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			extractos del libro de Javier Serra 
			 
			"El Secreto Egipcio de Napoleón"del Sitio Web
			
			LaIslaDigital
 
			
			 
			  
			Egipto. Giza, III 
			Década, Quintidi de Termidor 
			1 
			-¡ATRAPADO!   
			1 12 de 
			agosto de 1799 según el calendario republicano. Año VII de la 
			Revolución.  
			  
			El pulso del corso se aceleró 
			bruscamente, golpeando sus sienes con la fuerza de una maza. Todo 
			sucedió en un suspiro: primero, su cuerpo se desplomó como si algo 
			muy pesado tirara de él hacia el centro de la Tierra. A 
			continuación, sus pupilas se dilataron tratando desesperadamente de 
			buscar una brizna de luz, al tiempo que se tensaban cada uno de sus 
			músculos. 
				
				• ¡...Atrapado! -murmuró otra vez, 
				de bruces contra el suelo-. ¡Encerrado! ¡Sepultado en vida! El 
				soldado, consciente de que iba a morir, tragó saliva. 
			Estaba solo, aislado bajo toneladas de 
			piedra y sin un maldito mapa que indicara el camino de salida. Y la 
			amarga certeza de saberse sin yesca de repuesto ni agua amenazaba 
			con paralizarle de terror. 
			¿Cómo había podido ser tan torpe? ¿Cómo él, bregado en tantos 
			combates, recientísimo héroe que en Abukir acababa de humillar a sus 
			enemigos, se había olvidado de tomar un par de precauciones como 
			aquéllas? Su cantimplora y sus lámparas, cuidadosamente empaquetadas 
			en las alforjas de su montura, estaban definitivamente fuera de 
			alcance. Ya era tarde para lamentarse del descuido. De hecho, era 
			tarde para todo.
 
			El corso tardó un segundo más en reaccionar: dentro de aquella celda 
			de piedra, sumergido en un silencio que tenía algo de sacro, que era 
			doloroso, recordó de repente lo único que podría salvarle la vida: 
			confiar. Debía tener fe. Fe en la victoria, como cuando atravesó los 
			Alpes en dos semanas y conquistó Italia a golpe de batalla. O como 
			cuando derrotó a los austriacos en Puente de Arcole y Rivoli.
 
			Debía, pues, recuperar de inmediato aquella esperanza en su propio 
			destino que tantas veces le había sacado de apuros.
 
 
			¿Acaso no era aquella su asignatura 
			pendiente? ¿No era él quien tan a menudo se enorgullecía de haberse 
			entregado a un porvenir que creía escrito en alguna parte? ¿Por qué 
			no podría poner ahora su fe a prueba? 
			El militar, con el uniforme teñido de polvo, fue reaccionando poco a 
			poco. Su mente dio algunas órdenes rápidas y sencillas al cuerpo, 
			como mover los dedos de los pies dentro de sus botas de cuero, 
			apretar los dientes con fuerza o aclarar la garganta con toses 
			cortas y secas. Acto seguido, arrugó la nariz tratando de exprimir 
			algo de aire puro de aquella atmósfera secular. Estaba vivo, pero 
			tenía miedo.
 
			¿Miedo? ¿Era miedo la corriente que notaba ascender en espiral por 
			su columna? Y de no serlo, entonces... ¿qué? ¿Iba a dejarse dominar 
			precisamente ahora por las supersticiones que había oído de labios 
			beduinos acerca de los habitantes invisibles de las pirámides? 
			¿Podía, como le habían advertido, llegar a perder el juicio si 
			permanecía dentro de una de ellas mucho tiempo? ... ¿Y cuánto le 
			quedaba allí dentro? ¿La eternidad?
 
			El frío, un gélido temblor gestado en lo más profundo de su ser, se 
			apoderó de él clavándolo contra el empedrado. Algo -intuía- estaba a 
			punto de suceder. Jamás había sentido algo así. Fue como si una 
			miríada de finos alfileres de hielo atravesaran su uniforme y se le 
			clavaran despiadadamente en los huesos. La sangre había dejado de 
			correr por sus venas, y en sus ojos comenzaba a dibujarse un gesto 
			pétreo, agónico, que no miraba a ninguna parte.
 
			Durante unos segundos ni siquiera parpadeó. Temía que su corazón se 
			parara.
 
			Tampoco respiró.
 
			Cuando la angustia se había hecho ya con el control de sus actos, en 
			medio del frío y del desconcierto, sus pupilas creyeron distinguir 
			un tibio movimiento. En la penumbra, el corso forzó la mirada. 
			Primero se lo negó a sí mismo. No era posible que una nube de polvo 
			del desierto se hubiera colado tan adentro. Pero después se aferró a 
			aquella quimera con fiereza.
 
			  
			El soldado tuvo la clara sensación de 
			que en el fondo de la sala se habían dibujado las siluetas de al 
			menos dos personas, como si una brizna de sol hubiera calado las 
			piedras hasta hacerlas translúcidas, revelando así una presencia 
			oculta durante milenios. Al corso le costó identificarlas.  
			  
			Eran irreales, falsas, sin duda el 
			producto de una poderosa alucinación, pero tan vividas que, durante 
			un instante, calibró la posibilidad de echar a correr hacia ellas. 
				
				• ¿Quiénes... sois? -tartamudeó. 
			Nadie respondió. 
			Aquella visión se mantuvo estática, y luego, pausadamente, desdibujó 
			sus contornos hasta desvanecerse en medio de la negrura más 
			absoluta.
 
			¿Se estaba volviendo loco?
 
			¿Comenzaba a surtir efecto sobre él la maldición de la pirámide?
 
			¿Había o no alguien más en el interior de aquel colosal sepulcro? El 
			soldado tomó aire, haciendo un vano esfuerzo por poner la mente en 
			blanco y borrar aquel ensueño de su cabeza. Tal como le habían 
			enseñado en Nazaret, cerró los ojos y espiró aire profundamente. Fue 
			en vano.
 
			Ni por un segundo Napoleón Bonaparte, el gran general que 
			había liberado a Egipto del dominio mameluco, pudo sacudirse la idea 
			de que acababa de ser enterrado vivo. Y por primera vez en su vida, 
			desesperado, el temido Bonaparte se derrumbó.
 
			¿Soñaba? ¿Estaba muerto ya?
 
			Napoleón nunca supo el tiempo que permaneció inconsciente, tumbado 
			sobre las frías losas de la llamada Cámara del Rey. Cuando despertó 
			-ajeno aún a todo lo que se le avecinaba-, tuvo la extraña y absurda 
			certeza de que no estaba solo.
 
			Nunca supo explicarlo con palabras. No pudo. Pero durante el tiempo 
			en que permaneció inmóvil, el granito había desarrollado una 
			fantasmal fosforescencia a su alrededor.
 
