CONSPIRACIÓN A LA LUZ DEL DÍA

La generación de los «obreros de la Tierra». — ¿Es us­ted un moderno retrasado o un contemporáneo del fu­turo? — Un anuncio en los muros de París, en 1622. — El lenguaje esotérico es el lenguaje técnico. — Una nueva noción de la sociedad secreta. Un nuevo aspecto del «espíritu religioso».

Griffin, el hombre invisible de Wells, decía: «Los hombres, incluso los cultos, no se dan cuenta de los poderes ocultos en los libros de ciencia. En estos volúme­nes hay maravillas, hay milagros.»

Ahora sí que se dan cuenta, y los hombres de la ca­lle más que los letrados, siempre retrasados en las revoluciones. Hay milagros, hay maravillas, y hay cosas es­pantosas. Los poderes de la ciencia, después de Wells, se han extendido más allá del planeta y amenazan la vida de éste. Ha nacido una nueva generación de sabios. Son gentes que tienen conciencia de ser, no buscadores desinteresados y espectadores puros, sino empleando la bella expresión de Teilhard de Chardin, «obreros de la Tierra». Solidarios del destino de la Humanidad y, en notable proporción, responsables de este destino.

Joliot Curie lanza botellas de gasolina contra los ca­rros alemanes en los combates para la liberación de Pa­rís. Norbert Wiener, el cibernético, apostrofa a los hom­bres políticos:

«¡Os hemos dado un depósito infinito de poder y habéis hecho Bergen Belsen e Hiroshima!»

Son sabios de un nuevo estilo, cuya aventura está li­gada a la del mundo.[5] Son los herederos directos de los investigadores del primer cuarto de nuestro siglo: los Curie, Langevin, Perrin, Planck, Einstein, etc. Aún no se ha dicho bastante que, durante aquellos años, la llama del genio se elevó a alturas jamás alcanzadas des­de el milagro griego. Estos maestros libraron batallas contra la inercia del espíritu humano. Y habían sido violentos en sus combates.

«La verdad no triunfa jamás, pero sus adversarios acaban por morir», decía Planck. Y Einstein: «No creo en la educación. Tú mismo debes ser tu único modelo, aunque este modelo sea espanto­so.»

Pero no eran conflictos al nivel de la Tierra, de la Historia, de la acción inmediata). Se sentían responsa­bles únicamente ante la Verdad. Sin embargo, la políti­ca los alcanzó. El hijo de Planck fue asesinado por la Gestapo. Einstein fue desterrado. La actual generación percibe por todos lados, en todas las circunstancias, que el sabio está ligado al mundo. Él detenta la casi to­talidad del saber útil. Pronto detentará la casi totalidad del poder. Es el personaje clave de la aventura a que se ha lanzado la Humanidad. Cercado por los políticos, observado por la Policía, y los servicios de informa­ción, vigilado por los militares, tiene iguales probabili­dades de encontrarse al final de su camino con el Pre1.

«El investigador ha debido reconocer que, lo mismo que todo ser humano, es a un tiempo espectador y actor en el gran drama de la existencia.»

Premio Nobel o ante el pelotón de ejecución. Al mismo tiempo, sus trabajos le hacen ver la irrisión de los particularismos, le elevan a un nivel de conciencia planetario, si no cósmico. Pero hay un malentendido. Entre lo que él mismo arriesga y los riesgos que se corren al mundo, sólo un despreciable cobarde podría vacilar. Kurchatof rompe la consigna del silencio y revela cuanto sabe a los físicos ingleses de Harwell. Pontecorvo huye a Rusia para proseguir su obra. Oppenheimer choca con su Go­bierno. Los atomistas americanos se colocan frente al Ejército y publican su extraordinario Boletín: la cubierta representa un reloj cuyas saetas avanzan hacia la medianoche cada vez que un experimento o un descubrimien­to peligroso caen en manos de los militares.

«He aquí mi predicción para el porvenir —escribe el biólogo inglés J. B. S. Haldane—: ¡Lo que no ha sido, será! ¡Y nadie puede librarse!»

La materia libera su energía y se abre la ruta de los planetas. Tales acontecimientos parecen no tener paralelo en la Historia.

«Vivimos en un momento en que la Historia contiene el aliento, en que el presente se desprende del pasado como el iceberg rompe sus lazos con el cantil de hielo y se lanza al océano sin límites.»[6]

Si el presente se desliga del pasado, se trata de una ruptura, no con todos los pasados, no con el pasado que llegó a la madurez, sino con el pasado nacido últi­mamente, es decir, con lo que llamamos «la civilización moderna». Esta civilización, salida del hervidero de ideas de la Europa occidental del siglo XVIII, desarrolla­da en el XIX y que ha dado sus frutos al mundo entero durante la primera mitad del xx, está en camino de ale­jarse de nosotros. Lo sentimos a cada instante. Estamos en el momento de la ruptura. Nos situamos, ora como modernos atrasados, ora como contemporáneos del futuro. Nuestra conciencia y nuestra inteligencia nos di­cen que no es lo mismo en absoluto.

