PREFACIO

Tengo una gran torpeza manual y lo deploro. Me sentiría mejor si mis manos supiesen trabajar. Manos ca­paces de hacer algo útil, de sumergirse en las profundi­dades del ser y alumbrar en él un manantial de bondad y de paz. Mi padrastro (al que llamaré mi padre, pues él me educó) era obrero sastre. Era un alma vigorosa, un espí­ritu realmente mensajero. Decía a veces, sonriendo, que el primer fallo de los clérigos se produjo el día en que uno de ellos representó por primera vez un ángel con alas: hay que subir al cielo con las manos.

A despecho de mi torpeza, logré un día encuader­nar un libro. Tenía a la sazón dieciséis años. Era alum­no del curso complementario de Juvisy, en el barrio pobre. El sábado por la tarde podíamos elegir entre el trabajo de la madera o del hierro, el modelaje y la en­cuadernación. En aquella época leía yo a los poetas, especialmente a Rimbaud. Sin embargo, me impuse la obligación de no encuadernar Une Saison en Enfer. Mi padre poseía una treintena de libros, alineados en el es­trecho armario de su taller, junto con las bobinas, los jaboncillos, las hombreras y los patrones. Había tam­bién, en aquel armario, millares de notas escritas con caracteres menudos y aplicados, sobre un ángulo del tablero, durante las incontables noches de labor. Entre aquellos libros, había yo leído Le Monde avant la Création de l'Homme, de Flammarion, y estaba enton­ces descubriendo oh va le Monde?, de Walter Rathenau. Y fue esta obra de Rathenau la que me puse a encua­dernar, no sin trabajo. Rathenau fue la primera víctima de los nazis, y estábamos en 1936. Cada sábado, en el pequeño taller del curso complementario, hacía mi tra­bajo manual por amor a mi padre y al mundo obrero. Y el día primero de mayo, hice ofrenda del Rathenau encuadernado, al que acompañé con una brizna de mu­guete. Mi padre había subrayado con lápiz rojo, en este li­bro, un largo párrafo que he conservado siempre en la memoria:

«Incluso la época del agobio es digna de respeto, pues es obra, no del hombre, sino de la Humanidad y, por lo tanto, de la naturaleza creadora, que puede ser dura, pero jamás absurda. Si es dura la época en que vi­vimos, tanto más debemos amarla, empaparla de nues­tro amor, hasta que logremos desplazar las pesadas ma­sas de materia que ocultan la luz que brilla al otro lado.»

«Incluso la época del agobio...» Mi padre murió en 1948, sin haber dejado nunca de creer en la naturaleza creadora, sin haber dejado nunca de amar ni de empa­par con su amor el mundo dolorido en que vivía, sin haber perdido jamás la esperanza de ver brillar la luz detrás de las pesadas masas de materia. Pertenecía a la generación de los socialistas románticos que tenían por ídolos a Víctor Hugo, a Román Rollan y a Jean Jaurés, los cuales llevaban grandes chambergos y guardaban una florecilla azul entre los pliegues de su bandera ro­ja. En la frontera de la mística pura y de la acción social, mi padre, atado a su taller durante más de catorce horas al día —y vivíamos al borde de la miseria—, concillaba un ardiente sindicalismo con la búsqueda de la libera­ción interior. Había introducido en los gestos más bre­ves y humildes de su oficio un método de concentra­ción y de purificación del espíritu, sobre el cual nos ha dejado centenares de páginas escritas. Mientras hacía ojales y planchaba telas, tenía un aspecto resplande­ciente. Los jueves y los domingos, mis camaradas se reu­nían en su taller, para escucharle y sentir su vigorosa presencia, y la mayoría de ellos experimentaron un cambio en sus vidas.

Lleno de confianza en el progreso y la ciencia, con­vencido del advenimiento del proletariado, se había construido una poderosa filosofía. La lectura de la obra de Flammarion sobre la prehistoria fue para él una es­pecie de revelación. Después leyó, guiado por la pa­sión, libros de paleontología, de astronomía, de física. Sin preparación adecuada, había calado empero en el meollo de los temas. Hablaba aproximadamente como Teilhard de Chardin, al que entonces ignorábamos:

«¡Lo que va a vivir nuestro siglo es más importante que la aparición del budismo! No se trata ya, de ahora en adelante, de destinar las facultades humanas a tal o cual divinidad. En nosotros sufre una crisis definitiva el vi­gor religioso de la Tierra: la crisis de su propio descubri­miento. Empezamos a comprender, y para siempre, que la única religión aceptable para el hombre es la que le enseñará, ante todo, a conocer, amar y servir apasio­nadamente al Universo del cual es el elemento más im­portante.»[1]

Pensaba que la revolución no debe confun­dirse con el transformismo, sino que es integral y ascendente, y aumenta la densidad psíquica de nuestro planeta, preparándola a establecer contacto con las in­teligencias de los otros mundos y a acercarse al alma misma del Cosmos. Para él, la especie humana estaba por terminar. Progresaba hacia un estado de superconciencia a través del ascenso de la vida colectiva y de la lenta creación de un psiquismo unánime. Decía que el hombre aún no está terminado ni se ha salvado, pero que las leyes de condensación de la energía creadora nos permiten alimentar, a escala del Cosmos, una for­midable esperanza. Por esto juzgaba los asuntos de este mundo con una serenidad y un dinamismo religioso, buscando, muy lejos y muy alto, un optimismo y un valor que fuesen inmediata y realmente utilizables. En 1948 acabábamos de salir de la guerra, y ya renacía la amenaza de otras batallas, esta vez atómicas. Sin em­bargo, consideraba las inquietudes y los dolores pre­sentes como negativos de una imagen magnífica. Exis­tía un hilo que lo ataba al destino espiritual de la Tierra, y el hombre proyectaba, sobre la época de agobio en que terminaba su vida de trabajador, y a pesar de sus grandes dolores íntimos, mucha confianza y un gran amor.