				
				• ¡Aquí me tenéis!... -gritó 
				recordando a sus fantasmas-. ¡No os temo! ¡Manifestaos si os 
				atrevéis! 
			El vientre del monumento le ignoró. Su 
			eco era lo único vivo que había allá dentro. Napoleón comprendió que 
			no debía rendirse. A tientas, atrapó con el puño izquierdo sus 
			desordenados cabellos, los ató en una cola de caballo con el derecho 
			y dio un salto poniéndose en guardia. Aún estaba vivo. No podía 
			dejarse morir. No así. Una serie de sucesivos movimientos musculares 
			bien ensayados le devolvieron parte del calor perdido. Al momento 
			volvió a sentir que el hedor a murciélago que impregnaba toda la 
			pirámide se deslizaba otra vez por su garganta. 
			La visión de aquel brillo verdusco, breve, le había devuelto algunas 
			fuerzas. Aunque no recordaba habérselas visto antes con una 
			oscuridad semejante, jamás la ausencia de luz le había intimidado 
			tanto.
 
			¿Qué hacía allí? ¿Por qué, de repente, le asustaba tanto aquel 
			lugar? ¿No era acaso esa la misma pirámide a la que había dedicado 
			tantos elogios en presencia de sus generales? ¿No era ese el 
			monumento con cuyos bloques él podría construir un muro de un metro 
			de alto que rodeara toda Francia?
 
			Mientras tanteaba a su alrededor buscando una pared en la que 
			apoyarse, el corso repasó su situación. Bien pensado, su temor tenía 
			una única razón de ser: todo allá adentro, incluso el preciso 
			instante en que la última llama de su tea chisporroteó hasta 
			consumirse, parecía haber sido preparado a conciencia.
 
			  
			El crujido agónico del fuego, el aroma 
			del humo ascendiendo hasta el techo plano de granito que gravitaba 
			sobre su cabeza, incluso el impenetrable silencio que había llenado 
			la estancia un segundo después de hacerse la oscuridad, obedecía a 
			una meticulosa maniobra de los ancianos guardianes de Giza. O lo 
			parecía. 
			¿Acaso había caído el Sultán Kebir2 
			en una trampa?
 
			  
			2 Los 
			beduinos llamaron así a Napoleón al final de su estancia en Egipto. 
			Significa El Señor del Fuego, lo que, dadas las circunstancias, 
			terminó resultando muy adecuado. 
			El corso gruñó.
 
			No. No era eso. Los políticos del Directorio en París le habían 
			enseñado a estar preparado para una eventualidad tan humana como la 
			deslealtad. La voracidad por el poder de aquel puñado de hombres y 
			su probada falta de escrúpulos le habían entrenado para distinguir 
			los corazones falsos de los nobles.
 
			Tampoco se engañaba al desconfiar de los amables gestos de 
			aquiescencia de los imanes de El Cairo, cuando días atrás aceptaron 
			con abierta sonrisa sus poco creíbles pretensiones religiosas. Él 
			mismo, al regreso de su campaña contra Tierra Santa, se había 
			presentado a los líderes religiosos de la ciudad como la encarnación 
			del ser superior profetizado por el Corán. Aquel que había de llegar 
			de Occidente para continuar con la obra del Profeta... ¿Y si le 
			habían llevado allí para castigar su blasfemia?
 
			Napoleón quiso hacer memoria: Elías Buqtur, el hábil 
			intérprete copto que le había servido de guía desde su desembarco en 
			Egipto, le había conducido a las lindes del desierto con la promesa 
			de revelarle algo extraordinario. El Nilo acababa de desbordarse, 
			esparciendo su generoso limo por los campos del Delta. El pueblo 
			celebraba la bendición de su río, y el peso de los dátiles en sus 
			palmeras llenaba de vida todo el valle. Pero a Elías, un varón con 
			cara de palo, aquello parecía darle igual. Insistió en llevarle ese 
			ocaso a las afueras de la ciudad, al interior de la más grande de 
			las pirámides de Giza, e iniciarle en sus arcanos secretos.
 
				
				«Quien domine la pirámide, dominará 
				el Universo», le anunció de camino.  
			En cierto modo, Napoleón estaba seguro 
			de que aquello era una gran verdad. Quizá, la verdad. Tan extraña 
			invitación, formulada en el despacho que Bonaparte había instalado 
			cerca del lago Azbakiya, llevaba horas obsesionándole. Elías, 
			sobrino predilecto de su fiel general Jacob Tadrus, cabecilla 
			con honores de la Legión Copta del ejército francés, no tendría por 
			qué engañarle en algo tan aparentemente inofensivo. 
			¿O sí?
 
			Napoleón lo recordaba perfectamente: con su mirada astuta, su piel 
			blanquísima, brillante, y su barbita afilada cubriéndole un mentón 
			anguloso y fuerte, Elías le advirtió que su asistencia al rito de la 
			pirámide era fundamental.
 
				
				«Nadie debe saber que venís», dijo 
				muy serio.    
				«Sólo por vuestra insistencia, el 
				general Kléber tiene la bendición necesaria de los dioses para 
				serviros de escolta, siempre que se mantenga a una distancia 
				prudencial de vos. Pero si decidís desoírme, puedo aseguraros 
				que lo que ha de revelarse no se manifestará.»  
			Napoleón, insólito en él, se fió. Ni 
			siquiera prestó atención a la alusión de su intérprete a los dioses. 
			Elías -eso pensaba- era un copto estricto. Pero ¿qué era lo que 
			había de manifestársele en la Gran Pirámide? ¿Se refería a la muda 
			visión que acababa de presenciar? Y en ese caso, ¿cómo podía saber 
			Buqtur... ? 
			Escoltado por un pequeño grupo de hombres, cuatro pollinos cargados 
			de mantas, agua y bananas, Napoleón atravesó en una gran barcaza la 
			aldea de Nazlet el-Sammam a la puesta del sol. Después de remontar 
			la depresión en la que descansa la Esfinge, se dirigió a caballo 
			hacia la mayor de las pirámides del lugar. Eran auténticas montañas 
			artificiales, diseñadas por arquitectos de un mundo perdido que 
			pretendían desafiar al tiempo.
 
			  
			Aquel atardecer de verano, solemne como 
			ninguno en Giza, el astro rey teñía de oro viejo las ruinas 
			milenarias. 
				
				• Mi general-dijo Buqtur en un 
				francés exquisito, en cuanto lo condujo a la cámara más elevada 
				del monumento a través de una serie de angostos pasajes- antes 
				de revelaros lo que vos tanto anheláis, debéis vaciar vuestra 
				alma y dejársela pesar al eterno celador de este lugar. Y eso, 
				señor, lo haréis solo.• ¿Solo?
 
			Elías asintió muy serio. 
				
				• Siempre ha sido así. Desde la 
				época de los faraones hasta la llegada de los musulmanes. Es la 
				ley. 
			Así lo hicieron César o Alejandro el 
			macedonio, y ambos llegaron a convertirse en señores de Egipto. Así 
			lo debéis hacer vos. 
			Y el general, sin entender muy bien lo que quería decirle su 
			intérprete, aceptó una vez más.
 
			¿Cómo había podido ser tan temerario?, se reprendía ahora.
 
			Bonaparte podía aún adivinar en las negras pupilas de Buqtur cierto 
			temor supersticioso. Quizá el mismo que había llevado a los 
			mamelucos derrotados en El Cairo a llamarle Bunabart el Diabólico, 
			imaginándoselo como una especie de djinn, de espíritu 
			maléfico, provisto de uñas largas y afiladas, capaz de petrificar a 
			sus enemigos con sólo mirarlos. El circunspecto Elías, pese a haber 
			tratado de cerca durante meses a Napoleón, seguía sin estar del todo 
			seguro de si aquella impresión de los viejos señores de La Madre del 
			Mundo3 fuera nada más 
			que una fantasía.
 
