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			AMIENS  
			 A semejanza de París, Amiens nos ofrece un notable conjunto de bajo 
			relieves herméticos. Circunstancia singular y digna de mención es 
			que el pórtico central de Nótre-Dame de Amiens - Pórtico del 
			Salvador-es casi fiel reproducción, no sólo de los motivos que 
			adoman el pórtico de París, sino también por el orden que siguen. 
			Sólo ligeros detalles los diferencian: en París, los personajes 
			sostienen discos; aquí, escudos. En Amiens, el emblema del mercurio 
			es presentado por una mujer; en París, por un hombre. En ambos 
			edificios, los mismos símbolos, los mismos atributos, y parecidos 
			trajes y actitudes. No cabe duda de que la obra hermética de 
			Guillermo el Parisiense ejerció verdadera influencia en la 
			decoración del gran pórtico de Amiens.
 
			 Por lo demás, la obra maestra picarda, magnífica entre todas, sigue 
			siendo uno de los más puros documentos que nos haya legado la Edad 
			Media. Su conservación permite a los restauradores respetar la mayor 
			parte de los temas; y de este modo, el admirable templo debido al 
			genio de Robert de Luzarches, de Thomas y Renault de Cormont, 
			conserva en la actualidad todo su esplendor original..
 
			 Entre las alegorías propias del estilo de Amiens, citaremos en 
			primer lugar la ingeniosa representación del fuego de rueda. El 
			filósofo, sentado y con el codo apoyado en la rodilla derecha parece 
			meditar o vigilar (lám. XXXIII).
 
			
			 
			 Sin embargo, este trébol de cuatro hojas, muy característico según 
			nuestro punto de vista, ha sido interpretado por algunos autores de 
			manera muy diferente, Jourdain y Duval, Ruskin (The Bible-of 
			Amiens), el abate Roze y, después de ellos, Georges Durand (1), 
			creyeron descubrir su sentido en la profecía de Ezequiel, el cual, 
			dice G. Durand,  
				
				«vio cuatro animales alados, como los vio más tarde 
			san Juan, y unas ruedas introducidas la una dentro de la otra. Lo 
			que aquí se representaba es la visión de las ruedas. Tomando 
			ingenuamente el texto al pie de la letra, el artista redujo la 
			visión a su expresión más simple. El profeta está sentado en una 
			roca y parece dormitar apoyado en la rodilla derecha. Delante de él, 
			aparecen dos ruedas de carruajes, y esto es todo».  
			 (1) G. Durand, Monographie de 1’Eglise cathédrale d´Amiens, París, 
			A. Picard, 1901.  
			  
			 Esta versión contiene dos errores. El primero delata un estudio 
			incompleto de la técnica tradicional, de las fórmulas que observaban 
			los latomi en la ejecución de sus símbolos., El segundo, más craso, 
			proviene de una observación defectuosa. En efecto, nuestros imaginemos tenían la costumbre de aislar o, al 
			menos, de subrayar sus atributos 
			sobrenaturales por medio de un cordón de nubes. Tenemos una prueba 
			evidente de ello en la cara de los tres contrafuertes del pórtico; 
			en cambio, aquí, no observamos nada parecido.
 
			  
			 Por otra parte, 
			nuestro personaje tiene los ojos abiertos; no está, pues, dormido, 
			sino que parece vigilar, mientras se desarrolla cerca de él la lenta 
			acción del fuego de rueda. Por si esto fuera poco, es bien sabido 
			que, en todas las representaciones góticas de apariciones, el 
			iluminado está siempre de cara al fenómeno; su actitud, su 
			expresión, revelan invariablemente sorpresa o éxtasis, ansiedad o 
			beatitud; lo cual tampoco se da en el caso que nos ocupa. Las dos 
			ruedas no son, ni pueden ser más que una imagen, de significación 
			oscura para el profano, encaminada expresamente a velar una cosa muy 
			conocida, tanto del iniciado como de nuestro personaje. Por esto no 
			vemos a éste absorto en preocupaciones de este género, sino velando 
			y vigilando, paciente, pero un poco cansado.  
			 Terminados los penosos trabajos de Hércules, su 
			labor ha quedado reducida al ludus puerorum de los textos, es decir, 
			a mantener encendido el fuego, cosa que una mujer podría hacer 
			fácilmente y con éxito mientras hila el copo.
 En cuanto a la doble imagen del jeroglífico, debemos interpretarlo 
			como signo de las dos revoluciones que deben actuar sucesivamente 
			sobre el compuesto para asegurarle un alto grado de perfección. A 
			menos que se prefiera ver en ella la indicación de las dos 
			naturalezas en la conversión, la cual se consigue también mediante 
			una cocción suave y regular. Esta última tesis fue sostenida por 
			Pernety.
 