Murió en mis brazos, la noche del 31 de diciembre y me dijo antes de cerrar los ojos:

«No hay que contar demasiado con Dios, pero es posible que Dios cuente con nosotros...»

¿Cuál era mi situación en aquel momento? En 1940, cuando el desastre, tenía veinticinco años. Pertenecía a la generación funesta que vio derrumbarse un mundo, que había sido amputada del pasado y dudaba del por­venir. Yo estaba muy lejos de creer que la época de ago­bio fuese digna de respeto y que hubiésemos de empa­parla de nuestro amor. Más bien me parecía que lo más razonable era negarse a participar en un juego en que todo el mundo hacía trampas.

Durante la guerra me había refugiado en el hinduismo. Él era mi maquis. Vivía en él, en una resistencia absoluta. No hay que buscar el punto de apoyo en la Historia y entre los hombres, pues siempre se nos esca­pa. Busquémoslo en nosotros mismos. Seamos de este mundo como si no fuéramos de él. Nada me parecía más bello que el somormujo de la Bhagavad Gita, «que se sumerge y remonta el vuelo sin mojarse las plumas». Hagamos, me decía, que los acontecimientos contra los que nada podemos no puedan nada contra nosotros. Y me sentaba en el suelo, en la actitud del loto, sobre una nube venida de Oriente. Por la noche, mi padre leía a escondidas mis libros, tratando de comprender la ex­traña enfermedad que tanto me separaba de él.

Más tarde, el día después de la Liberación, busqué un maestro que me enseñara a vivir y a pensar. Me hice discípulo de Gurdjieff. Esforzábame en desligarme de mis emociones, de mis sentimientos, de mis impulsos, con el fin de encontrar, más allá, algo que fuese móvil y permanente y que me consolara de mi escasa realidad y del absurdo del mundo. Juzgaba a mi padre compasiva­mente. Me figuraba poseer los secretos del gobierno del espíritu y de todo conocimiento. En realidad, no poseía más que la ilusión de poseer y un intenso desprecio por aquellos que no compartían la misma ilusión.

Desesperaba a mi padre. Me desesperaba yo mis­mo. Me secaba hasta los huesos en mi posición de re­pulsa. Leía a René Guénon. Pensaba que teníamos la desgracia de vivir en un mundo radicalmente perverti­do y destinado justamente al apocalipsis. Hacía mío el discurso de Cortés en el Congreso de Madrid, en 1849: «La causa de todos vuestros errores señores, es que ig­noráis la dirección de la civilización y del mundo. Creéis que la civilización y el mundo progresan, ¡y re­troceden!» Para mí, la Edad Moderna era la edad negra. Me empeñaba en enumerar los crímenes del espíritu moderno contra el espíritu. Desde el siglo XII el Occidente, desligado de sus principios, corría a su perdi­ción. Alimentar cualquier esperanza era aliarse al mal. Yo denunciaba toda confianza como una complicidad. Sólo me quedaba ardor para la repulsa, para la ruptura. En este mundo, sumergido ya en sus dos terceras par­tes, donde los sabios, los políticos, los sociólogos y los organizadores de toda clase, se me aparecían como otros tantos coprófagos, sólo los estudios tradicionales y una resistencia incondicional al siglo eran dignos de estima.

En este estado de ánimo, era natural que considera­se a mi padre como un primitivo ingenuo. Su poder de adhesión, de amor, de visión lejana, me producía la irri­tación de lo ridículo. Le acusaba de haberse quedado rezagado en el entusiasmo de la Exposición de 1900. La esperanza que ponía en una colectivización creciente y que llevaba a un plano mucho más alto que el político, provocaba mi desprecio. Yo sólo respetaba las antiguas teocracias.