			Su familia llevaba generaciones guiando a los iniciados hasta las 
			entrañas del Templo de Saurid4, 
			pero nunca su padre o su abuelo le habían hablado de un candidato de 
			rasgos tan poderosos como aquél.
 
				
				• ¿Dónde me esperarás, Elías? -le 
				increpó el corso al intuir que iba a dejarle solo allá dentro. 
			3 Así se 
			conoce a El Cairo desde que el cuento del médico judío de Las mil y 
			una noches se refiriera de ese modo a la ciudad de las pirámides.4 Los árabes llamaban de este modo a la 
			Gran Pirámide, atribuyéndola a cierto rey Saurid del que afirmaban 
			no conocer nada. Los antiguos egipcios, en cambio, la llamaban El 
			Horizonte Luminoso de Jufu, esto es, del mismo monarca que los 
			griegos rebautizarían más tarde como Keops. Los coptos siempre 
			guardaron silencio al respecto...
 
				
				• Afuera, señor.• ¿Vos también, Auguste?-dijo después mirando al general Kléber 
				bajo la inestable luz de su antorcha.
 • También, mi general.
 
			Dicho y hecho. Cuando la raída galabeya 
			negra del guía y la casaca azul de su general se perdieron por el 
			pasadizo que les había conducido hasta allí, Napoleón apenas tuvo un 
			par de minutos para situarse. Pasado ese tiempo, como si lo hubieran 
			calculado todo con precisión de relojero, su antorcha murió. 
			Bonaparte se estremeció. Fue como si las puertas de la pirámide se 
			hubieran cerrado de golpe y para siempre.
 
			La oscuridad cubrió el recinto sin miramiento: la entrada al lugar, 
			las dos pequeñas aberturas cuadradas practicadas en las paredes 
			norte y sur de la sala que se perdían muro adentro con destino 
			incierto, así como el gran cofre de granito que presidía la 
			estancia, se sumergieron en una noche repentina y densa.
 
			  
			Todo había quedado cubierto por aquel 
			espeso velo negro. De hecho, el arcón era lo único que había llamado 
			su atención. Se trataba de un tanque suficientemente holgado como 
			para recibir a un hombre en su interior.  
			  
			¿Era allí donde debía vaciar su alma? ¿A 
			oscuras? ¿Sería en ese lugar donde se determinaría su «peso»? Y en 
			ese caso, ¿cómo? 
				
				• La pirámide os guiará -le había 
				advertido Elías Buqtur horas antes, sin anunciarle que le 
				abandonaría a su suerte-. Dejaros llevar por el sagrado poder 
				que legaron a la posteridad los antiguos señores de Egipto. No 
				os resistáis. No tratéis de comprender. Aceptad sólo lo que os 
				llegue. 
			Napoleón a duras penas podía imaginar 
			que un cofre tan simple hubiera albergado alguna vez el cadáver de 
			un rey. Y que una habitación tan austera hubiera sido en tiempos el 
			sepulcro de un faraón. Fue un error. Perfectamente rectangular y 
			construida con grandes bloques de piedra milimétricamente encajados 
			entre sí, la grandeza del lugar necesitaba cierto tiempo y capacidad 
			de observación para ser apreciada en su justa medida.  
			  
			La perfección de sus formas, su acabado 
			armonioso y sencillo, la ausencia de inscripciones o adornos 
			superfinos, parecían propios del santuario de una poderosa divinidad 
			dormida, abandonado mucho antes de que el gran Alejandro llegara al 
			Nilo, y probablemente saqueado una y mil veces antes de la visita 
			del corso. 
			La idea le inquietó.
 
			Con meditada suavidad, casi por instinto, palpó el extremo izquierdo 
			de su fajín en busca de la empuñadura del sable. El mango frío le 
			tranquilizó. Si le salía al paso algún imprevisto, sabría 
			defenderse.
 
			  
			Pero ¿defenderse de quién? ¿O de qué? 
			¿Acaso no le había advertido Elías que su peor enemigo allá dentro, 
			acaso el más terrible de sus adversarios, sería él mismo? ¿No era 
			aquella una más de las pruebas que le tenía reservada la misteriosa 
			hermandad en la que militaban su intérprete y - ya no lo ponía en 
			duda- su propio general Kléber? ¿O quizá se había confiado demasiado 
			al acompañarlos solo, sin escolta, hasta la peligrosa meseta de Giza, 
			donde ningún extranjero se atrevía a adentrarse sin una fuerte 
			protección militar? 
			Y decidido, el joven general buscó a tientas el tacto liso y gélido 
			del granito. Tras localizar los perfiles del tanque exactamente 
			donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos, tumbándose a 
			todo lo largo que era en su interior. No podía perder nada. Estaba 
			dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se sucedieran sin su 
			intervención y resolver aquella embarazosa situación por la más 
			pasiva de las vías.
 
				
				• ¿Qué quiso decir Elías con que 
				vaciara aquí mi alma para dejármela pesar? -se preguntó mientras 
				apoyaba su espalda contra el fondo del tanque. 
			Fue entonces cuando Napoleón 
			Bonaparte, el líder de las tropas de ocupación de Egipto, hizo 
			un descubrimiento terrible: aquel ataúd tenía exactamente sus 
			medidas... 
			  
			
			XXIX
 
			III Década, Quintidi de Termidor 
			A primera hora de la mañana
 El viaje hasta Giza se hizo a bordo de una enorme barcaza, 
			engalanada con la bandera tricolor de la República. Al subir a bordo, 
			Napoleón recordó lo vanos que habían sido sus esfuerzos por 
			implantar aquella enseña entre los egipcios. Éstos rechazaban todo 
			lo que oliera a infiel, incluyendo las festividades republicanas y 
			los pomposos desfiles galos. Sobre la cubierta aguardaban el general 
			Kléber, una escolta de veinticinco hombres con sus mosquetes 
			cargados, Elías Buqtur, el capitán de la embarcación y cuatro asnos 
			con sus alforjas cargadas de agua y víveres.
 
			Atento, el capitán informó al corso que atravesarían El Cairo 
			navegando plácidamente
			entre los antiguos canales de regadío del Nilo hasta alcanzar Giza. 
			El desbordamiento
			anual de sus aguas permitía en esas fechas una experiencia única: 
			parte de la ciudad se
			convertía en una especie de Venecia oriental, inundando casas, 
			mezquitas, calles y
			almacenes. No importaba. Para los egipcios, aquello llevaba siglos 
			siendo señal de
			bendición y de fertilidad.
 
			  
			El país tenía garantizado otro año de 
			abundantes cosechas y
			riqueza. Incluso -advirtió- no sería extraño encontrar en el camino 
			a muchas familias
			cairotas celebrando en los tejados de sus casas que las sagradas 
			aguas del Nilo habían anegado todo cuanto poseían. 
				
				• Si me lo permitís, debo haceros una pregunta, mi general. 
			Auguste Kléber había esperado a que el responsable del barco 
			terminara con sus ceremoniosas explicaciones antes de dirigirse, a 
			solas, a Bonaparte. 
				