			 En realidad, la cocción lineal y continua exige la doble rotación de 
			una misma rueda, movimiento imposible de expresar en piedra y que 
			explica la necesidad de dos ruedas trabadas de madera que forman una 
			sola. La primera rueda corresponde a la fase húmeda de la operación 
			-denominada elixación-, en la cual el compuesto permanece fundido, 
			hasta la formación de una película ligera, que, al aumentar poco a 
			poco en espesor, gana en profundidad. El segundo período, 
			caracterizado por la sequedad -o asación-, comienza a la segunda 
			vuelta de la rueda, se realiza y se termina cuando el contenido del 
			huevo, calcinado, aparece granulado o pulverulento, en forma de 
			cristales, de arena o de ceniza.
 
			 El comentarista anónimo de una obra clásica (2) dice, a propósito de 
			esta operación, que es 
			verdaderamente el sello de la Gran Obra, que «el filósofo hace cocer 
			a un calor dulce y solar, y en un 
			solo vaso, un solo vapor que se espesa poco a poco». Pero, ¿cuál ha 
			de ser la temperatura del 
			fuego exterior adecuada a esta cocción? Según los autores modernos, 
			el calor inicial no debería 
			superar la temperatura del cuerpo humano. Albert Poisson fija la 
			base de 50º, con aumentos
			progresivos hasta unos 300º centígrados.
 
			  
			 Philaléthe, en sus Reglas 
			(3), afirma que «el grado de calor
			que podrá tener del o del estaño en fusión (232º), e incluso más fuerte, o 
			sea, tal que los vasos puedan aguantarlo sin romperse, debe ser 
			considerado un calor templado. Por ahí –dice-empezaréis vuestro 
			grado de calor propio para el reino en que la naturaleza os ha 
			dejado». En su decimoquinta regla, Philaléthe insiste en esta 
			importante cuestión; después de advertir que el artista debe operar 
			sobre cuerpos minerales y no sobre sustancias orgánicas, se expresa 
			así.  
			  
			 (2) La Lumiere sortant par soy-mesme des Ténèbres, París, d’Houry, 
			1687, capítulo III, pág. 30.  
			 (3) Régles du Philalèthe pour se 
			conduire dans l´oeuvre hermétique, en Historie de la Philosophie 
			hermétique, de Lenglet-Dufresnoy. París, Coustelier, 1742, t. II. 
			plomo (327º)  
				
				«Es preciso que el agua de nuestro lado hierva con las cenizas del 
			árbol de Hermes; os exhorto a 
			hacerla hervir noche y día sin cesar, a fin de que, en las obras de 
			nuestro mar tempestuoso, pueda 
			subir la naturaleza celeste y descender la terrestre. Pues os 
			aseguro que, si no la hacemos: hervir, no 
			podremos llamar jamás a nuestra obra una cocción, sino una 
			digestión»  
			 Junto al fuego de rueda, señalaremos un pequeño motivo esculpido a 
			la derecha del mismo pórtico y el cual afirma G,I. Durand que es una 
			copia del séptimo medallón de París. He aquí lo que dice este autor 
			(t. 1, pág. 336):  
				
				«Messieurs Jourdain y Duval llamaron Inconsta este vicio opuesto a 
			la Perseverancia; pero nos parece que la palabra Apostasía, 
			propuesta por el abate Roze, conviene más al tema representado.
			Es un personaje de cabeza descubierta, imberbe y tonsurado, clérigo 
			o monje, vest traje que le llega a
			mitad de las piernas, provisto de capucha, y que sólo difiere del 
			que lleva el clérigo del grupo de la 
			Cólera en el cinturón que lo ciñe. Arrojando a un lado el calzón y 
			los zapatos, una especie de botas 
			de media caña, parece alejarse de una bella iglesuca de ventanas 
			largas y estrechas, de campanario
			cilíndrico y puerta en arco que se percibe a lo lejos» (Iám. XXXIV). 
				 