Einstein fundaba un comité de desesperación com­puesto de sabios del átomo; la amenaza de una guerra total se cernía sobre la Humanidad dividida en dos blo­ques. Mi padre moría sin haber perdido un ápice de su fe en el porvenir, y yo había dejado de comprenderle. No evocaré en esta obra los problemas de clase. No es lugar adecuado. Pero sé muy bien que estos problemas existen: ellos crucificaron al hombre que me amaba. No he conocido a mi padre carnal. Pertenecía a la vieja burguesía de Gante. Mi madre, como mi segundo pa­dre, eran obreros, descendían de obreros. Fueron mis antepasados flamencos, dados a la diversión, artistas, vagos y orgullosos, quienes me hicieron replegarme y desconocer la virtud de la participación. Hacía ya largo tiempo que se había levantado una barrera entre mi pa­dre y yo. Él, que no había querido tener más hijos que este hijo de otra sangre, por temor a perjudicarme, se había sacrificado para hacer de mí un intelectual. Y, al dármelo todo, había soñado en que mi alma se parece­ría a la suya. A sus ojos, yo debía convertirme en un faro, en un hombre capaz de iluminar a los otros hom­bres, de darles valor y esperanza, de demostrarles, como él decía, la luz que brilla en lo más hondo de no­sotros. Pero yo no veía ninguna luz, salvo la luz negra, ni en mí, ni en el fondo de la Humanidad. Yo no era más que un amanuense parecido a muchos otros. Lle­vaba hasta sus últimas consecuencias el sentimiento de destierro, la necesidad de rebelión radical que pregona­ban las revistas literarias allá por el año 1947, al hablar de la «inquietud metafísica», y que fueron la difícil he­rencia de mi generación. En estas condiciones, ¿cómo se puede ser un faro? Esta idea, esta palabra hugoliana, me hacía sonreír malévolamente. Mi padre me acusaba de descomposición, de pasarme, como él decía, al ban­do de los privilegiados de la cultura, de los mandarines, de los que estaban orgullosos de su importancia.

La bomba atómica, que para mí significaba el prin­cipio del fin de los tiempos, era para él la señal de un nuevo amanecer. La materia se iba espiritualizando, y el hombre descubría a su alrededor y dentro de sí mis­mo potencias hasta entonces insospechadas. El espíritu burgués, para el cual la Tierra es un cómodo lugar de residencia del que hay que sacar el máximo posible, iba a ser barrido por el espíritu nuevo, por el espíritu de los obreros de la Tierra, para el cual el mundo es una má­quina en funcionamiento, un organismo cara al porve­nir, una unidad a lograr, una Verdad a abrir. La Huma­nidad estaba sólo al principio de su evolución. Recibía las primeras enseñanzas sobre la misión que le ha­bía asignado la Inteligencia del Universo. Empezába­mos justamente a saber lo que es el amor del mundo.

Para mi padre, la aventura humana tenía una direc­ción. Juzgaba los acontecimientos según se situasen o no en esta dirección. La Historia tenía un sentido: avanzaba hacia alguna forma de lo ultrahumano, lleva­ba en sí la promesa de una superconciencia. Su filosofía cósmica no le separaba del siglo. En lo inmediato, sus adhesiones eran «progresistas». A mí me irritaba esto, sin ver que él ponía muchísima más espiritualidad en su progresismo que yo progreso en mi espiritua­lidad.

Sin embargo, yo me ahogaba en mi cerrado pensa­miento. Ante aquel hombre me sentía a veces como un pequeño intelectual árido y friolero, y deseaba pensar como él, respirar tan ampliamente como él. Por las no­ches, en un rincón de su taller, forzaba yo la controver­sia, la provocaba, deseando sordamente que me con­fundiera y me hiciese cambiar. Pero, gracias a la fatiga, se indignaba contra mí, contra el destino que le había dado una gran idea y le había negado los medios de transmitirla a este hijo rebelde, y nos separábamos en­colerizados y doloridos. Yo volvía a mis meditaciones y a mis libros desesperados. Él se inclinaba sobre las telas y cogía de nuevo la aguja, bajo la lámpara desnuda que teñía de amarillo sus cabellos. Desde mi cama-jaula, le oía resoplar y gruñir durante largo rato. Después, de pronto, se ponía a silbar entre dientes, suavemente, los primeros compases de la Oda a la Alegría, de la No­vena Sinfonía de Beethoven, para decirme desde lejos que el amor siempre vuelve al encuentro de los suyos. Ahora pienso en él casi todas las noches, a la hora de nuestras antiguas disputas. Y oigo aquel resoplido, aquel gruñido que terminaba en cántico, aquel sublime vendaval desvanecido. ¡Doce años hace que murió! Y yo voy a cumplir cua­renta. Si le hubiese comprendido cuando vivía, habría dirigido con más destreza mi inteligencia y mi corazón.

No he cesado de buscar. Ahora me acerco a él, después de no pocas búsquedas, a menudo agotadoras y de peli­grosos vagabundeos. Habría podido, mucho antes, conciliar la afición a la vida interior y el amor al mundo en movimiento. Habría podido tender más pronto, y acaso con mayor eficacia, cuando mis fuerzas estaban intactas, un puente entre la mística y el espíritu moder­no. Habría podido sentirme a la vez religioso y solida­rio del gran impulso de la Historia. Habría podido te­ner más pronto fe, caridad y esperanza.