Las ideas que sirvieron de fundamento a esta civili­zación moderna están gastadas. En este período de rup­tura, o más bien de transmutación, no debemos asom­brarnos demasiado si el papel de la ciencia y la misión del sabio experimentan cambios profundos. ¿Cuáles son estos cambios? Una visión que arranca de un pasa­do lejano nos permitiría alumbrar el porvenir. O, pre­cisando más, puede refrescarnos la vista para buscar un nuevo punto de partida.

Un día de 1622, los parisienses vieron en sus paredes unos carteles concebidos en estos términos:

«Nosotros, delegados del colegio principal de los Hermanos de la Rosacruz, hemos venido visible e invisiblemente a esta ciudad, por la gracia del Altísimo al que se vuelven los corazones de los Justos, a fin de librar a los hombres, nuestros semejantes, de error mortal.»

Muchos consideraron que se trataba de una broma; pero, como nos recuerda hoy Monsieur Serge Hutin:

«Se atribuía a los Hermanos de la Rosacruz la posesión de los secretos siguientes: la transmutación de los metales, la prolongación de la vida, el conocimiento de lo que ocurre en lugares alejados, la aplicación de la ciencia oculta al descubrimiento de los objetos más escon­didos.»1

Supriman el término «oculto» y se hallarán us­tedes con las facultades que posee, o tiende a poseer, la ciencia moderna. Según la leyenda forjada con mucha anterioridad a aquella época, la sociedad de los Ro­sacruz pretendía que el poder del hombre sobre la Naturaleza y sobre sí mismo llegaría a ser infinito, que la inmortalidad y el control de todas las fuerzas naturales estaban a su alcance y que todo lo que pasa en el Univer­so puede serle conocido. Nada absurdo hay en ello, y los progresos de la ciencia han confirmado en parte aquellos sueños. De modo que la llamada de 1622, traducida al lenguaje moderno, podría fijarse en los muros de París o publicarse en los diarios si los sabios se reuniesen en congreso para informar a los hombres de los peligros que corren y de la necesidad de orientar sus actividades según nuevas perspectivas sociales y morales. Cierta de­claración patética de Einstein, cierto discurso de Oppenheimer, cierto editorial del Boletín de los atomistas americanos, tienen el mismo son que el manifiesto de los Rosacruz. Vean incluso un texto ruso reciente. En oca­sión de la conferencia sobre los radioisótopos celebrada en París, en 1957, el escritor soviético Vladimir Orlof es­cribió:

«Todos los alquimistas de hoy deben recordar los estatutos de sus predecesores de la Edad Media, esta­tutos conservados en una biblioteca de París y que pro­claman que sólo pueden consagrarse a la alquimia los hombres de corazón puro y elevadas intenciones.»

La idea de una sociedad internacional y secreta de hombres intelectualmente muy avanzados, transformados espiritualmente por la intensidad de su saber, deseosos de defender sus descubrimientos científicos contra los poderes organizados, contra la curiosidad y la codicia de otros hombres —reservando para el mo­mento oportuno la utilización de sus descubrimientos, o enterrándolos por varios años, o poniendo sólo una pequeña parte en circulación—, esta idea, digo, es a la vez muy antigua y ultramoderna. Era inconcebible en el siglo XIX o hace sólo veinticinco años. Hoy es conce­bible. En cierto modo, me atrevo a afirmar que tal so­ciedad existe en este momento. Ciertos huéspedes de Princeton —pienso esencialmente en un sabio viajero oriental—[7] pueden haberlo advertido. Si nada prueba que la sociedad secreta Rosacruz existió en el siglo XVII, todo nos invita a pensar que una sociedad de esta natu­raleza se está formando hoy en día, por la fuerza de las. cosas, y que se inscribe lógicamente en el futuro. Pero hay que explicar la noción de la sociedad secreta. Est noción, tan lejana, es aclarada por el presente.

Volvamos a la Rosacruz.

«Constituyen, pues —no dice el historiador Serge Hutin—, la colectividad d los seres llegados a un estado superior a la Humanidad corriente, poseedores por ello de los mismos ca racteres interiores que les permitan reconocerse entre ellos.»

Esta definición tiene la ventaja de eludir el fárrago ocultista, al menos a nuestros ojos. Y es que tenemos una idea clara del «estado superior», una idea científica, presente, optimista.[8]

Nos hallamos en un grado de investigación desde el cual vemos la posibilidad de mutaciones artificiales para el mejoramiento de los seres vivos, e incluso del hombre. «La radiactividad puede crear monstruos, pero también nos dará genios», declara un biólogo in­glés. El último objetivo de la investigación alquimista, que es la transmutación del propio operador, es acaso el último objetivo de la investigación científica actual. Enseguida veremos cómo, en cierta medida, esto se ha producido ya en algunos sabios contemporáneos.