				
				 
			 En una llama Durand:  
				
				«En el
			pórtico principal de Nótre-Dame de París, el apóstata deja sus 
			vestiduras dentro de la iglesia; en el
			vitral de la propia iglesia, se encuentra fuera y tiene claramente 
			la actitud del hombre que huye. En 
			Chartres, se ha desnudado enteramente y sólo aparece cubierto con la 
			camisa. Ruskin observa que,
			en las miniaturas de los siglos XII y XIII, el loco infiel es 
			siempre representado descalzo.»  
			 En cuanto a nosotros, no encontramos la menor correlación entre el 
			motivo de París y el de 
			Amiens. Mientras aquél simboliza el comienzo de la Obra, éste, por 
			el contrario, expresa su terminación. La iglesia es más bien un 
			atanor, y su campanario, que contradice las reglas más elementales 
			de la arquitectura, el horno secreto que encierra el huevo 
			filosofal. Este horno está provisto de aberturas a través de las 
			cuales observa el artífice las fases del trabajo. Se olvidó un 
			detalle importante y muy característico: nos referimos al arco de 
			bóveda vaciado en el basamento. Pues es difícil admitir que una 
			iglesia puede estar construida sobre bóvedas visibles, de modo que 
			parece descansar sobre cuatro pies. No es menos aventurado asimilar 
			a una prenda de vestir la masa ligera que el artista señala con el 
			dedo.  
			 Estas razones nos han llevado a pensar que el motivo de Amiens es 
			fruto del simbolismo hermético y
			representa la cocción, así como el aparato ad hoc. El alquimista 
			señala, con la mano derecha, el saco
			del carbón, y el abandono del calzado muestra hasta qué punto hay 
			que llevar la prudencia y el 
			silencio en este trabajo oculto. En cuanto al ligero indumento del 
			artífice en el motivo de Chartres, se explica por el calor 
			desprendido del horno.
 
			  
			 En el cuarto grado de fuego, operando por la 
			vía seca, se hace necesario mantener una temperatura próxima a los 
			1.200º, indispensable también en la proyección. Nuestros modernos 
			obreros de la industria metalúrgica visten también a la sencilla 
			manera del alquimista de Chartres. En verdad que nos complacería 
			mucho saber la razón por la cual sienten los apóstatas la necesidad 
			de despojarse de sus vestiduras al alejarse del templo. Precisamente 
			hubiera debido dársenos esta razón, si se quería mantener y explicar 
			la tesis formulada por los citados autores.  
			 Ya hemos visto que, en Nótre-Dame de París, el atanor torna 
			igualmente la forma de una torrecilla levantada sobre bóvedas. 
			Huelga decir que era imposible, esotéricamente, reproducirlo tal 
			como era en el laboratorio. Se limitaron, Pues, a darle una forma 
			arquitectónica, sin suprimir, empero, sus características, capaces 
			de revelar su verdadero destino. En él encontramos las partes 
			constituyentes del hornillo alquímico: cenicero, torre y cúpula. 
			Desde luego, los que hayan consultado las estampas antiguas -y en 
			particular los grabados en madera de la Pírotecnia que Jean Liébaut 
			insertó en su tratado (4) - no se dejarán engañar por las 
			apariencias.
 
			  
			 (4) Véase Jean Liébaut, Quatre Livres des Secrets de Médecine et 
			Philosophie Chimique.
			París, Jacques du Puys, 1579, págs. 17 y 19.  
			 Los hornos son representados en forma de torreones, con sus glacis, 
			sus almenas y sus troneras. Algunas combinaciones de estos aparatos 
			llegan a tomar el aspecto de edificios o de pequeñas fortalezas de 
			los que salen picos de alambique y cuellos de retorta.
 
			 Contra el pie derecho del pórtico principal volvemos a encontrar, en 
			un trébol de cuatro hojas empotrado, la alegoría del gallo y la 
			zorra, tan apreciada por Basílio Valentín. El gallo está posado en 
			una rama de roble, que la zorra tarta de alcanzar (Iám. XXXV). Los 
			profanos verán en ello el tema de una fábula muy popular en la Edad 
			Media, la cual, según Jourdain y Duval, sería prototipo de la del 
			cuervo y la zorra. Pero «no se ve -añade G. Durand- el o los perros 
			que son complemento de la fábula». Este detalle típico no parece 
			haber llamado la atención a los autores sobre el sentido oculto del 
			símbolo. Y, sin embargo, nuestros antepasados, traductores exactos y 
			meticulosos, no habrían dejado de hacer figurar a aquellos actores, 
			si se hubiese tratado de una escena conocida de una fábula.
 