Este libro resume cinco años de búsqueda, en todos los sectores del conocimiento, en las fronteras de la cien­cia y de la tradición. Me lancé a esta empresa claramente superior a mis medios, porque ya no podía seguir recha­zando este mundo presente y por venir, que es, sin em­bargo, el mío. Pero de todos los extremos nace la luz. Habría podido encontrar más deprisa una vía de comu­nicación con mi época. Es posible que no haya perdido del todo mi tiempo marchando hasta el final de mi pro­pio camino. Los hombres no encuentran lo que se mere­cen, sino lo que se les asemeja. Durante largo tiempo, busqué, como quería el Rimbaud de mi adolescencia, «la Verdad es un alma y un cuerpo». Y no lo logré. En la persecución de esta Verdad, perdí el contacto con las verdades pequeñas que hubiesen hecho de mí, no ya él superhombre al que llamaba con todo mi anhelo, sino un hombre mejor y más unificado de lo que soy. Sin em­bargo, aprendí cosas preciosas sobre el comportamiento profundo del espíritu, sobre los diferentes estados posi­bles de la conciencia, sobre la memoria y la intuición, que no hubiese aprendido de otra manera y que debían permitirme, más tarde, ver lo que hay de grandioso, de esencialmente revolucionario en la cumbre del espíritu moderno: la interrogación sobre la naturaleza del cono­cimiento y la necesidad apremiante de una especie de transmutación de la inteligencia.

Cuando salí de mi nicho de yogui para lanzar una ojeada a este mundo moderno que condenaba sin co­nocerlo, percibí de golpe lo que tiene de maravilloso. Mi estudio reaccionario, a menudo lleno de orgullo y de odio, me fue útil en impedir mi adhesión a este mun­do por su lado malo: el viejo racionalismo del siglo XIX, el progresismo demagógico. Me había impedido tam­bién aceptar este mundo como una cosa natural y, sim­plemente porque era el mío, aceptarlo en un estado de conciencia adormecida, como hacen la mayoría de las gentes. Con los ojos refrescados por mi larga perma­nencia fuera de mi tiempo, vi este mundo tan rico en fantasías reales supuestas. Mejor aún, lo que aprendía del siglo modificaba, haciéndolo más profundo, mi co­nocimiento del espíritu antiguo. Vi las cosas antiguas con ojos nuevos, y mis ojos eran también nuevos para ver las cosas nuevas.

Conocí a Jacques Verguer (enseguida diré cómo) cuan­do terminaba de escribir mi obra sobre la familia de espíritus reunida alrededor de M. Gurdjieff. Este en­cuentro, que en modo alguno atribuyo a la suerte, fue decisivo. Acababa de consagrar dos años a la descrip­ción de una escuela esotérica y de mi propia aventura. Pero otra aventura comenzaba en aquel momento para mí. He aquí lo que creí útil decir a mis lectores al despe­dirme de ellos. Espero que me perdonarán que me cite a mí mismo, sabiendo que no me gusta llamar la atención sobre mi literatura: otras cosas me preocupan más. In­venté la fábula del mono y la calabaza. Los indígenas, para cazar viva a la bestia, fijan en un cocotero una cala­baza que contiene cacahuetes. El mono acude, mete la mano, coge los cacahuetes y cierra el puño. Entonces no puede retirar la mano. Lo que ha cogido lo mantiene pri­sionero. Al salir de la escuela Gurdjieff, escribí:

«Hay que palpar, examinar los frutos-trampa y después retirarse con ligereza. Una vez satisfecha cierta curiosidad, conviene volver ágilmente la atención hacia el mundo en que estamos, recuperar nuestra libertad y nuestra lucidez, reemprender nuestro camino en la tierra de los hombres a la cual pertenecemos. Lo que importa es ver hasta qué punto la ruta esencial del pen­samiento llamado tradicional desemboca en el movi­miento del pensamiento contemporáneo. La física, la biología, las matemáticas, en su extremo último, vuel­ven hoy a manejar ciertos datos del esoterismo, resuci­tar ciertas visiones del Cosmos, relaciones de la energía y la materia, que son visiones ancestrales. Las ciencias de hoy, si las abordamos sin conformismo científico, dialogan con los antiguos magos, alquimistas, tauma­turgos. Se produce una revolución ante nuestros ojos, y es el inesperado matrimonio de la razón, en la cima de sus conquistas, con la intuición espiritual. Para los ob­servadores realmente sagaces, los problemas que se plantean a la inteligencia contemporánea no son ya problemas de progreso. La noción del progreso murió hace algunos años. Son problemas de cambio de estado, problemas de transmutación. En este sentido, los hom­bres abocados sobre las realidades de la experiencia interior siguen la dirección del porvenir y estrechan só­lidamente la mano de los sabios de vanguardia que pre­paran el advenimiento de un mundo que no tiene nin­guna medida común con el mundo de pesada transición en el que vivimos aún por algunas horas.»

Éste es exactamente el tema que será desarrollado en este grueso libro. Es preciso, pues, me dije antes de emprender la tarea, proyectar la inteligencia muy lejos hacia atrás y hacia adelante para comprender el presente. Comprendí que, si hace poco no quería a las gentes que son sencillamente «modernas», tenía razón en no que­rerlas. Pero no la tenía al condenarlas. En realidad, sólo son condenables porque su espíritu ocupa una fracción demasiado pequeña de tiempo. Apenas existen, se vuel­ven anacrónicos. Para estar presente, hay que ser con­temporáneo del futuro. Desde entonces, en cuanto me puse a interrogar el presente, recibí respuestas llenas de cosas extrañas y de promesas.