				• Os escucho, Auguste.• Habéis aceptado someteros a un ritual mágico, cuyo alcance último 
			desconocemos todos nosotros. Vamos a cruzar una zona potencialmente 
			hostil, y no quisiera que nos viéramos envueltos en una emboscada. 
			Además, sabéis tan bien como yo que la magia de este pueblo es 
			poderosa. Muy poderosa.
 • No debéis preocuparos por eso. Voy protegido.
 • Eso precisamente quería preguntaros: ¿es ese talismán que lleváis 
			colgado del cuello toda vuestra protección?
 
			El corso bajó la mirada hasta su pecho, viendo que el 
			wadjet, u Ojo 
			de Horus que colgaba del cuello, era perfectamente visible. 
				
				• Así es. ¿Os extraña precisamente a vos, general? 
			Kléber no supo responder. 
				
				• ¿No formáis parte de la misma logia masónica en la que mi padre y 
			mi hermano mayor, José, fueron iniciados? ¿No sois vosotros los que 
			creéis en el poder de los talismanes, y confiáis a ellos vuestra 
			seguridad personal?• Sí. Eso es cierto.
 • ¿Entonces de qué os extrañáis? Un Ojo de Horus como este se 
			colocaba siempre en el cuello de los faraones antes de iniciar su 
			camino al más allá.
 
			El gigante Auguste se alarmó. 
				
				• ¿Qué queréis decir con eso? ¿Que vais a colocaros en peligro de 
			muerte?• Quien muere vive para siempre, Auguste. Quien se aferra a esta 
			vida, muere eternamente.
 • No os comprendo.
 • Fue lo que me mostraron «los azules», Auguste. Tampoco yo alcanzo 
			a comprenderlo del todo. Quizá hoy...
 • Permitidme que desconfíe, mi general -dijo Kléber, mientras perdía 
			su mirada en la espuma que formaba la quilla de la barcaza en su 
			avance-. En Europa conocemos algunos casos de personas que 
			alcanzaron la inmortalidad, como Nicolas Flamel o el conde de Saint-Germain...
 • Conozco esos relatos.
 • ...Y nunca se dijo que hubieran tenido que morir para vivir.
 • Pero en París se rumoreaba que, al menos Saint-Germain, acudía a 
			una pirámide de la Costa Azul para regenerarse. Tal vez sea eso lo 
			que hoy me muestren. Tal vez, querido Auguste, hoy accedamos a 
			alguna antigua ciencia de la vida que ponga a nuestros pies algo 
			mucho más valioso que el poder o el dinero.
 
			La mirada del corso relampagueaba de emoción. 
				
				• ¿Y si ello implicara que tuvierais que permanecer en Egipto? 
			Al oír aquello, Napoleón se escamó: 
				
				• ¿Qué insinuáis? Estoy en Egipto por mi voluntad. Si debo 
			permanecer aquí, lo haré. Si tuviera que abandonar esta tierra 
			después de más de un año en ella, lo haría.  
			El gigante no preguntó 
			más. Los dos permanecieron callados durante un buen rato, sin que 
			tampoco Elías o ninguno de los miembros de la tripulación se 
			atrevieran a acercárseles. El corso hundió sus pensamientos en la 
			extraña noche que había pasado con Nadia. No recordaba haberla 
			poseído, pero tampoco no haberlo hecho. Sus recuerdos se reducían a 
			colores, olores y un sabor dulzón y espeso que aún tenía en la boca. 
			Jamás le había ocurrido una cosa así. Nunca había estado en la misma 
			cama con una mujer sin haberla hecho suya. ¿Tendría tiempo de volver 
			a verla? 
			La navegación fue plácida y se desarrolló sin contratiempos. 
			Llegaron a Giza sobre las cuatro y media de la tarde, a tiempo de 
			ver cómo el disco solar iba cayendo poco a poco hacia el oeste, en 
			dirección al desierto más profundo, por detrás de la pirámide más 
			pequeña del lugar.
 
				
				• ¡Bienvenidos a Rostau! -exclamó Elías nada más poner pie en la 
			arena, a apenas ochocientos metros de la meseta sobre la que se 
			alzaban las pirámides.• ¿Bienvenidos a... qué?
 • A Rostau, mi general -respondió a Bonaparte-. Así llamaban los 
			antiguos egipcios a este lugar. Significa El Reino de Osiris porque 
			creían que era la copia terrestre del Lugar del Más Allá a donde van 
			las almas de los muertos.
 • ¿Copia terrestre?
 • Los egipcios, señor, creían que su tierra nació como un reflejo 
			del paraíso. Cada cosa que ellos levantaron sobre el suelo era para 
			imitar algo que estaba en ese reino del más allá. Y estas pirámides 
			son el mejor ejemplo de ese deseo.
 
			A Napoleón le extrañó no ver a nadie en toda la meseta. 
			Instintivamente vinieron a su
			memoria las imágenes de una Nazaret desolada, vacía, en la que 
			aparecieron misteriosamente, sin cabalgaduras ni equipaje, «los 
			sabios azules». Pero no estaban allí.  
			  
			Ni se veía un alma cruzar 
			aquel desierto plano y ocre en diez kilómetros a la redonda. El 
			capitán, con ayuda de algunos soldados, procedió a instalar un 
			raquítico puente de tablas cerca de la proa de la barcaza, por donde 
			desembarcaron los animales. No había mucho que temer allí. Sin 
			árboles ni casas cerca, era prácticamente imposible que un ejército 
			hostil se escondiera. A no ser, claro, que estuviera agazapado 
			detrás de alguna de aquellas pirámides. 
			Media hora más tarde, habían alcanzado la base de la Gran Pirámide, 
			y seguían sin ver a nadie en los alrededores. La colosal Esfinge, 
			enterrada hasta la mitad del pecho, con sólo los lomos al 
			descubierto, había quedado atrás con su impertérrita mirada 
			vigilando el este. Tampoco en sus inmediaciones encontraron a nadie.
 
			Tras rodear la mayor y más perfecta de aquellas montañas 
			artificiales y alcanzar su cara norte, Buqtur ordenó que el convoy 
			se detuviera.
 
				
				• Es una obra de titanes -dijo, mirando a Napoleón absorto.• Se entra por este lado, ¿verdad?
 
			Buqtur sonrió. El corso tenía buena memoria. Había visitado por 
			primera y última vez la pirámide hacía ya casi un año, exactamente 
			después de derrotar a los mamelucos en la que él mismo bautizaría 
			como Batalla de las Pirámides. 
				
				• Así es, general. Hay dos entradas en este lado: una, la original, 
			está a la altura de la decimoquinta hilera de bloques. Otra, abierta 
			por el califa Al Mamún para saquear sus tesoros, se encuentra un 
			poco más abajo, en la quinta hilera. 
				• Parece vacía.• Sí. Lo parece.
 
			Kléber localizó rápidamente los dos huecos en la colosal pared 
			caliza del monumento a los que se refería el intérprete. Envió una 
			avanzadilla para que exploraran las dos bocas y se aseguraran de que 
			no había nadie en ellas, e informó cumplidamente del resultado al 
			corso. A las seis de la tarde, con el sol muy bajo y la luz diurna 
			mitigada, Napoleón, Kléber y Buqtur tomaron la decisión de entrar. 
			 