			
			 
			 Tal vez convendría desarrollar aquí el sentido de la imagen, en 
			favor de los hijos de la ciencia, 
			nuestros hermanos, más de lo que creímos oportuno hacerlo a 
			propósito del mismo emblema 
			esculpido en el pórtico parisiense. Más adelante explicaremos la 
			estrecha relación existente entre el 
			gallo y el roble, que tiene su analogía en el lazo familiar. De 
			momento, diremos tan sólo que el gallo y 
			la zorra no son más que un mismo jeroglífico que abarca dos estados 
			físicos distintos de una misma
			materia. Lo que primero salta a la vista es el gallo, o porción 
			volátil, y, por consiguiente, activa y
			llena de movimiento, extraída del sujeto, el cual tiene el roble por 
			emblema.    
			Aquí está nuestra
			famosa fuente, cuya agua clara brota del pie del árbol sagrado, tan 
			venerado por los druidas, y la cual 
			fue llamada Mercurio por los antiguos filósofos, aunque no tenga el 
			menor parecido con el 
			azogue vulgar. Pues el agua que nosotros necesitamos es seca, no 
			moja las manos y sale de la roca al
			ser ésta golpeada por la vara de Aarón. Tal es la significación 
			alquímica del gallo, emblema de 
			Mercurio para los paganos y de la resurrección para los cristianos. 
			Este gallo, por muy volátil que 
			sea, puede convertirse en el Fénix-Antes, empero, debe tomar el 
			estado de fijeza provisional que 
			caracteriza el símbolo del raposo, nuestra zorra hermética. Es 
			importante saber, antes de
			emprender la práctica, que el mercurio contiene en sí todo lo 
			necesario para el trabajo.  
				
				«¡Bendito
			sea el Altísimo -exclama Geber-, que creó este mercurio y le dio una 
			naturaleza a la cual nada puede resistirse! Pues, sin él, por mucho 
			que hiciesen los alquimistas, su labor sería inútil.»  
			Es la única 
			materia que nos hace falta. En efecto, esta agua seca, aunque 
			enteramente volátil, puede, si se descubre el medio de retenerla 
			largo tiempo al fuego, hacerse lo bastante fija para resistir un 
			grado de calor que habría sido suficiente para evaporarla en su 
			totalidad. Entonces cambia de emblema, y su resistencia al fuego y 
			su calidad de pesada hacen que se le atribuya la zorra como símbolo 
			de su nueva naturaleza.    
			El agua se ha convertido en tierra y el 
			mercurio, en azufre. Sin embargo, esta tierra, a pesar de la bella 
			coloración que ha tomado en su prolongado contacto con el fuego, no 
			serviría de nada en su forma seca; un viejo axioma nos enseña que 
			toda tintura seca es inútil en su sequedad,, conviene, pues, 
			disolver de nuevo esta tierra o esta sal en la misma agua de la que 
			nació, o, lo que viene a ser lo mismo, en su Propia sangre, a fin de 
			que vuelva a ser volátil y de que la zorra adquiera de nuevo la 
			complexión, las alas y la cola del gallo.    
			A través de una segunda 
			operación, parecida a la anterior, el compuesto se coagulará de 
			nuevo y volverá a luchar contra la tiranía del fuego; pero, esta 
			vez, en la propia fusión y no ya a causa de su calidad de seca. Así 
			nacerá la primera piedra, no absolutamente fija ni absolutamente 
			volátil, pero sí bastante permanente al fuego y muy penetrante y muy 
			fusible, propiedades que será necesario aumentar mediante una 
			tercera reiteración de la misma técnica. Entonces, el gallo, 
			atributo de san Pedro, piedra verdadera y fluyente sobre la que 
			descansa el edificio cristiano, el gallo habrá cantado tres veces.
			 
			Pues es él, el primer Apóstol, quien posee las dos llaves enlazadas 
			de la solución y la coagulación; él es el símbolo de, la piedra 
			volátil que el fuego convierte en fija y densa al, precipitarla. 
			Nadie ignora que san Pedro fue crucificado cabeza abajo...
 
			Entre los bellos motivos del pórtico norte, o de Saint-Firmin, casi 
			enteramente ocupado por el zodíaco y las correspondientes escenas 
			bucólicas o domésticas, señalaremos dos interesantes bajo relieves. 
			El primero de ellos representa,, una ciudadela cuya puerta, maciza y 
			con cerrojos, está flanqueada de torres almenadas, entre las cuales 
			se levantan dos pisos de construcciones; un tragaluz enrejado adorna 
			el basamento.
 
			¿Será el símbolo del esoterismo filosófico, social, moral religioso 
			que se revela y se desarrolla a lo largo ciento quince tréboles de 
			cuatro hojas? ¿O debe más bien, en este motivo del año 1225, la idea 
			madre de la Fortaleza alquímica, recuperada y modificada por 
			Khunrath en 1609? ¿O será el Palacio, misterioso y cerrado, del rey 
			de nuestro Arte, de que hablan Basilio Valentin y Philalèthe? Sea lo 
			que fuere, ciudadela o mansión real, el edificio, de aspecto 
			imponente y rudo, produce una verdadera impresión de fuerza y de 
			inexpugnabilidad.
   