James Blish, escritor americano, dice en honor de Einstein que éste «se ha tragado vivo a Newton». ¡Admira­ble fórmula! Si nuestro pensamiento se eleva hacia una más alta visión de la vida, tiene que haber absorbido vi­vas las verdades del plano inferior. He adquirido esta certeza en el curso de mis investigaciones. Puede pare­cer vulgar, pero, cuando uno ha vivido de ideas que pretendían ocupar las cimas, como la sabiduría guenoniana y el sistema Gurdjieff, y que ignoraban o despre­ciaban la mayoría de las realidades sociales y científicas, esta nueva manera de juzgar cambia la dirección y los apetitos del espíritu. «Las cosas bajas —decía ya Pla­tón— deben volver a encontrarse en las cosas altas, aunque en otro estado.» Ahora tengo el convencimien­to de que toda filosofía superior en la que no sigan vi­viendo las realidades del plano que intenta superar es una impostura.

Por esta razón he realizado un viaje bastante largo por tierra de la física, de la antropología, de las matemáticas y de la biología, antes de intentar una vez más hacerme una idea del hombre, de su naturaleza, de sus facultades, de su destino. No hace mucho, buscaba co­nocer y comprender el todo del hombre, y despreciaba la ciencia. Sospechaba que el espíritu era capaz de al­canzar cumbres sublimes. Pero, ¿qué sabía de su mar­cha en el campo científico? ¿No había revelado en él al­guna de estas facultades en las que me sentía inclinado a creer?

Me decía: hay que ir más allá de la contradicción aparente entre materialismo y espiritualismo. Pero, el camino científico, ¿acaso no conducía a ella? Y, en este caso, ¿no era mi deber informarme de ello? ¿No era, a fin de cuentas, una actitud más razonable, en un occi­dental del siglo xx, que tomar un bordón de peregrino y marchar descalzo a la India? ¿Acaso no me rodeaba una multitud de hombres y de libros que podían ilustrarme? ¿No debía, ante todo, calar hondo en mi pro­pio terreno? Si la reflexión científica, en su grado extremo, de­semboca en una revisión de las ideas admitidas sobre el hombre, era preciso que yo lo supiera. Y enseguida se presentaba otra necesidad. Toda idea que pudiese for­jarme después sobre el destino de la inteligencia, sobre el sentido de la aventura humana, sería sólo valedera en cuanto no marchara en sentido contrario del conoci­miento moderno. Encontré el eco de esta meditación en estas frases de Oppenheimer:

«Actualmente, vivimos en un mundo en que los poetas, los historiadores, los filósofos, se enorgullecen diciendo que no admiten siquiera la posibilidad de aprender cualquier cosa referente a las ciencias: ven la ciencia al final de un largo túnel, demasiado largo para que un hombre avisado meta la cabeza en él. Nuestra filosofía —si es que tenemos una— es, pues, totalmente inadaptada a nuestra época.»

Ahora bien, para un intelectual bien adiestrado, no es más difícil penetrar, si lo desea realmente, en el siste­ma de ideas que rige la física nuclear, que comprende la economía marxista o el tomismo. No es más difícil cap­tar la teoría de la cibernética que analizar las causas de la revolución china o la experiencia poética de Mallarmé. En realidad, uno se resiste a este esfuerzo, no por miedo al esfuerzo, sino porque presiente que traería consigo un cambio en los modos de pensamientos y de expresión, una revisión de los valores hasta ahora ad­mitidos.

«Y, sin embargo —prosigue Oppenheimer—, hace ya tiempo que hubiera debido imponerse un entendi­miento más sutil de la naturaleza del conocimiento hu­mano, de las relaciones del hombre con el Universo.» Me puse, pues, a hurgar en el tesoro de las ciencias de las técnicas de hoy, de manera inexperta, desde luego, con una ingenuidad y un asombro tal vez peligrosos, pero propensos al florecimiento de comparaciones, de correspondencias, de acercamientos reveladores. En­tonces volví a encontrar cierto número de ideas que ha­bía tenido antes, desde el punto de vista del esoterismo y de la mística, sobre la grandeza infinita del hombre. Pero las encontraba en otro estado. Ahora eran convicciones que habían absorbido vivas las formas y las obras de la inteligencia humana de mi tiempo, aplicada al estudio de las realidades. Ya no eran «reaccionarias», sino que mi­ tigaban los antagonismos en vez de excitarlos. Conflic­tos muy densos, como los que existen entre materialismo y espiritualismo, entre la vida individual y vida colectiva, se resorbían en ellas bajo el efecto de una elevada temperatura. En este sentido habían dejado de ser la expresión de una elección, y, por tanto, de una ruptu­ra, y lo eran de un acontecer, de un sobrepasar, de una renovación, es decir, de la Existencia. Las evoluciones, tan rápidas e incoherentes, de las abe­jas, dibujaban al parecer en el espacio figuras matemáti­cas precisas que constituyen un lenguaje. Sueño con es­cribir una novela en la que todos los encuentros de un hombre en su existencia, efímeros o importantes, pro­ducidos por lo que llamamos casualidad o por la nece­sidad, dibujen también figuras, expresen ritmos, sean lo que tal vez son: un discurso sabiamente elaborado dirigido a un alma para su cumplimiento, y del que el alma, sólo capta, a lo largo de toda una vida, unas cuantas pa­labras sin ilación.

A veces me parece captar el sentido de este ballet humano a mi alrededor, adivinar que alguien me habla a través del movimiento de los seres que se acercan, permanecen o se alejan. Después pierdo el hilo, como todo el mundo, hasta la próxima evidencia de bulto, y, sin embargo, fragmentaria.