			  
			Habían esperado un tiempo prudencial por si se aproximaba algún 
			comité de «los sabios azules», como en Nazaret, pero nadie parecía 
			interesado aquel día en pisar Giza. El corso y su fiel intérprete no 
			querían mostrar su decepción, y, forzando su entusiasmo, animaron al 
			gigante a que tomara algunas antorchas y les acompañara hasta el 
			vientre del monumento.  
			  
			Auguste aceptó encantado. 
				
				• La entrada original a la pirámide era un pasadizo de ciento 
			ochenta metros de largo, de apenas metro y medio de alto y poco más 
			de uno de ancho -explicó Buqtur antes de comenzar a trepar, mirando 
			con lástima la estatura del gigante-. Creo que la abertura de Al 
			Mamún será más cómoda y rápida para acceder a las cámaras 
			interiores. 
			El alivio de Auguste Kléber duró poco. Tras encaramarse por encima 
			de unas piedras lisas como espejos, situadas en la base del 
			monumento, los tres accedieron al interior de un pasadizo en el que 
			el gigante rozaba peligrosamente el techo.  
			  
			Los tres encendieron casi 
			de inmediato sus respectivas antorchas, provocando una estampida de 
			murciélagos que casi les tumbó en el suelo. Un olor ácido, 
			insoportable, provocado por las deyecciones de miles de estos 
			mamíferos voladores, les apestó sin contemplaciones. 
				
				• Todos los corredores aquí dentro tienen un ángulo de veintiséis 
			grados de inclinación - comentó Elías al alcanzar el final del 
			pasillo de Al Mamún-. Están hechos de roca pulida, así que deberéis 
			cuidaros de no resbalar. 
			El corso adelantó su antorcha por el hueco que se abría ante ellos. 
			Un camino oscuro como la boca del lobo, cuadrado y estrecho como una 
			chimenea, ascendía hacia el infinito, perdiéndose pirámide adentro. 
			Sintió un temblor extraño, mitad terror mitad excitación, que le 
			animó a ponerse en cuclillas y adaptarse a las escuetas dimensiones 
			de aquel canal. 
				
				• ¿Tienes idea de por qué han fallado esta vez a su cita «los sabios 
			azules», Elías? -soltó a quemarropa, nada más comenzar su ascenso.• Tal vez nos esperen allá arriba, señor.
 
			El eco de Buqtur trepó a toda velocidad por aquel infecto pasadizo 
			inclinado. Kléber, que cerraba el grupo, maldecía en voz baja a los 
			antiguos arquitectos de aquella especie de broma pesada. Elías, 
			mientras tanto, continuaba hablando, tal vez para mitigar la 
			opresiva sensación de saberse rodeado por tres millones de piedras 
			pesadas, macizas y oscuras: 
				
				• Algunos creen que la pirámide imitaba el recorrido que las almas 
			deben hacer en su ruta al más allá. Dicen que dejaban solo al faraón 
			aquí dentro para que recorriera a oscuras estos pasajes, y fuera 
			acostumbrándose a lo que le esperaría al morir...• ¿Solo?
 • Sí, general. Que es exactamente lo que «los azules» esperan de 
			vos.
 
			El corso, con la antorcha sujeta entre sus mandíbulas, apretó el 
			ritmo de ascensión, ignorando aquel último comentario. Casi sin 
			darse cuenta, el opresivo corredor terminó bruscamente, dejándole 
			sobre un suelo plano. La llama de la tea creció, indicándole que el 
			techo también había desaparecido. Se había elevado lo suficiente 
			como para permitirle estar de pie.
 
			Animado por el hallazgo, tendió la mano a Buqtur y al gigante, que 
			agradecieron también salir de aquella especie de ratonera. Sin 
			embargo, cuando juntaron sus antorchas para examinar el lugar en el 
			que se encontraban, los dos franceses soltaron un bufido de 
			admiración. 
			No era para menos. Frente a ellos, como por arte de magia, se alzaba 
			una bóveda de casi nueve metros de altura, a dos aguas, y 
			extraordinariamente empinada. Bajo ella, delante de los extremos de 
			sus botas, nacía otro estrecho corredor, y encima de éste otra 
			rampa, «a cielo abierto», trepaba en ángulo hasta una puerta elevada 
			que apenas se adivinaba a la luz del fuego.
 
				
				• La estancia más sagrada está allá arriba -dijo Elías. 
			Aquel lugar parecía el interior de un enorme mecanismo de relojería. 
			No había ni un adorno, ni un jeroglífico sobre sus paredes, nada de 
			nada. Cada pocos pasos, un pequeño nicho, de uso inextricable, se 
			hundía unos centímetros en el suelo. Y gravitando sobre ellos, como 
			los voladizos de un tejado, siete cornisas de gran longitud 
			atravesaban de parte a parte el recinto. 
				
				• Subamos, pues. 
			Napoleón parecía extasiado. Había olvidado a «los sabios azules», e 
			incluso Buqtur dudaba que recordara qué era lo que había venido a 
			buscar aquí dentro. Las tripas de la pirámide le habían hechizado. 
				
				• ¿Qué hay allá arriba, Elías? -preguntó ya a media rampa.• La cámara real, mi general.
 • ¿Cámara real?
 • Sí. La que alberga el sarcófago del faraón.
 • ¿Estuvo enterrado alguien en este laberinto?
 • No lo sabemos a ciencia cierta. Nunca se encontró ninguna momia. 
			Ni cuando Al Mamún profanó la pirámide y entró aquí por primera vez, 
			habló de cuerpo alguno o de tesoros. El lugar estaba como ahora.
 • ¡Suban!
 
			El gigante resbaló un par de veces antes de descubrir cómo había de 
			colocar sus botas sobre aquella superficie pulida para no caer. Una 
			vez entrenado, ascendió como un gato hasta la cumbre, y tras 
			recorrer otro pasillo de escasa altura, accedió a la cámara de la 
			que hablaba Buqtur. 
			En verdad, aquella habitación era aún más impresionante que el 
			resto. Sus paredes eran más oscuras, pero los gránulos de mica y 
			feldespato de las paredes relumbraban como diamantes a la luz de las 
			teas. El recinto era un salón de unos diez metros de largo por cinco 
			de ancho, con grandes losas en suelo, paredes y techo, pulidas 
			extraordinariamente. Y en el fondo, un sarcófago rosado, roto en una 
			de sus esquinas y sin tapa, aguardaba olvidado por los siglos.
 
				
				• El lugar de iniciación -murmuró Elías- El eje de la celebración 
			del rito Sed.• ...Y vacío - añadió el corso.
 • Sí. Vacío.
 • ¿Y por qué crees que nadie nos ha esperado aquí, Elías?
 
			El copto, que pese a su galabeya había arruinado definitivamente su 
			blusa de algodón con el polvo y el estiércol de murciélago, 
			respondió sin vacilar: 
				
				• Es fácil, general. En realidad, el convocado sois vos. Si así lo 
			deseáis, aquí recibiréis la iniciación, pero deberá ser sin nuestra 
			presencia. En la soledad que le garantiza el lugar. 
			Buqtur tragó saliva y miró muy serio al corso: 
				
				• Ha llegado el momento de dejaros solo, general. Nosotros sobramos 
			en la ceremonia que ha de venir. Además, antes de revelaros lo que 
			vos tanto anheláis, debéis vaciar vuestra alma y dejársela pesar al 
			eterno celador de este lugar. 
			Bonaparte abrió sus ojos marrones con expresión de sorpresa: 
				
				• ¿Dónde me esperarás, Elías?• Afuera, señor.
 • ¿Vos también, Auguste? - dijo mirando al gigante.
 • También, mi general.
 
