestres, que actualmente se hallan sumergidos. Y si los animales pudieron hacerlo, ¿por qué no los indios?


La Atlántida estuvo a punto de tener de nuevo cierta influencia en la historia durante el siglo XIX, cuando Lord Gladstone, Primer ministro británico durante el reinado de la reina Victoria, trató de hacer aprobar una ley por el Parlamento en la que se destinarían fondos para la búsqueda de la Atlántida. El proyecto de ley fue derrotado por miembros del gobierno que aparentemente no compartían el entusiasmo de Lord Gladstone.


Durante el siglo XX se han formado en Europa algunas sociedades interesadas en la Atlántida (véase el capítulo 9), pero todavía no han alcanzado una importancia “histórica”. Una de ellas, llamada Principado de la Atlántida, fue organizada por un grupo de científicos daneses y llegó a contar con muchos miles de miembros. Como máxima figura representativa se escogió al príncipe Cristian de Dinamarca, con el título de Príncipe de la Atlántida.

 

Como era descendiente directo de Leif Ericson, marino vikingo y uno de los primeros descubridores de territorios oceánicos, la elección pareció muy acertada.


Aunque el tema de la isla-continente parece lejos de haber muerto, su influencia futura en la historia adoptará tal vez la forma de una nueva apreciación de nuestra historia y nuestros orígenes. Salvo que ocurriesen hipotéticos conflictos entre países, acerca de las tierras atlánteas emergidas, en caso de que se cumpliera la predicción de Cayce. La prehistoria del hombre es llevada cada vez más atrás a lo largo de las brumas del tiempo.


Desde la interpretación bíblica ofrecida por el obispo de Dublín, James Usher, en el siglo XVII, según la cual el mundo comenzó en el año 4004 a.C., hemos progresado hasta el punto en que ahora se cree que el hombre capaz de utilizar herramientas estuvo presente sobre la tierra desde hace varios millones de años. La arqueología está también empeñada en el proceso de revaluar los datos respecto a la primera aparición del hombre “civilizado”, que se considera en la actualidad muy anterior a lo que antes se suponía. Quedan aún muchos espacios en blanco en la historia de la Humanidad, y la Atlántida podría ser uno de ellos.

 

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