			Construido para conservar algún tesoro o para 
			guardar algún secreto importante, parece como si no se pudiera 
			entrar en él más que poseyendo la llave de las sólidas cerraduras 
			que lo protegen de toda fractura. Tiene algo de prisión y de 
			caverna, y la puerta da la impresión de algo siniestro y amenazador, 
			que nos hace pensar en la entrada del Tártaro:
			Los que aquí entráis, perded toda esperanza.  
			El segundo trébol de cuatro hojas, colocado inmediatamente debajo de 
			aquél, nos muestra unos árboles muertos, con sus nudosas ramas 
			torcidas y entrelazadas, bajo un firmamento deteriorado, pero en el 
			que se distinguen todavía las imágenes del sol, de la luna y de 
			algunas estrellas lámina XXXVI).
 
			
			 
			Este terna hace referencia a las materias primas del gran Arte, 
			planetas metálicos a los que el 
			fuego, nos dicen los 
			filósofos, ha causado la muerte, y a los que la fusión ha hecho 
			inertes, sin poder vegetativo, como los árboles en invierno.Por esto los Maestros nos han recomendado tantas veces que los 
			recrudezcamos, proporcionándoles, con la forma fluida, el agente 
			propio que perdieron en la reducción metalúrgica.
 
 Pero, ¿dónde encontrar este agente? Éste es el gran misterio que 
			hemos rozado a menudo en el curso de este estudio, troceándolo al 
			azar de los emblemas, a fin de que sólo el investigador perspicaz 
			pueda conocer sus cualidades e identificar su sustancia. No hemos 
			querido seguir el viejo método, por el cual se decía una verdad, 
			expresada parabólicamente, acompañada de una o de varias alegaciones 
			espaciosas o adulteradas, para desorientar al lector incapaz de 
			separar la buena mies de la cizaña. Ciertamente, se podrá discutir y 
			criticar este trabajo, más ingrato de lo que pudiera creerse; pero 
			estamos seguros de que jamás se nos podrá acusar de haber escrito un 
			solo embuste. Según se afirma, no todas las verdades son buenas para 
			ser dichas; mas, a pesar de esta máxima, nosotros entendemos que es 
			posible hacerlas comprender empleando cierta finura en el lenguaje.
   
			«Nuestro Arte -decía ya Artephius-es enteramente cabajístico»: y, 
			efectivamente, la Cábala nos ha sido siempre de gran utilidad. Nos 
			ha permitido, sin alterar la verdad, sin desnaturalizar la 
			expresión, sin falsificar la Ciencia ni perjurar, decir muchas cosas 
			que uno buscaba en vano en los libros de nuestros predecesores. En 
			ocasiones, ante la imposibilidad en que nos hallábamos de ir más 
			lejos sin violar nuestro juramento, preferimos el silencio a las 
			alusiones engañosas, el mutismo al abuso de confianza. Piénsese, por 
			ejemplo, en lo que podemos decir aquí, ante el Secreto de los 
			Secretos, ante este Verbum dimissum del que hemos hecho ya mención, 
			y que Jesús confió a sus Apóstoles, según el testimonio de san Pablo 
			(5):  
				
				«yo he sido hecho ministro de la Iglesia por voluntad de Dios, el 
			cual me ha enviado a vosotros 
			para cumplir SU PALABRA. Es decir, el SECRETO que ha estado oculto 
			desde todos los 
			tiempos y todas las edades, pero que ahora-, manifiesta a aquellos 
			que considera dignos.»  
			(5) San Pablo, Epístola a los colosenses, cap. I, v. 25 y 26.
			 
			¿Qué podemos decir nosotros, sino alegar el testimonio de los 
			grandes maestros que, también ellos, han tratado de explicarlo?
 
				
				«El Caos metálico, producto de las manos de la Naturaleza, contiene 
			en sí todos los metales y no es en modo alguno metal. Contiene el 
			oro, la plata y el mercurio; sin embargo, no es oro, ni plata, ni 
			mercurio» (6).  
			Este texto es claro. Pero, ¿preferís el lenguaje 
			simbólico? Haymon (7) nos da un ejemplo de él cuando dice: 
			 
				
				«Para obtener el primer agente, hay que trasladarse a la parte 
			posterior del mundo, donde se oye retumbar el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia; 
			allí se encontrará la cosa, si uno la
 busca.»
 