Los estudios avanzados de psicología parecen de­mostrar la existencia de un estado diferente del sueño y de la vigilia, un estado de consciencia superior en que el hombre estaría en posesión de medios intelectuales decuplicados. A la psicología de las profundidades, que debemos al psicoanálisis, añadimos hoy una psicología de las alturas que nos sitúa en el camino de una posible superintelectualidad. El genio será sólo una de las eta­pas del camino que puede recorrer el hombre dentro de sí mismo para alcanzar el uso de la totalidad de sus facultades. En una vida intelectual normal, no utilizamos ni la décima parte de nuestras posibilidades de atención, de penetración, de memoria, de intuición, de coordinación. Podría ser que estuviésemos a punto de descubrir, o de redescubrir, las llaves que nos permitan abrir, en nosotros, puertas detrás de las cuales nos espe­ra una multitud de conocimientos. La idea de una mu­tación próxima de la Humanidad, en este plano, no re­vela un sueño ocultista, sino una realidad. En el curso de esta obra, volveremos largamente sobre ello. Sin duda existen ya «mutandos» entre nosotros, o, en todo caso, hombres que han dado ya algunos pasos por el ca­mino que un día emprenderemos todos.

Según la tradición,[9] como quiera que la palabra «genio» no bastaba a expresar todos los estados supe­riores posibles del cerebro humano, los Rosacruz eran espíritus de otro calibre que se reunían por agrupación. Digamos mejor que la leyenda de la Rosacruz sirvió de soporte a una realidad: la sociedad secreta permanente de los hombres superiormente iluminados. Una cons­piración a la luz del día.

La sociedad de los Rosacruz se habría formado, na­turalmente, al buscar, los hombres llegados a un estado de conciencia elevado, otros hombres, parecidos a ellos en conocimientos, con quienes poder dialogar. Es el caso de Einstein, comprendido sólo por cinco o seis hombres en todo el mundo, o de algunos centenares de físicos y matemáticos capaces de pensar eficazmente en volver a poner sobre el tapete la ley de paridad.

Para los Rosacruz no hay más estudio que el de la Naturaleza, pero este estudio no puede realmente ilustrar más que a espíritus de un calibre diferente a los or­dinarios.

Aplicando un espíritu de diferente calibre al estu­dio de la Naturaleza, se llega a la totalidad de los conocimientos y a la sabiduría. Esta idea nueva, dinámica, sedujo a Descartes y a Newton. Más de una vez se ha citado a los Rosacruz a su respecto. ¿Quiere esto de­cir que estaban afiliados a ella? Esta pregunta no tiene sentido. No nos imaginamos una sociedad organizada, sino contactos necesarios entre espíritus calibrados de un modo diferente, y un lenguaje común, no secreto, sino sencillamente inaccesible a los demás hombres en un tiempo dado.

Si algunos conocimientos profundos sobre la mate­ria y la energía, sobre las leyes que rigen el Universo, fueron elaborados por civilizaciones hoy desapareci­das, y si algunos fragmentos de estos conocimientos han sido conservados a través de las edades (lo cual, por otra parte, lo sabemos ciertamente), sólo pudieran serlo por espíritus superiores y en lenguaje forzosamente in­comprensible para el común de los humanos. Pero aun prescindiendo de esta hipótesis, podemos, no obstante, imaginar, en el curso de los tiempos, una sucesión de espíritus desmesurados, que se comunicaban entre ellos. Tales espíritus saben con evidencia que no tiene ningún interés hacer alarde de su poderío. Si Cristó­bal Colón hubiese sido un espíritu desmesurado, ha­bría mantenido en secreto su descubrimiento.

Obligados a una especie de clandestinidad, estos hombres sólo pueden establecer contactos satisfactorios con sus igua­les. Basta pensar en las conversaciones de los médicos alrededor de una cama de hospital, conversaciones mantenidas en voz alta y de las que nada llega al cono­cimiento del enfermo, para comprender lo que queremos decir, sin tener que ahogar la idea en la niebla del ocultismo, de la iniciación, etc. En fin, es natural que los espíritus de esta clase, empeñados en pasar inadver­tidos simplemente para que no los molesten, tienen otro trabajo que jugar a conspiradores. Si forman una sociedad, es por la fuerza de las cosas. Si tienen un len­guaje particular, es que las nociones generales que este lenguaje expresa son inaccesibles al espíritu humano ordinario. En este sentido y sólo en él, aceptamos la idea de sociedades secretas. Las otras sociedades secre­tas, las que se ven, y que son innumerables, no son más que imitaciones, juegos de niños que copian a los adultos.

Mientras los hombres alimenten el sueño de obtener algo por nada, dinero sin trabajar, conocimientos sin estudio, poder sin conocimientos, virtud sin ascetismo, florecerán las sociedades presuntamente secretas y de iniciación, con sus jerarquías de imitación y sus fórmu­las que remedan el lenguaje secreto, es decir, técnico.

Hemos elegido el ejemplo de los Rosacruz de 1622, porque el verdadero Rosacruciano, según la tradición, no se hacía con misteriosas iniciaciones, sino con el es­tudio profundo y coherente del Líber Mundi, el libro del mundo y de la Naturaleza. La tradición de la Ro­sacruz es, pues, idéntica a la de la ciencia contemporá­nea. Hoy empezamos a comprender que un estudio profundo y coherente de este libro de la Naturaleza re­quiere algo más que espíritu de observación, que lo que llamábamos últimamente espíritu científico, e incluso algo más que lo que llamamos inteligencia. Es preciso, en el punto a que han llegado nuestras investigaciones, que el espíritu se eleve sobre sí mismo, que la inteligen­cia se trascienda. Lo humano, lo demasiado humano, no es bastante. Y es a esta comprobación, realizada en siglos pasados por hombres superiores, que debemos, si no la realidad, al menos la leyenda de la Rosacruz. El moderno retrasado es racionalista. El contemporáneo del futuro se siente religioso. Mucho modernismo no; aleja del pasado. Un poco de futurismo nos vuelve a lle var a él.