Salía de Gurdjieff. Una amistad muy viva me ató a André Bretón. Éste me hizo conocer a René Alleau, historiador de la alquimia. Un día que estaba buscando un vulgarizador científico, para una colección de obras de actualidad, Alleau me presentó a Bergier. Se trata­ba de un trabajo alimenticio, y yo hacía poco caso de la ciencia, vulgarizada o no. Sin embargo, este encuentro fortuito debía ordenar mi vida por un largo período de tiempo, agrupar y orientar todas las grandes influencias intelectuales o espirituales que yo había experimenta­do, desde Vivekananda a Guénon, desde Guénon a Gurdjieff, desde Gurdjieff a Bretón, y volverme, en mi edad madura, al punto de partida: mi padre.

En cinco años de estudio y de reflexiones, en el cur­so de los cuales nuestros dos espíritus, bastante diferentes, se sintieron constantemente felices de hallarse juntos, creo que descubrimos un punto de vista nuevo y rico en posibilidades. Es lo mismo que hicieron, a su manera, los surrealistas de hace treinta años. Pero, a diferencia de ellos, nosotros no hemos ido a rebuscar del lado del sueño y de la infraconciencia, sino en el otro extremo: del lado de la ultraconciencia y de la vigilia superior. Hemos bautizado así la escuela que hemos creado: escuela del realismo fantástico. No debe verse en ella la menor afición a lo insólito, al exotismo inte­lectual, a lo barroco, ni a lo pintoresco. «El viajero cayó muerto, herido por lo pintoresco», dice Max Jacob. No buscamos el extrañamiento. No investigamos los leja­nos suburbios de la realidad; por el contrario, tratamos de instalarnos en el centro. Pensamos que la inteligen­cia, por poco agudizada que esté, descubre lo fantástico en el corazón mismo de la realidad. Algo fantástico que no invita a la evasión, sino, por el contrario, a una más profunda adhesión.

Si los literatos y los artistas van a buscar lo fantásti­co fuera de la realidad, entre las nubes, es por falta de imaginación. Y sólo traen de allí un subproducto. Lo fantástico, como otras materias preciosas, tiene que ser arrancado de las entrañas de la Tierra, de la realidad. La verdadera imaginación es algo completamente distinto de la huida hacia lo irreal. «Ninguna facultad del espíri­tu se hunde tanto ni profundiza tanto como la imaginación: ésta es la gran buceadora.»

Generalmente se define lo fantástico como una vio­lación de las leyes naturales, como la aparición de lo imposible. En nuestra opinión, no es nada de esto. Lo fantástico es una manifestación de las leyes naturales, un efecto del contacto con la realidad cuando ésta se percibe directamente y no filtrada por el sueño intelectual, por los hábitos, por los prejuicios, por los confor­mismos.

La ciencia moderna nos enseña que, detrás de lo simple y visible, está lo invisible y complicado. Una mesa, una silla, el cielo estrellado, son en realidad radi­calmente diferentes de la idea que nos formamos de ellos: sistemas en rotación, energías en suspenso, etc. En este sentido decía Valéry que en el conocimien­to moderno «lo maravilloso y lo positivo han contraí­do una asombrosa alianza». Nosotros hemos percibido claramente, como espero que podrá verse en este libro, que este contrato entre lo maravilloso y lo positivo no se ciñe únicamente al dominio de las ciencias físicas y matemáticas. Lo que es verdad para estas ciencias es, sin duda, también verdad para los otros aspectos de la existencia: la antropología, por ejemplo, o la historia contemporánea, o la psicología individual, o la sociolo­gía. Lo que juega en las ciencias físicas, juega probablemente igual en las ciencias humanas. Sólo que cuesta mucho percibirlo. Y que todos los prejuicios se han re­fugiado en estas ciencias humanas, incluso aquellos que las ciencias exactas han rechazado en nuestros días; y que, en un campo tan próximo a ellos y tan cambiante, los buscadores se han empeñado, para ver claro, en reunirlo todo en un sistema: Freud lo explica todo. El ca­pital lo explica todo, etcétera. Cuando decimos prejui­cios, deberíamos decir supersticiones.

Las hay antiguas y las hay modernas. Para algunos, ningún fenómeno de civilización es comprensible si no se admite, en los orí­genes, la existencia de la Atlántida. Para otros, el mar­xismo basta para explicar a Hitler. Algunos ven a Dios en todo genio, y otros no ven más que el sexo. Toda la historia humana es templaría, a menos que sea hegeliana. Nuestro problema consiste, pues, en hacer sensible, en su estado bruto, la alianza entre lo maravilloso y lo positivo en el hombre aislado o en el hombre en socie­dad, tal como ocurre en biología, en física o en mate­máticas modernas, donde se habla abiertamente y, a fin de cuentas, sencillamente, del «Más Allá Absoluto», de «Luz Prohibida» y de «Número Cuántico de Rareza». «En la escala de lo cósmico (toda la física moderna nos lo enseña), sólo lo fantástico tiene probabilidades de ser verdadero», dice Teilhard de Chardin. Pero, para nosotros, el fenómeno humano debe medirse también por la escala de lo cósmico. Así lo expresan los más antiguos textos de sabiduría. Así lo dice también nues­tra civilización, que empieza a lanzar cohetes a los pla­netas y busca el contacto de otras inteligencias. Nuestra posición es, pues, la de hombres testigos de las realida­des de su tiempo.