			No dijeron nada más. Ni una palabra. Al perderse las dos antorchas 
			de sus compañeros por el pasillo horizontal que desembocaba en la 
			gran galería que habían escalado, la luz de la cámara real se 
			suavizó amenazadoramente.Al cabo de un rato, su antorcha se extinguió dejando un delgadísimo 
			hilo de humo flotando en el ambiente. Y una terrible oscuridad, de 
			una densidad difícilmente imaginable, le envolvió.
 
			Durante unos instantes, Napoleón Bonaparte tuvo la absoluta certeza 
			de que había llegado su hora.
 
			  
			  
			XXX
 
			La Roca de Maadi 
			La Roca de Maadi, al sur de las pirámides, impidió a los hombres de 
			Balasán adivinar qué estaba sucediendo al otro lado de la pirámide 
			de Keops. A Titipai, en cambio, aquello no parecía preocuparle lo 
			más mínimo. Sabía que el maestro Balasán y su extraño invitado 
			estarían en todo momento al corriente de lo que allí ocurriera. De 
			hecho, como fiel guardián, él había sido el responsable de 
			suministrarles las últimas dosis de la pomada mágica que permite al 
			ser interior salir del ser aparente.
 
			A esa hora, las nueve de la noche, con el cuerpo estrellado de Nut 
			cubriendo majestuoso la meseta de Giza, los respectivos Kas de los 
			maestros debían estar volando ya hacia la cúspide de la Gran 
			Pirámide. Pronto se reunirían con Napoleón Bonaparte y le mostrarían 
			el camino al Amenti, al más allá.
 
			Era un momento hermoso. Desde hacía más de diecisiete siglos nadie 
			había recibido aquella instrucción celestial directamente de sus 
			manos. Ningún humano había merecido el honor de recibir la ayuda de 
			los Depositarios de la Verdad para alcanzar la vida eterna durante 
			la existencia terrenal. Y todo se estaba desarrollando en paz. 
			Tagar, sin embargo, estaba inquieto.
 
				
				• Dime, Titipai, ¿qué haremos con el copto cuando termine nuestro 
			trabajo? 
			El joven discípulo de Balasán se ajustó el turbante azul sobre su 
			cabeza rapada. Montaba guardia frente a la tienda en la que 
			reposaban los cuerpos de Cirilo de Bolonia y de su admirado maestro. 
			Nadie podía interrumpir aquel descanso sagrado. 
				
				• ¿Por qué te preocupa una cosa así, Tagar?• El papa Marcos ha puesto en marcha un gran dispositivo de 
			búsqueda. Quieren saber qué pasó con el copto. Esta mañana en El 
			Cairo he sabido que nos inculpan de su muerte, y que pretenden 
			capturarnos a toda costa.
 
			Titipai sonrió. 
				
				• Bueno: en cierta manera tienen razón. Después de lo que Cirilo de 
			Bolonia ha aprendido, tanto traduciendo el evangelio del evangelista 
			como escuchando al maestro Balasán estos últimos días, su parte 
			copta ha muerto.• ¿Qué quieres decir?
 • Que nadie que contemple la Verdad vive más en su mundo de mentira. 
			Es su conciencia íntima la que, en adelante, toma las riendas de su 
			existencia. La sensación es casi la de volver a nacer.
 • ¿Es la religión copta una mentira?
 • No. Es sólo una parte de la Verdad, pero tan incompleta que a 
			veces resulta peligrosa.
 • ¿Y el islam? ¿Y el cristianismo?
 • Lo mismo.
 • ¿Y le va a suceder lo mismo al sultán Bunabart, al jefe de las 
			tropas de Occidente?
 • En parte, sí.
 
			Los ojazos negros de Tagar brillaron como estrellas bajo el cielo 
			raso de Giza. 
				
				• ¿En parte? ¿Qué quieres decir?• Que Napoleón, a diferencia del padre Cirilo, está ya muerto. Y 
			bien muerto.
 
			43 Diosa del Cielo en la mitología egipcia. Se la representa como 
			una mujer gigante encorvada sobre la Tierra, que cada noche devora 
			al Sol para volver a parirlo al día siguiente. Su cuerpo siempre se 
			representó moteado de estrellas.
 
			  
			XXXI 
			 
			Cámara del Rey 
			... Y DECIDIDO, EL joven general buscó a tientas el tacto liso y 
			gélido del granito. Tras localizar los perfiles del tanque 
			exactamente donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos, 
			tumbándose a todo lo largo que era en su interior. No podía perder 
			nada. Estaba dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se 
			sucedieran sin su intervención y resolver aquella embarazosa 
			situación por la más pasiva de las vías.
 
				
				• ¿Qué quiso decir Elías con que vaciara aquí mi alma para dejármela 
			pesar? -se preguntó mientras apoyaba su espalda contra el fondo del 
			tanque. 
			Fue entonces cuando Napoleón Bonaparte, el líder de las tropas de 
			ocupación de Egipto, hizo un descubrimiento terrible: aquel ataúd 
			tenía exactamente sus medidas... Tuvo que pensárselo dos veces. No 
			era lógico que él, con poco más de metro y medio de altura, llenara 
			un tanque que alcanzaba el metro noventa y nueve de largo. La 
			paradoja le entretuvo unos minutos: estiró sus piernas para 
			asegurarse de que no podían llegar más abajo de donde estaban, y 
			alargó el cuello rozando con su coronilla el granito del lado norte 
			del tanque.  
			  
			Lo curioso es que de ancho tampoco estaba sobrado. Sus 
			brazos, dispuestos a lo largo del tronco, no podían moverse más allá 
			de la escasa holgura que le brindaba su casaca. Era como si allá 
			dentro su cuerpo se hubiera hinchado hasta llenar por completo el 
			sarcófago. 
			Pero ¿era eso posible?
 
			Napoleón dudó. A oscuras, incapaz de ver absolutamente nada, a 
			decenas de metros por debajo de la superficie de la pirámide, no 
			podía hacerse a la idea de si algo en él estaba cambiando o no. Se 
			sentía extrañamente grande y liviano, como si sus extremidades se 
			hubieran disuelto en aquella negrura y su estómago hubiera dejado de 
			retorcerse como en la noche anterior.
 
			Entonces, sin avisar, algo le dejó sin aliento.
 
			Fue justo al relajarse. Al dejarse embriagar por aquella inesperada 
			sensación de bienestar. Primero le sacudió un estallido de luz 
			dentro de su cerebro. Tuvo la impresión de que le había alcanzado un 
			rayo, partiéndole por la mitad. Sus pupilas se dilataron 
			instantáneamente y los dedos de las manos se le crisparon por culpa 
			de aquella tremenda descarga. Al principio no comprendió lo que 
			había pasado. La luz le había aturdido, dejándole casi inconsciente 
			y con un fuerte dolor de cabeza.
 