«Entre los jóvenes atomistas —escribe Robert Jungk—,[10] los hay que consideran sus trabajos como una especie de concurso intelectual que no lleva consigo ni significación profunda ni obligaciones, pero algunos encuentran ya en la investigación una experiencia religiosa.»

Nuestros rosacrucianos de 1622 hacían en París una «estancia invisible». Lo más chocante es que, en el clima actual de policía y de espionaje, los grandes in­vestigadores logren comunicarse entre ellos cortando las pistas que podrían conducir a los Gobiernos hasta sus trabajos. Diez sabios podrían discutir en alta voz la suerte del mundo, en presencia de Kruschef y de Eisenhower, sin que estos caballeros comprendiesen una sola palabra. Una sociedad internacional de investigadores que no interviniese en los asuntos de los hombres tendría todas las probabilidades de pasar inadvertida como pasaría inadvertida una sociedad que limitase su intervención a casos muy particulares. Incluso podrís no separarse en sus medios de comunicación. La TSH habría podido descubrirse muy bien en el siglo XVII, los aparatos de galena, tan sencillos, habrían podido servir a los «iniciados». De igual manera, los investiga­dores modernos sobre los medios parapsicológicos quizá han logrado aplicaciones de telecomunicación. El ingeniero americano Víctor Enderby ha escrito recien­temente que, si bien se habían obtenido resultados en este terreno, los mismos habían sido guardados secre­tos, por libre voluntad de los inventores.

Pero sigue chocándonos que la tradición de la Rosacruz aluda a aparatos o máquinas que la ciencia ofi­cial de la época no pudo fabricar: lámparas perpetuas, registradores de sonidos y de imágenes, etcétera. La le­yenda describe los aparatos encontrados en la tumba del simbólico «Christian Rosenkreutz», que hubiesen podido ser de 1958, pero no de 1622. Todo lo cual tien­de, en la doctrina de la Rosacruz, al dominio del Uni­verso por la ciencia y la técnica, y en modo alguna por la iniciación y la mística.

De igual manera, podemos concebir en nuestra época una sociedad que mantenga una tecnología se­creta. Las persecuciones políticas, las presiones socia­les, el desarrollo del sentido moral y de la conciencia de una tremenda responsabilidad, obligarán cada vez más a los sabios a entrar en la clandestinidad. Ahora bien, esta clandestinidad no frenará la búsqueda. Sería absur­do pensar que los cohetes y las grandes máquinas rom­pedoras de átomos han de ser en adelante los únicos instrumentos del investigador. Los verdaderos descu­brimientos grandes se han hecho siempre con medios sencillos, con un equipo sucinto. Es posible que existan en el mundo, en este momento, ciertos lugares en que la densidad intelectual sea particularmente grande y en que se afirme esta nueva clandestinidad. Entramos en una época que recuerda mucho los comienzos del siglo XVII, y tal vez se prepara un nuevo manifiesto de 1622. Tal vez ha aparecido ya. Pero nosotros no nos hemos dado cuenta.

Lo que nos aleja de estas ideas es que los tiempos antiguos se expresan mediante fórmulas religiosas. Por ello, les prestamos sólo una atención literaria o «espiritual». En este aspecto, somos modernos. En este aspec­to no somos contemporáneos del futuro.

Lo que nos choca, en fin, es la afirmación reiterada de la Rosacruz y de los alquimistas, según la cual el úl­timo fin de la ciencia de las transmutaciones es la transmutación del propio espíritu. No se trata de magia, ni de recompensa bajada del cielo, sino de un descubri­miento de las realidades que obligue al espíritu del ob­servador a situarse de otra manera. Si pensamos en la evolución, extraordinariamente rápida, del estado de espíritu de los más grandes atomistas, empezamos a comprender lo que querían decir los de la Rosacruz. Estamos en una época en que la ciencia, en su punto ex­tremo, alcanza el universo espiritual y transforma el es­píritu del propio observador, lo sitúa a un nivel distinto del de la inteligencia científica, que ha llegado a ser insuficiente. Lo que les ocurre a nuestros atomistas pue­de compararse a la experiencia descrita por los textos de alquimia y por la tradición de la Rosacruz. El lenguaje espiritual no es un balbuceo que precede al lengua­je científico; es más bien el logro de este último. Lo que pasa en nuestro presente, ha podido pasar en tiempos antiguos, en otro plano de conocimiento, de suerte que la leyenda de la Rosacruz y la realidad de nuestros días se iluminan mutuamente. Hay que mirar las cosas an­tiguas con ojos nuevos; esto ayuda a comprender el mañana.