			(6) Le Psautier d´Hermophile, en Traités de la Transmutation des 
			Métaux. Mans. anón. del sigio xviii, estrofa XXV. (7) Haymon, Epístola de Lapidibus Philosophicis. Tratado 192, t. IV 
			del’ Theatrum Chemicum.
			Argentorati, 1613.
   
			Todas las descripciones que nos han dejado los filósofos de su 
			sujeto, o materia prima que 
			contiene el agente indispensable, son sumamente confusas y 
			misteriosas. He aquí algunas, escogidas entre las mejores. 
			El autor del comentario sobre La Luz saliendo de las Tinieblas 
			escribe, en la página 108:  
				
				«La
			esencia en la cual, mora el espíritu que buscamos está injertada y 
			grabada en él, aunque con rasgos y 
			facciones imperfectos; lo mismo dice Ripleus el Inglés al comienzo 
			de sus Doce Puertas y Aegidius
			de Vadis en su Diálogo de la Naturaleza, hace ver claramente, y como 
			en letras de oro que ha
			quedado, en este mundo, una porción de este primer Caos, conocida, 
			pero despreciada por alguien, 
			y que se vende públicamente.»  
			Y el mismo autor, añade, en la página 
			263, que  
				
				«este sujeto se
			encuentra en muchos lugares y en cada uno de los tres reinos; pero, 
			si consideramos la posibilidad de 
			la Naturaleza, es cierto que sólo la naturaleza metálica debe ser 
			ayudada de la Naturaleza y por la 
			Naturaleza; así, pues, sólo en el reino mineral, 
			donde reside la simiente metálica, debemos buscar el sujeto adecuado 
			para nuestro arte.»    
				«Hay una piedra de gran virtud –dice a su vez Nicolás Valois (8)-, y 
			es llamada piedra y no es 
			piedra, y es mineral, vegetal y animal, que se encuentra en todos 
			los lugares y en todos los tiempos, y 
			en todas las personas.»  
			Flamel (9) escribe de modo parecido: 
			 
				
				«Hay una piedra oculta, 
			escondida y enterrada en lo más
			profundo de una fuente, la cual es vil, abyecta y en modo alguno 
			apreciada; y está cubierta de fiemo y
			de excrementos; a la cual, aunque no sea más que una, se le dan toda 
			clase de nombres. Porque, dice 
			el sabio Morien, esta piedra que no es piedra está animada, teniendo 
			la virtud de procrear y
			engendrar. Esta piedra es blanca, pues toma su comienzo, origen y 
			raza de Saturno o de Marte, el 
			Sol y Venus; y si es Marte, Sol y Venus ... »  
				«Existe -dice Le Breton (10)- un mineral conocido de los verdaderos 
			Sabios que lo ocultan en sus
			escritos bajo diversos nombres, el cual contiene en abundancia lo 
			fijo y lo volátil.»
 
				«Los Filósofos hicieron bien -escribe un autor anónimo (11)-en 
			ocultar este misterio a los ojos de aquellos que sólo aprecian las 
			cosas por el uso que les han dado; pues, si conociesen, o si se les 
			revelase abiertamente la Materia, que Dios se ha complacido en 
			ocultar en las cosas que a ellos les parecen útiles, las tendrían en 
			mayor estima.» He aquí una idea parecida a otra de la Imitación 
			(12), con la que pondremos fin a estas citas abstrusas: «Aquel que 
			estima las cosas en lo que valen, y no las juzga según el mérito o 
			el aprecio de los hombres, posee la verdadera Sabiduría.»
 
			(8) Obras de N. Grosparmy y Nicolas Valois, mans. cit., pág. 140.
			(9) Nicolas Flamel, Original du Désir désiré, o thrésor de 
			Philosophie. París, Hulpeau, 1629, pág.
			144.
 (10) Le Breton, Clefs de la Philosophie Spagyrique. París, Jombert, 
			1722, página 240.
 (11) La Clef du Cabinet hermétique, mans., cit., pág. 10.
 (12) Imitación de Cristo, lib. II, cap. 1, v. 6.
   
			Y volvamos 
			ahora a la fachada de Amiens.  
			El maestro anónimo que esculpió los medallones del pórtico de la 
			Virgen-Madre interpretó de 
			modo muy curioso la condensación del 
			espíritu universal; un Adepto contempla un raudal de rocío celeste 
			que cae sobre una masa que numerosos autores consideran que es un 
			vellón. Sin impugnar esta opinión, es igualmente verosímil suponer 
			que se trata de un cuerpo diferente, tal como el mineral designado 
			con el nombre de Magnesia o de Imán filosófico. Se observará que el 
			agua cae únicamente sobre el objeto de referencia, lo cual parece 
			expresar la existencia de una virtud de atracción oculta en este 
			cuerpo, cosa que no sería baladí tratar de establecer (lámina XXXVII).
 