			  
			Pero cuando logro mover sus 
			extremidades e intentó acercarse las manos al cráneo, una segunda 
			descarga le desarmó. Al igual que la anterior, ésta también explotó 
			dentro del cerebro, tensándole hasta el último de sus músculos. El corso, asustado, con la extraña sensación de haberse quemado por 
			dentro, ahogó un grito de dolor que le obligó a abrir los ojos de 
			par en par. 
				
				• ¿Qué demonios...? - el corso no terminó la frase. 
			Al principio receló. 
			Dudó que aquello fuera real, y pensó que su mente, la falta de 
			oxígeno quizá, o el exceso de polvo inhalado allá dentro, le estaban 
			jugando una mala pasada. Había visto ya muchos espejismos en su 
			estancia en Egipto, y habían sido tan reales que casi pudo tocarlos. 
			Sin embargo, recapacitó. Aquello era diferente. Más vivido. Más 
			tangible. El corso veía lo que veía.
 
			  
			Y había que rendirse a la 
			evidencia. En efecto: al abrir los ojos, la oscuridad que dominaba 
			el recinto había sido sustituida por una intensa luz verdosa. Fue 
			como si hubiera estado ciego toda su vida y viera ahora por vez 
			primera. Desde su posición dentro del sarcófago podía admirar 
			algunas de las enormes y pulimentadas losas planas que techaban la 
			Cámara Real de la Gran Pirámide. La sensación era de gozo. 
			 
			  
			Distinguía sus juntas - unas más separadas que otras, probablemente 
			por la acción de olvidados terremotos - sus minúsculas grietas y 
			hasta el brillo de sus impurezas. Sin embargo, no acertaba a 
			adivinar de dónde procedía tanta luz. Su intensidad era la misma, 
			mirara donde mirara. Como si fuera la propia piedra la que la 
			emitiera.
 
			Sin esfuerzo, el corso se incorporó dentro del sarcófago. Aquella 
			repentina agilidad le sorprendió. Echó un vistazo a su alrededor, y 
			comprobó que toda la sala estaba bañada por aquella intensa 
			luminosidad verde. Incluso su piel y sus ropas parecían de ese 
			color. El frío también había desaparecido. 
			Tanto como su sensación de claustrofobia.
 
			Hasta el hambre que había sentido minutos antes se había esfumado, 
			dando paso a una plenitud que no conocía.
 
			De pronto recordó las últimas palabras de Nadia: ¿y si había cruzado 
			«la puerta» que ella dijo que se abriría en su interior? ¿Y si 
			aquella pirámide que ahora veía no era del todo real, sino el 
			reflejo de algo capaz de emerger de su propia alma?
 
				
				• Tu intuición es acertada, sultán de Occidente. 
			El corso dio un respingo. Una voz suave, amable, de varón, le 
			sorprendió dirigiéndose a él por la espalda. 
			Dos siluetas verdes, muy brillantes, con una textura chispeante, 
			habían entrado sabe Dios cómo en el interior de aquella cámara.
 
				
				• No te asustes, nosotros somos los encargados de guiarte en este 
			nuevo plano de tu existencia.  
			Napoleón, atónito, trató de adivinar 
			dónde había escuchado antes aquel peculiar timbre de voz. Dónde se 
			había sentido envuelto por parecidas palabras, dulces y 
			esclarecedoras, y en qué lugar se habían dirigido a él por primera 
			vez como sultán de Occidente. La silueta aclaró su duda al instante: 
				
				• Soy Balasán, querido Bunabart. O aún mejor, soy el verdadero 
			Balasán. El Ka interno de un hombre de ciento diez años, y el último 
			maestro de una dinastía de Depositarios de la Verdad.• ¡Balasán! ¡Al fin!
 • Sí, al fin - asintió -  Ha llegado el momento que tanto estabas 
			esperando. ¿Trajiste tu wadjet?
 
			El corso se llevó la mano al cuello, palpando su amuleto. Éste 
			estaba caliente, y lo notó especialmente blando. 
				
				• Dámelo - ordenó el Ka. 
			Tras desatarlo de su cordel, Napoleón lo tendió al segundo Ka, que 
			se aproximó a dos pasos de donde estaba. Le impresionó su aspecto 
			vagamente humano, tanto como lo difuminado de sus rasgos. Como si 
			aquella fosforescencia verde fuera una suerte de saco invisible 
			lleno de niebla. 
			Cuando el Ka de Balasán recibió finalmente el amuleto en sus manos, 
			algo crepitó en el ambiente.
 
				
				• ¿Sabías, Bunabart, que los faraones al morir debían superar 
			distintas pruebas antes de llegar a su destino final?• No.
 • Una de ellas era la del wadjet. Que no es sino la llave que abre 
			la puerta del Amenti, del Reino del Más Allá.
 
			El Ka hizo una extraña reverencia, dirigiéndose al techo del 
			recinto, y después depositó su acuosa mirada en el corso: 
				
				• Esta pirámide es un modelo a escala de ese Más Allá. Fue Toth 
			quien, por orden de Osiris, entregó a los reyes de Egipto los planos 
			de esta «máquina de la inmortalidad» para que la construyeran en 
			piedra y les sirviera como preparación para el viaje que tú acabas 
			de iniciar.• ¿Viaje?
 • Así es, Bunabart. El viaje hacia la eternidad.
 
			Balasán no se entretuvo en demasiados preámbulos. Como hicieran los 
			dioses con los
			difuntos en el Libro de los Muertos egipcio, el mismo que cada 
			faraón o visir ordenaba
			depositar en su tumba después de morir, el Ka formuló a Napoleón una 
			pregunta que debería ser respondida con sinceridad: 
				
				• ¿Sabes cómo Set dio muerte a su hermano Osiris? 
			Napoleón, atónito, sacudió otra vez horizontalmente su cabeza. 
			Balasán sonrió: 
				
				• Set le invitó a una fiesta junto a otros setenta y dos huéspedes, 
			y les conminó uno por uno a que se introdujeran en un suntuoso 
			sarcófago. Aquel cuyo cuerpo coincidiera con las medidas del cofre, 
			sería el propietario de ese tesoro.• ¿Y qué ocurrió?
 • Uno a uno, todos desfilaron delante de aquel arcón, pero ninguno 
			se sintió cómodo allá dentro. Finalmente, Osiris se tumbó en su 
			interior y notó en el acto que la caja tenía exactamente sus 
			medidas. Set, aprovechando ese momento, cerró el sarcófago, lo lanzó 
			al Nilo y ahogó en él a Osiris. Fue el momento más dramático de 
			nuestro pasado. Por suerte, Isis lo localizó y le devolvió la vida 
			por primera vez.
 
			El corso comenzaba a entender lo que aquel Ka quería decirle. 
				
				• Tú te has tumbado en ese mismo cofre, Bunabart -prosiguió-. Has 
			descubierto que se adaptaba a ti, y también, como hizo Osiris, has 
			muerto dentro de él.  
			Aquella última frase le paralizó. 
				