No estamos ya en los tiempos en que el progreso se identifica exclusivamente con el avance científico y téc­nico. Aparece otro factor, el que se encuentra en los Su­periores Desconocidos de los siglos pasados cuando muestran la observación del Líber Mundi como desem­bocando en «otra cosa». Un físico eminente, Heisenberg, declara hoy:

«El espacio en el cual se desenvuelve el ser espiritual del hombre tiene dimensiones distintas de aquellas en que se desplegó durante los últimos si­glos.»

Wells murió desengañado. Su poderoso espíritu había vivido de la fe en el progreso. Ahora bien, Wells, en el crepúsculo de su vida, veía que el progreso toma­ba aspectos espantosos. Ya no le merecía confianza. La ciencia corría el riesgo de destruir el mundo; acababan de inventarse los mayores medios de destrucción.

«El hombre —dice el viejo Wells, desesperado, en 1946— ha llegado al término de sus posibilidades.» En este momento, el anciano que había sido genio de la antici­pación dejó de ser contemporáneo del futuro. Noso­tros empezamos a adivinar que el hombre no ha llegado más que al término de una de sus posibilidades. Apare­cen otras posibilidades. Se abren otros caminos, que el flujo y el reflujo del océano de las edades cubre y des­cubre alternativamente. Wolfgang Pauli, matemático y físico mundialmente conocido, hacía antaño profesión de una estrecha fe científica, según la mejor tradición del siglo XIX. En 1932, durante el Congreso de Copen­hague, gracias a su escepticismo helado y a su voluntad de poder, adoptaba la apariencia del Mefistófeles de Fausto. En 1955, su espíritu penetrante había extendido con tal amplitud sus perspectivas que se convertía en un pintor elocuente de un camino de salvación interior largo tiempo desdeñado. Esta evolución es típica. Es la evolución de la mayoría de los grandes atomistas. No es el retorno al moralismo ni a la vaga religiosidad. Se trata, por el contrario, de un progreso en el pertrecho del espíritu de observación; de una reflexión nueva so­bre la naturaleza del conocimiento. «Frente a la divi­sión de las actividades del espíritu humano en terrenos distintos, rigurosamente mantenida desde el siglo XVII —dice Wolfgang Pauli—, me imagino una finalidad que sería la dominación de cosas opuestas, una sínte­sis que abarcase la inteligencia racional y la experiencia mística de la unidad. Esta finalidad es la única que está de acuerdo con el mito, expresado o no, de nuestra época.»

 II

Los profetas del Apocalipsis. — Un Comité de la Deses­peración. — La ametralladora de Luis XVI. — La cien­cia no es una vaca sagrada. — El señor Despotopoulos quiere ocultar el progreso. — La leyenda de los Nueve Desconocidos.

Hubo, en la segunda mitad del siglo XIX, en el um­bral de los tiempos modernos, una pléyade de pensado­res furiosamente reaccionarios. Veían un engaño en la mística del progreso social; una carrera al abismo en el progreso científico y técnico. Philippe Lavistine, nueva encarnación del héroe de La obra maestra desconocida de Balzac, y discípulo de Gurdjieff, me los enseñó. En aquella época en que leía a René Guénon, maestro del antiprogresismo, y frecuentaba a Lanza del Vasto, re­cién vuelto de la India, no estaba lejos de coincidir con las razones de estos pensadores contra la corriente. Era muy poco después de la guerra. Einstein acababa de en­viar su famoso telegrama:

«Nuestro mundo se enfrenta con una crisis todavía inadvertida por aquellos que poseen el poder de tomar grandes decisiones para bien o para mal. La potencia desencadenada del átomo lo ha cambiado todo, salvo nuestros hábitos de pensar, y nos dirigimos hacia una catástrofe sin precedentes. Nosotros, los científicos que hemos liberado esta inmensa potencia, tenemos la aplastante responsabilidad, en esta lucha mundial de vida o muerte, de dominar el átomo en beneficio de la Humanidad, y no para su destrucción. La federación de sabios americanos se une a mí en esta llamada. Os rogamos que apoyéis nuestros esfuerzos para hacer comprender a América que el destino del género humano se decide hoy, ahora, en este minuto. Necesita­mos inmediatamente doscientos mil dólares para una campaña nacional destinada a hacer ver a los hombres que es esencial un nuevo modo de pensar, si la Huma­nidad quiere sobrevivir y alcanzar niveles más altos. Esta llamada es fruto de una larga meditación sobre la inmensa crisis con que nos enfrentamos. Os pido con urgencia un cheque inmediato, dirigido a mí, como presidente del Comité de la Desesperación de los Sa­bios del Átomo, Princeton, Nueva Jersey. Reclamamos vuestra ayuda en este instante fatal, como señal de que nosotros, los hombres de ciencia, no estamos solos.»

Esta catástrofe, me dije yo (y doscientos mil dóla­res no cambiarán nada), mis maestros la habían previs­to hace mucho tiempo. Dios había ofrecido al hombre el obstáculo de la materia, y, como decía Blanc de Saint Bonnet, «el hombre es el hijo del obstáculo». Pero los modernos desligados de los principios, quisie­ron hacer desaparecer los obstáculos. La materia, que obstaculizaba, ha sido vencida. Está libre el camino ha­cia la nada. Hace dos mil años, Orígenes escribía formi­dablemente que «la materia es el absorbente de la ini­quidad». De hoy en adelante, la iniquidad ya no es absorbida, sino que se extiende en olas destructoras. Este Comité de la Desesperación no logrará absor­berla.