			
			 
			Creemos que éste es el lugar adecuado para rectificar ciertos 
			errores cometidos a propósito de un vegetal simbólico, el cual, 
			tomado a la letra por alquimistas ignorantes, contribuyó. en gran 
			manera a desacreditar la alquimia y a ridiculizar a sus partidarios. 
			Nos referimos al Nostoc. Esta criptógama, conocida por todos los 
			campesinos, se encuentra en el campo por todas partes, ora sobre la 
			hierba, ora sobre el suelo, en los campos de labor, al borde de los 
			caminos o en la orilla de los bosques.    
			En primavera, muy de mañana, 
			las encontramos voluminosas, hinchadas de rocío nocturno. 
			Gelatinosas y temblorosas -de ahí su nombre de tremelas-, tienen a 
			menudo un color verdoso y se secan con tal rapidez bajo la accion 
			acción de los rayos solares, que se hace imposible encontrar su 
			rastro en el mismo lugar en que se mostraban pocas horas antes. 
			Todas estas características combinadas aparición súbita, absorción 
			del agua e hinchazón, coloración verde, consistencia blanda y 
			pegajosapermitieron a los filósofos tomar esta alga como tipo 
			jeroglífico de su materia.    
			Ahora bien, es sumamente probable que lo 
			que vemos en el trébol de cuatro hojas de Amiens, absorbiendo el 
			rocío celeste, sea un amasijo de plantas de este género, símbolo de 
			la Magnesia mineral de los Sabios. No nos detendremos mucho en los 
			múltiples nombres aplicados al Nostoc y que, en la mente de los 
			Maestros, designaban únicamente su principio mineral: Principio 
			vital celeste, Salivazo de Luna, Mantequilla de tierra, Grasa de 
			rocío, Vitriolo vegetal, Flos Coeli, etc., según la considerasen 
			como receptáculo del Espíritu universal, o como materia terrestre, 
			exhalada desde el centro en estado de vapor y coagulada después por 
			enfriamiento al entrar en contacto con el aire.  
			Estos términos extraños, que tienen, sin embargo, su razón de ser, 
			hicieron olvidar la 
			significación real e inicíática del
			Nostoc. Esta palabra procede del griego Yve, PvXTog, equivale al 
			latino nox, noctis, la noche. Es, pues, una cosa que nace por la 
			noche, que tiene necesidad de la noche para desarrollarse y que sólo 
			de noche puede ser utilizada. De esta manera, nuestro sujeto queda 
			admirablemente oculto a las miradas profanas, aunque pueda ser 
			fácilmente distinguido y manipulado por aquellos que poseen un 
			conocimiento exacto de las leyes naturales. Pero, ¡cuán pocos, ay, 
			se toman el trabajo de reflexionar y siguen siendo simples en su 
			razonamiento!
 
			Decidnos, vosotros que tanto habéis laborado ya: ¿qué pretendéis 
			hacer con vuestros hornillos 
			encendidos, con vuestros 
			numerosos, variados e inútiles utensilios? ¿Esperáis realizar una 
			verdadera y entera creación? No, 
			por cierto, puesto que la facultad de crear sólo pertenece a Dios, 
			único Creador. Entonces, lo que 
			deseáis provocar en el seno de vuestros materiales es una 
			generación. Pero, en este caso, necesitáis 
			la ayuda de la Naturaleza, y podéis estar seguros de que esta ayuda 
			os será negada si, por mala suerte 
			o por ignorancia, no ponéis a la Naturaleza en condiciones de 
			aplicar sus leyes. ¿Cuál es, entonces, la condición Primordial, 
			esencial, para que pueda manifestarse una generación cualquiera?
 
			Responderemos por vosotros: la ausencia total de toda luz solar, 
			incluso difusa o tamizada. Mirad 
			a vuestro alrededor, interrogad a vuestra propia naturaleza. ¿Acaso 
			no observáis que, tanto en el 
			hombre como en los animales, la fecundación y la generación se 
			producen, gracias a cierta 
			disposición de los órganos, en una oscuridad completa, hasta el día 
			del nacimiento? ¿Es en la 
			superficie del suelo -a plena luz-, o dentro de la tierra -en la 
			oscuridad-, donde pueden germinar y 
			reproducirse las semillas vegetales? ¿Es el día o es la noche quien 
			vierte el rocío fecundante que las 
			alimenta y vigoriza? Observad las setas: ¿no nacen, crecen y se 
			desarrollan en la noche?
   