Si bien se mira, nuestra actitud, al introducir, el rea­lismo fantástico de las altas ciencias en las ciencias humanas, nada tiene de original. Por lo demás, no preten­demos ser originales. La idea de aplicar las matemáticas a las ciencias, no fue realmente ruidosa: sin embargo, dio resultados muy nuevos e importantes. La idea de que el Universo no es, tal vez, lo que de él sabemos, nada tiene de original: sin embargo, vean cómo Einstein, al aplicarla, lo ha transformado todo.

Es, en fin, evidente que, partiendo de nuestros mé­todos, una obra como la nuestra, construida con un máximo de honradez y un mínimo de ingenuidad, debe suscitar más preguntas que soluciones. Un método de trabajo no es un sistema de pensamiento. No creemos que un sistema, por ingenioso que sea, pueda iluminar completamente la totalidad de lo viviente que nos ocu­pa. Se puede machacar indefinidamente al marxismo sin lograr integrar el hecho de que Hitler advirtiera varias veces, con terror, que el Supremo Desconocido había venido a visitarle. Y se podía estrujar en todos los senti­dos la medicina de antes de Pasteur sin extraer la idea de que las enfermedades son producidas por animales de­masiado pequeños para que podamos verlos. Sin embargo, es posible que exista una respuesta global y de­finitiva a todas las preguntas que provocamos, y que nosotros no la hayamos oído. Nada se excluye: ni el sí, ni el no. No hemos descubierto ningún «gurú»; no nos hemos convertido en discípulos de un nuevo mesías; no proponemos ninguna doctrina. Nos hemos esforzado simplemente en abrir para el lector el mayor número po­sible de puertas, y, como la mayoría de ellas se abren desde el interior, nos hemos apartado para dejarle pasar.

Repito: lo fantástico, para nosotros, no es lo imagina­rio. Pero una imaginación fuertemente aplicada al estudio de la realidad descubre que es muy tenue la fronte­ra entre lo maravilloso y lo positivo, o, si ustedes lo prefieren, entre el universo visible y el universo invisi­ble. Existen, tal vez, uno o varios universos paralelos al nuestro. Pienso que no habríamos emprendido este trabajo sí, en el curso de nuestra vida, no hubiésemos llegado a sentirnos, realmente, físicamente, en contacto con otro mundo. Esto le ocurrió a Bergier en Mauthausen. En otro grado, me ocurrió a mí con Gurdjieff. Las circunstancias son muy diferentes, pero el hecho esen­cial es el mismo.

El antropólogo americano Loren Eiseley, cuyas ideas se aproximan mucho a las nuestras, refiere una bella historia que expresa muy bien lo que quiero decir:

«Encontrar otro mundo —dice— no es únicamente un hecho imaginario. Puede ocurrirles a los hombres. Y también a los animales. A veces las fronteras se desli­zan o se confunden: basta con estar allí en aquel mo­mento. Yo presencié cómo le ocurría esto a un cuervo. Este cuervo es vecino mío. Jamás le he hecho el menor daño, pero tiene buen cuidado en mantenerse en la copa de los árboles, volar alto y evitar la Humanidad. Su mundo empieza donde se detiene mi débil vista. Ahora bien, una mañana, nuestros campos se hallaban sumidos en una niebla extraordinariamente espesa, y yo caminaba a tientas hacia la estación. Bruscamente, aparecieron a la altura de mis ojos dos alas negras y enormes, precedidas de un pico gigantesco, y todo se alejó como una exhalación y con un grito de terror como espero no volver a oír otro en mi vida. Este grito me obsesionó toda la tarde. Llegué hasta el punto de mirarme al espejo, preguntándome qué habría en mí de espantoso...

»Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la niebla. El cuer­vo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada,

vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para él a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza más absoluta que puede con­cebir un cuervo: un hombre volador...

»Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuyo universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como los otros cuer­vos...»

Este libro no es una novela, aunque su intención sea novelesca. No pertenece a la science-fiction, aunque se rocen los mitos que alimentan este género. No es una colección de hechos chocantes, aunque el ángel de lo Chocante se encuentre aquí en su elemento. Tampoco es una contribución científica, el vehículo de una asignatura desconocida, un testimonio, un documental o una moraleja. Es el relato, a ratos legendario y a ratos exacto, de un primer viaje a los dominios apenas explo­rados del conocimiento. Como en los manuscritos de los navegantes del Renacimiento, lo imaginario y lo verdadero, la interpolación aventurera y la visión exacta, se mezclan en él. Y es que no hemos tenido tiempo ni medios de llevar hasta el final nuestra exploración. Sólo podemos inspirar hipótesis y trazar bocetos de las vías de comunicación entre los diversos dominios que, por ahora, siguen siendo tierra prohibida, y en los que sólo hemos podido permitirnos breves estancias. Cuando hayan sido mejor explorados, sin duda se ad­vertirá que muchas de nuestras palabras eran deliran­tes, como los relatos de Marco Polo. Es un riesgo que aceptamos de buen grado. «Había muchas tonterías en el libraco de Pauwels y Bergier.» Esto es lo que dirán.