Los antiguos eran sin duda tan malos como noso­tros, pero lo sabían. Este conocimiento hacía que se colocaran barreras. Una bula del Papa condena el empleo del trípode destinado a robustecer el arco: esta máquina, sumada a los medios naturales del arquero, haría in­humano el combate. La bula es observada durante dos­cientos años. Rolando, en Roncesvalles, derribado por las hondas sarracenas, exclama: «¡Maldito sea el cobarde que inventó armas capaces de matar a distancia!» En tiempos más próximos, en 1775, un ingeniero francés, Du Perron, presentó al joven Luis XVI un «órgano mili­tar» que, accionado por una manivela, disparaba simultáneamente veinticuatro balas. Una memoria acompañaba al instrumento, embrión de las ametralladoras mo­dernas. La máquina pareció tan mortífera al rey y a sus ministros, Malesherbes y Turgot, que fue rechazada y su inventor considerado como enemigo de la Hu­manidad.

A fuerza de querer emanciparlo todo, hemos emancipado también la guerra. Antaño ocasión de sa­crificio y de salvación para algunos, se ha convertido en condenación de todos.

Tales eran, poco más o menos, mis pensamientos allá por el año 1946, y pensé en publicar una antología de «pensadores reaccionarios» cuyas voces fueron aho­gadas, en su tiempo, por el coro de los progresistas románticos. Estos escritores al revés, estos profetas del Apocalipsis, que clamaban en el desierto, se llamaban Blanc de Saint Bonnet, Émile Montagut, Albert Sorel, Donoso Cortés, etc. Con un espíritu de rebeldía muy parecido al de estos antepasados, releí un folleto intitu­lado El tiempo de los asesinos, en el que colaboraron principalmente Aldous Huxley y Albert Camus. La Prensa americana se hizo eco de este libelo en que sa­bios, militares y políticos eran fuertemente maltratados y donde se deseaba un proceso de Nuremberg para to­dos los técnicos de la destrucción.

Hoy creo que las cosas son menos sencillas y que hay que mirar con otros ojos y desde más alto la histo­ria irreversible. Sin embargo, en 1946 —inquietante posguerra—, esta corriente de ideas trazaba una estela fulgurante en el océano de angustia en que se hallaban sumidos los intelectuales que no querían ser «víctimas ni verdugos». Y es cierto que, después del telegrama de Einstein, las cosas han empeorado. «Lo que hay en la cartera de los sabios es espantoso», dice Kruschef en 1960. Pero los espíritus se han cansado, y, después de muchas solemnes e inútiles protestas, se han vuelto hacia otros temas de reflexión, esperando, como el con­denado a muerte en su celda, que se conceda o se denie­gue el indulto. Sin embargo, en todas las conciencias existe desde ahora un fondo de rebelión contra la cien­cia capaz de aniquilar el mundo, una duda sobre el va­lor salvador del progreso técnico. «Acabarán por vo­larlo todo.» Después de las furiosas críticas de Aldous Huxley en Contrapunto y Un mundo feliz[11] se hundió el optimismo científico.

En 1951, el químico americano Anthony Standen publicaba un libro titulado: La cien­cia es una vaca sagrada, donde protestaba contra la ad­miración fetichista por la ciencia. En octubre de 1953, un célebre profesor de Derecho de Atenas, O. J. Despotopoulos, dirigía a la UNESCO un manifiesto pidiendo que se interrumpiera el desarrollo científico, o mejor, que se guardara en secreto. La investigación, proponía, debería confiarse en adelante a un consejo de sabios mundialmente elegido y que, por ello, sería dueño de guardar silencio. Esta idea, por utópica que sea, no carece de interés. Apunta una posibilidad del porvenir e incide en uno de los grandes temas de las pasadas civilizaciones. En una carta que nos dirigió en 1955,0. J. Despotopoulos, preci­saba su idea:

«La ciencia de la Naturaleza es ciertamente una de las hazañas más dignas de la historia humana. Pero, a partir del momento en que se desencadenan fuerzas ca­paces de destruir la Humanidad entera, deja de ser lo que era desde el punto de vista moral. La distinción en­tre la ciencia pura y sus aplicaciones técnicas se ha he­cho prácticamente imposible. No podríamos, pues, ha­blar de la ciencia como de un valor en sí. O mejor, en ciertos sectores, los más importantes, constituye ahora un valor negativo, en la medida en que escapa al control de la conciencia para extender sus peligros según el grado de voluntad de poder de los responsables políticos. La idolatría del progreso y de la libertad en materia de investigación científica es totalmente perniciosa. Nues­tra proposición es ésta: codificación de las conquistas de la ciencia de la Naturaleza realizadas hasta ahora y prohibición total o parcial de su progreso futuro por un consejo supremo mundial de sabios. Ciertamente, tal medida es trágicamente cruel, ya que su objeto apunta a uno de los más nobles impulsos de la Huma­nidad, y nadie puede subestimar las dificultades inhe­rentes a dicha medida. Pero no existe otra que sea lo bastante eficaz. Las objeciones fáciles; retorno a la Edad Media, a la barbarie, etc., no contienen ningún ar­gumento serio. No se trata de hacer retroceder a la inte­ligencia, sino de defenderla. No se trata de restricciones en beneficio de una clase social, sino de salvaguardia de toda la Humanidad. Éste es el problema. Todo lo de­más no es más que división y dispersión de la actividad enfrentándola con subproblemas.»