				• Sí, Napoleón Bonaparte. Has muerto -dijo el otro Ka, que hasta 
			entonces había permanecido en silencio-. Has dejado de existir al 
			igual que Osiris. Ahora no eres más que la esencia energética del 
			ser que un día fuiste. ¿Por qué si no habrías de ver en la 
			oscuridad? ¿Por qué si no habrías de tener esa sensación de 
			revisión? ¿No has revivido en estas últimas horas los momentos más 
			importantes de tu búsqueda de la vida eterna?• Eso, en efecto, sólo sucede con los muertos...
 • ¿Muerto? -balbuceó el corso, sacudiendo su cabeza-. ¿Ya estoy 
			muerto?
 • No debería preocuparte tanto tu estado, Napoleón. A fin de 
			cuentas, el Creador dio a los hombres un alma inmortal, que es tu 
			verdadera esencia. Lo único que ha muerto es tu cuerpo.
 
			El corso tembló. 
				
				• La muerte -dijo el segundo Ka- no significa más que desprenderse 
			de un cuerpo gastado. El Creador te lo dio para que apreciaras la 
			materia que también Él creó, pero te destinó a empresas más altas. 
			Tu destino, como el de todos los mortales, es el de convertirte en 
			Dios mismo. Te integrarás en una conciencia tan grande como el 
			Universo, llena de infinita sabiduría y amor.• Pero ¡tan pronto! -protestó-. ¿Por qué he de morir tan pronto? 
			¿Por qué he de perder mi identidad?
 • No has de morir, Napoleón. Has muerto ya. En cuanto al tiempo, 
			éste no existe. Es un espejismo. El pasado no está. El futuro 
			tampoco. Y el presente, sencillamente, no dura. No puedes detenerlo. 
			¿Por qué entonces habrías de aferrarte a él? ¿Por qué te preocupas 
			por si es o no pronto, si el tiempo, en el estado de eternidad, es 
			una entelequia?
 
			Las palabras de aquellos Kas, de aquellas energías que le hablaban 
			así, que habían surgido de la nada, le desarmaron. Se sentía 
			exactamente como cuando estuvo a punto de perder la conciencia en 
			los brazos de Nadia: débil, a merced de una fuerza imparable y 
			demoledora. 
				
				• Oh sí, Nadia -sonrió el espectro de Balasán, como si fuera capaz 
			de leer en su mente-. También ella ha ayudado a cerrar tu ciclo 
			osiriano.• ¿Mi ciclo osiriano?
 • Así es. Al modo de Isis, también ella te hizo morir ayer y te 
			rescató de la muerte. Y, como la diosa, también Nadia quedó 
			fecundada por tu semilla.
 • ¿Fecundada?
 
			Napoleón dio un respingo. No recordaba nada de aquello. El Ka se 
			compadeció. 
				
				• Sí. Si no decidieras volver al mundo de los vivos, tu esencia 
			permanecería en la Tierra gracias al vientre de Nadia-Isis. Ese 
			fruto sería como el halcón Horus, el hijo de Isis y Osiris, y su 
			destino sería cumplir la profecía que el mago Dyedi hizo a Keops: 
			que sólo aquel nacido de las entrañas de una Isis
			podrá acceder al cofre de Toth, escondido en esta pirámide, y 
			desvelar al mundo el secreto de la vida eterna.• ¿«Si no decidiera»? -el corso se escamó-: ¿Qué quiere decir eso? 
			¿Acaso tengo otra opción?
 • El muerto que ha sido pesado por Maat y ha sido hallado puro, que 
			ha tenido una búsqueda sincera de la vida eterna, puede dirigirse 
			donde quiera: o bien regresar a la tierra de los vivos, o bien 
			viajar a las doce regiones del mundo inferior, o incluso dirigirse 
			hacia las estrellas y convertirse en una de ellas, resplandeciendo 
			para siempre. Es lo que dice nuestro Libro de los Muertos.
 
			Napoleón, que se sentía cada vez más ligero y a gusto consigo mismo, 
			comenzaba a comprender que también él era un Ka. Que su cuerpo se 
			había quedado atrás, dejando que su esencia primordial emergiera de 
			su interior y tomara la decisión, a no dudarlo, más importante de su 
			existencia. 
				
				• Entonces, ¿soy yo quien debe elegir mi camino? -preguntó.• En efecto.
 • ¿Y cuándo debo elegir?
 • Ahora -respondió el segundo espectro.
 • En ese caso... -el cuerpo energético del corso se sacudió, 
			emitiendo pequeñas chispas verdes a su alrededor. Trataba de ganar 
			tiempo-. En ese caso, creo que regresaré al mundo de los vivos. Los 
			dos Kas miraron asombrados a Napoleón.
 • ¿Decides, pues, resucitar a la carne tal como lo hicieron Osiris o 
			Jesús antes que tú?
 • Sí.
 • ¿Optas por retornar a la carne y volver a padecer sus carencias y 
			miserias?
 • Sí. Ése es mi deseo. Debo volver.
 • Tu voluntad será cumplida, sultán de Occidente -dijo el Ka 
			incrédulo-. Sin embargo, habrás de saber que cuando llegue tu nueva 
			hora, otro nuevo juicio te esperará en este lado. Otra pirámide 
			albergará ese supremo momento y, si lo superas, volverás a poder 
			elegir tu destino.
 • Lo asumo. Quiero volver.
 • Pero recuerda: siempre, siempre, serás inmortal. 
				La Gran Verdad es 
			que todos lo somos.
 
			Y lo único que ahora te diferencia del resto es que tú ya lo sabes. 
			Los demás, aún no. 
			  
			Post Scriptum
 
			EL 13 DE AGOSTO de 1799, a las seis y media de la mañana en punto, 
			Napoleón Bonaparte salió por sus propios medios del vientre de la 
			Gran Pirámide de Giza. Kléber fue el primero en advertirlo y en 
			comprobar el lamentable aspecto que presentaba el general de los 
			ejércitos franceses de Oriente.
 
			  
			El gigante se acercó a él para 
			socorrerle y le hizo una pregunta que, durante los años siguientes, 
			muchos otros le formularían en privado: 
				
				• Mi general, ¿qué os ha sucedido? 
			El corso respondió entonces lo mismo que respondería hasta su exilio 
			y muerte en la isla de Santa Elena: 
				
				• Aunque os lo contara, no lo creeríais. 
			Sólo diez días después de aquello, Bonaparte abandonaba en secreto 
			Egipto. Lo hizo custodiado por una flotilla de dos barcos, tan 
			débiles como fáciles de apresar: las fragatas Muiron y Carme. Pero, 
			una vez más, el corso tuvo suerte. No sólo el Mediterráneo no acabó 
			con él, sino que los ingleses nunca se apercibieron de su insólita 
			fuga. Napoleón llegó a Ajaccio, su ciudad natal, el 28 de septiembre 
			de aquel año de 1799, y once días después desembarcaba finalmente en 
			Fréjus, en suelo continental francés, a apenas un centenar de 
			kilómetros de Niza y de la pirámide de Falicon. En realidad, el 
			corso era ya otro hombre. Un soldado bien distinto del que había 
			abandonado Francia más de un año antes. 
			Y es que, desde aquel 13 de agosto, Bonaparte no volvería a tener 
			miedo jamás, convirtiéndose en uno de los estrategas más temerarios 
			y con mejor baraka de la historia. A fin de cuentas, ¿qué podría 
			temer?
 
			  
			Él ya sabía que la muerte -cuando le llegara- no sería su 
			final... 
			En la Casa de José
 
			Las Matas 
			enero de 2002 
			  
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