			Y, en
			cuanto a vosotros mismos, ¿no es acaso durante la noche, en el sueño 
			nocturno, que vuestro 
			Organismo repara sus pérdidas, elimina sus residuos y elabora nuevas 
			células y nuevos tejidos para 
			reemplazar lo que ha quemado, gastado y destruido la luz del día? 
			Incluso los trabajos de digestión, 
			de asimilación y de transformación de los alimentos en sangre y 
			sustancia orgánica, se realizan en la oscuridad. ¿Queréis hacer una 
			prueba?    
			Tomad unos cuantos huevos fecundados y hacedlos empollar en 
			una pieza bien iluminada; al término de la incubación, todos estos 
			huevos contendrán embriones muertos, más o menos descompuestos. Si 
			llega a nacer algún polluelo, será ciego, raquítico, y tardará muy 
			poco en morir. Tal es la influencia nefasta del sol, no sobre la 
			vitalidad de los individuos constituidos, sino sobre la generación. 
			Y no os imaginéis que tengamos que limitar a los reinos orgánicos 
			los efectos de esta ley fundamental de la Naturaleza creada. Incluso 
			los minerales, a pesar de sus reacciones menos visibles, se 
			encuentran sometidos a ella lo mismo que los animales y los 
			vegetales. Sabido es que la obtención de la imagen fotográfica se 
			funda en la propiedad que poseen las sales de plata de descomponerse 
			bajo la luz.    
			Estas sales recobran, pues, su estado metálico inerte, 
			mientras que, en el laboratorio oscuro, habían adquirido una 
			cualidad activa, viva y sensible. Dos gases mezclados, el cloro y el 
			hidrógeno, conservan su integridad mientras son tenidos a oscuras;
			se combinan lentamente bajo una luz difusa, y con, una explosión 
			brutal en el momento en que 
			interviene el sol. Un gran número de sales metálicas en disolución 
			se transforman o precipitan en más 
			o menos tiempo, a la luz del día. Así, el sulfato terroso se 
			convierte rápidamente en sulfato férrico, etc.  
			No hay que olvidar, pues, que el sol es el destructor por excelencia 
			de todas las sustancias 
			demasiado jóvenes, demasiado débiles para resistir su poder ígneo. Y 
			es esto tan cierto, que esta acción especial ha servido de 
			fundamento a un método terapéutico para la curación de afecciones 
			externas y para la rápida cicatrización de llagas y heridas. Ha sido 
			este poder mortal del astro sobre las células microbianas, en primer 
			lugar, y sobre las células orgánicas, a continuación, lo que ha 
			permitido instaurar el tratamiento fototerápico.
 
			Y ahora, trabajad de día si así os place; pero no nos echéis la 
			culpa si vuestros esfuerzos acaban 
			siempre en fracaso. Nosotros sabemos que la diosa Isis es la madre 
			de todas las cosas, que las
			lleva a todas en su seno, y que sólo ella es la dispensadora de la 
			Revelación y de la Iniciación. Profanos, que tenéis ojos para no ver 
			y oídos para no oír, ¿a quién dirigiríais, si no, vuestras 
			plegarias? ¿Ignoráis que sólo puede llegarse hasta Jesús por la 
			intercesión de su Madre; sancta Maria ora pro nobis? Y la Virgen es 
			representada, para vuestra instrucción, de pie sobre la media luna y 
			siempre vestida de azul, color simbólico del astro de la noche. 
			Podríamos decir mucho más acerca de esto, pero creemos que ya hemos 
			hablado bastante.
 
			Terminemos, pues, el estudio de los tipos herméticos originales de 
			la catedral de Amiens, señalando,
			a la izquierda del mismo pórtico de la Virgen-Madre, un pequeño 
			motivo angular con una escena de iniciación. El maestro Señala a 
			tres de sus discípulos el astro hermético del que tanto hemos 
			hablado, la estrella tradicional que sirve de guía a los filósofos y 
			les revela el nacimiento del hijo del sol (lám. XXXVIII).
 
			
			 
			Recordemos 
			aquí, a propósito de este astro, la divisa de Nicolas Rollin, 
			canciller de Felipe el Bueno, que fue pintada en 1447 en el 
			embaldosado del hospital de Beaune, fundado por él. Esta divisa, 
			presentada a la manera de un acertijo -Sola*-, daba testimonio de la 
			ciencia de su poseedor mediante el signo característico de la Obra, 
			la única, la sola estrella. 
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