Estas ideas recibieron favorable acogida en la Pren­sa inglesa y alemana y han sido extensamente comenta­das en el Boletín de los sabios atomistas de Londres. No se alejan mucho de ciertas proposiciones formula­das en las conferencias mundiales consagradas al de­sarme.

No es pecado creer que, en otras civilizaciones, se haya producido, no una ausencia de ciencia, sino un se­creto impuesto a la ciencia. Tal parece ser el origen de la maravillosa leyenda de los Nueve Desconocidos.

La tradición de los Nueve Desconocidos se remonta al emperador Asoka, que reinó en la India a partir del año 273 a.C. Era nieto de Chandragupta, primer unificador de la India. Ambicioso como su antepasado, cuya labor quiso completar, emprendió la conquista del país de Kalinga, que se extendía desde la actual Calcuta a Madras. Los kalingueses resistieron y perdieron cien mil hombres en la batalla. La vista de esta multitud sacrificada trastornó a Asoka. Desde entonces, le tomó horror a la guerra. Renunció a proseguir la integración de los países insurrectos, declarando que la verdadera conquista consiste en ganar el corazón de los hombres por la ley del deber y la piedad, pues la Majestad Sagra­da desea que todos los seres animados disfruten de se­guridad, de la libre disposición de sí mismos, de la paz y de la felicidad.

Convertido al budismo, Asoka, con el ejemplo de sus propias virtudes, propagó esta religión por toda la India y por todo su imperio, que se extendía hasta Ma­lasia, Ceilán e Indonesia. Después, el budismo con­quistó Nepal, el Tibet, la China y Mongolia. Asoka respetaba, empero, todas las sectas religiosas. Predicó el vegetarianismo y proscribió el alcohol y los sacrifi­cios de animales. H. G. Wells, en su historia del mundo abreviada, escribe:

«Entre las decenas de millares de nombres de monarcas que se apretujan en las columnas de la Historia, el nombre de Asoka brilla casi solo, como una estrella.»

Se dice que, conocedor de los horrores de la guerra, el emperador Asoka quiso prohibir para siempre a los hombres el mal uso de la inteligencia. Bajo su reinado, entra en el secreto la ciencia de la Naturaleza, pasada y por venir. Las investigaciones, desde la estructura de la materia a las técnicas de la psicología colectiva, se disi­mularán en adelante, y durante veintidós siglos, detrás del rostro místico de un pueblo al que el mundo consi­dera dedicado sólo al éxtasis y a lo sobrenatural, Asoka funda la más poderosa sociedad secreta de la Tierra: la de los Nueve Desconocidos.

Se dice aún que los grandes responsables del destino moderno de la India, y sabios como Bose y Ram, creen en la existencia de los Nueve Desconocidos, e in­cluso reciben de ellos consejos y mensajes. La imagina­ción entrevé la fuerza de los secretos que pueden deten­tar nueve hombres que se lucran directamente de las experiencias, de los trabajos, de los documentos acu­mulados durante más de diez decenas de siglos. ¿Cuá­les son los fines de estos hombres? No dejar que caigan en manos profanas los medios de destrucción. Prose­guir las investigaciones beneficiosas para la Humani­dad. Estos hombres se supone que se renuevan para guardar los secretos técnicos venidos de un remoto pa­sado.

Las manifestaciones exteriores de los Nueve Des­conocidos son raras. Una de ellas tiene relación con el prodigioso destino de uno de los hombres más miste­riosos de Occidente: el Papa Silvestre II, conocido también por el nombre de Gerbert d'Aurillac. Nacido en Auvernia, el año 920, y muerto en 1003, Gerbert fue monje benedictino, profesor de la Universidad de Reims, arzobispo de Rávena por la gracia del emperador Otón III. Se dice que estuvo en España y que un mis­terioso viaje lo llevó a la India, de donde sacó diversos conocimientos que llenaron de estupefacción a los que le rodeaban. Así fue como poseyó en su palacio una cabeza de bronce que respondía «sí» o «no» a las pre­guntas que le hacían sobre la política y la situación general de la cristiandad. Según Silvestre II (volu­men CXXXIX de la Patrística latina de Migne), el pro­cedimiento era muy sencillo y correspondía al cálculo con dos cifras. Se trataría de un autómata análogo a nuestras modernas máquinas binarias. La cabeza «má­gica» fue destruida a la muerte del Papa, y los conoci­mientos registrados por ésta, cuidadosamente disimu­lados. Sin duda la biblioteca del Vaticano reservaría algunas sorpresas al investigador autorizado.