Pero si este libro ha servido para alentar el deseo de ex­plorar más de cerca, habremos logrado nuestro propó­sito.

Podríamos escribir, como Fulcanelli cuando inten­taba calar y describir el misterio de las catedrales: «Dejamos al lector el trabajo de establecer todas las relacio­nes útiles, de coordinar las versiones, de aislar la verdad positiva que aparece mezclada a la alegoría legendaria en estos fragmentos enigmáticos.» Sin embargo, nues­tra documentación no debe nada a los maestros cultos, a los libros enterrados o a los archivos secretos. Es vas­ta, pero accesible a todos. Para no hacernos pesados, he­mos evitado multiplicar las referencias, las notas al pie de las páginas, las indicaciones bibliográficas, etc. A ve­ces nos hemos servido de imágenes y alegorías, porque lo hemos considerado más eficaz, y no por afición al misterio, tan aguda entre los esoteristas que nos han hecho pensar en este diálogo de los Hermanos Marx:

«—Oye, en la casa de al lado hay un tesoro.

»—Pero si al lado no hay ninguna casa...

»—Está bien, ¡construiremos una!»

Este libro, como ya he dicho, debe mucho a Jacques Bergier. No solamente en su teoría general, que es el fruto del matrimonio de nuestras ideas, sino también por su documentación. Todos los que han conocido a este hombre de memoria sobrehumana, de curiosidad devoradora y —lo que es aún más raro— de presencia de espíritu constante, me creerán si les digo que un lus­tro al lado de Bergier me ha ahorrado veinte años de lectura activa. En su cerebro poderoso funciona una bi­blioteca formidable: la elección, la clasificación, las más complejas conexiones se producen en ella con rapidez electrónica. El espectáculo de esta inteligencia en movi­miento ha provocado siempre en mí una exaltación de

las facultades, sin la cual me hubiese sido imposible la concepción y la realización de este libro.

En un despacho de la calle de Berri, que un gran impresor puso generosamente a nuestra disposición, reunimos gran cantidad de libros, de revistas, de boleti­nes y de periódicos en todas las lenguas. Una secretaria escribió al dictado millares de páginas de notas, citas, traducciones y reflexiones. En mi casa, en el MesnilleRoi, proseguíamos todos los domingos nuestra conver­sación, interrumpida por lecturas, y, por la noche, con­signaba yo por escrito lo esencial de nuestra charla, las ideas que habían surgido de ella, las nuevas rutas de in­vestigación que nos había inspirado. Cada día, durante cinco años, me senté a mi mesa al amanecer, pues después me esperaban largas horas de trabajo en el exte­rior. Dado el estado de las cosas en este mundo al que no queremos eludir, la cuestión del tiempo es cuestión de energía. Pero hubiésemos necesitado otros diez años, muchos medios materiales y un numeroso equi­po para enfocar debidamente nuestra empresa. Quisiéramos, si un día disponemos de algún dinero, arranca­do aquí y allá, crear una especie de instituto en el que prosiguieran los estudios apenas esbozados en este li­bro. Espero que estas páginas nos ayuden a lograrlo, si es que tienen algún valor. Como dice Chesterton, «la idea que no trata de convertirse en palabra es una ma­la idea, y la palabra que no trata de convertirse en ac­ción es una mala palabra».

Por diversas razones, las actividades exteriores de Bergier son muy numerosas. También lo son las mías, y bastante amplias. Pero yo he visto en mi infancia morir de trabajo. «¿Cómo hace usted todo lo que hace?» No lo sé, pero podría responder con la frase de Zen: «Voy a pie y, sin embargo, estoy sentado a lomos de un buey.» Muchas dificultades, recomendaciones y contra­tiempos de todas clases se han cruzado en mi camino,

poniéndome al borde de la desesperación. No me gusta la figura del creador tercamente indiferente a todo lo que no sea su obra. Me domina un amor más vasto, y la estrechez en el amor, aunque sea el precio de una bella obra, me hace el efecto de una contorsión indigna. Pero se comprenderá que en estas circunstancias, en la corriente de una vida ampliamente entregada, uno corre el riesgo de ahogarse. Me ayudó un pensamiento de Vi­cente de Paúl:

«Los grandes designios son siempre cru­zados por diversos encuentros y dificultades. La carne y la sangre nos dirán que hay que abandonar la misión; guardémonos de escucharlas. Dios jamás cambia las cosas que ha resuelto, aunque se produzcan cosas que nos parezcan contrarias.»

En el curso complementario de Juvisy, que evoqué al principio de este prefacio, nos mandaron un día comentar la frase de Vigny:

«Una vida lograda es un sue­ño de adolescentes realizado en la edad madura.» Entonces yo soñaba en profundizar y en servir a la filosofía de mi padre, que era una filosofía del progreso. Es lo que intento hacer, después de muchas fugas, opo­siciones y rodeos. ¡Que mi lucha dé paz a sus cenizas! A sus cenizas hoy dispersadas, según deseaba, pensan­do, como pienso yo también, que la «materia es tal vez únicamente una máscara entre todas las máscaras del Gran Rostro».

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