En el número de octubre de 1954 de Computers and Automation, revista de cibernética, podemos leer: «Hay que suponerle un hombre de saber extraordinario, de un ingenio y una habilidad mecánica sorprendentes. Esta cabeza parlante debió de ser modelada bajo cierta con­junción de las estrellas que se sitúa exactamente en el momento en que todos los planetas van a comenzar su curso.» No era cuestión de pasado, de presente ni de futuro, pues este invento, aparentemente, superaba con mucho el alcance de su rival: el perverso espejo en la pared de la reina, precursor de nuestros cerebros mecánicos modernos. Se dijo, naturalmente, que Gilbert fue sólo capaz de producir esta máquina porque estaba en tratos con el diablo y le había jurado eterna fidelidad.

¿Estuvieron otros europeos en relación con la so­ciedad de los Nueve Desconocidos ? Hay que esperar al siglo XIX para que resurja este misterio, al través de los libros del escritor francés Jacolliot.

Jacolliot fue cónsul de Francia en Calcuta bajo el Segundo Imperio. Escribió una obra de anticipación considerable, comparable, si no superior, a la de Julio Verne. Ha dejado además varios libros consagrados a los grandes secretos de la Humanidad. Esta obra ex­traordinaria ha sido saqueada por la mayoría de los ocultistas, profetas y taumaturgos. Completamente ol­vidada en Francia, es célebre, en cambio, en Rusia.

Jacolliot se muestra positivo: la sociedad de los Nueve Desconocidos es una realidad. Y lo más extraor­dinario es que cita, a este respecto, técnicas que eran del todo inconcebibles en 1860, como, por ejemplo, la libe­ración de la energía, la esterilización por radiaciones y también la guerra psicológica.

Yersin, uno de los más próximos colaboradores de Pasteur y de Roux, pudo haber tenido acceso a secretos biológicos a raíz de un viaje a Madras, en 1890, y puesto a punto, gracias a las indicaciones que recibieron, el suero contra la peste y el cólera.

La primera vulgarización de la historia de los Nue­ve Desconocidos se produjo en 1927, con la publica­ción del libro de Talbot Mundy que perteneció, duran­te veinticinco años, a la Policía inglesa de la India. El libro está a medio camino entre la novela y la investi­gación. Según él, los Nueve Desconocidos emplea­rían un lenguaje sintético. Cada uno de ellos estaría en posesión de un libro constantemente escrito de nue­vo y que contendría la exposición detallada de una ciencia.

Con la leyenda de los Nueve Desconocidos, se re­laciona el misterio de las aguas del Ganges. Multitudes de peregrinos, portadores de las más espantosas y di­versas enfermedades, se bañan sin ningún peligro para los que están sanos. Las aguas sagradas lo purifican todo. Se ha querido atribuir esta extraña propiedad del río a la formación de bacteriófagos. Pero, ¿por qué no se forman también en el Brahmaputra, en el Amazonas o en el Sena?

La hipótesis de una esterilización por radiaciones aparece en la obra de Jacolliot, cien años antes de que se sepa que tal fenómeno es posible. Estas radiaciones, se­gún Jacolliot, provendrían de un templo secreto exca­vado bajo el lecho del Ganges.

Al margen de las agitaciones religiosas, sociales y políticas, resueltas y perfectamente disimuladas, los Nue­ve Desconocidos encarnan Ja imagen de la ciencia sere­na, de la ciencia con conciencia. Dueña de los destinos de la Humanidad, pero absteniéndose de emplear su propio poderío, esta sociedad secreta constituye el más bello homenaje de la libertad en las alturas. Vigilantes en el seno de su gloría oculta, estos nueve hombres con­templan cómo se hacen, deshacen y rehacen las civiliza­ciones, menos indiferentes que tolerantes, prestos a ayudar, pero siempre en este orden del silencio que es la medida de la grandeza humana.

¿Mito o realidad? Mito soberbio, en todo caso, sur­gido de lo más hondo de los tiempos... y resaca del fu­turo.

III

Una palabra más sobre el realismo fantástico. — Ha, habido técnicas. — Ha existido la necesidad del secreto y se vuelve a ella. — Viajamos en el tiempo. — Quere­mos ver en su continuidad el océano del espíritu. — Reflexiones nuevas sobre el ingeniero y el mago. — El pa­sado, el porvenir. — El presente se retrasa en ambos sentidos. — El oro de los libros antiguos. — Una mirada nueva al mundo viejo.

No somos ni materialistas ni espiritualistas: esta dis­tinción no tiene ya para nosotros el menor sentido. Sencillamente, buscamos la realidad sin dejarnos dominar por el reflejo condicionado del hombre moderno (a nuestros ojos retardatario), que vuelve la espalda en cuanto esta realidad adquiere un aspecto fantástico. Nos hemos hecho bárbaros de nuevo, para vencer este refle­jo, igual que tuvieron que hacer los pintores para desga­rrar el velo de convenciones tendido entre sus ojos y las cosas. También como ellos, hemos optado por métodos balbucientes, salvajes y a veces infantiles. Nos coloca­mos ante los elementos y los métodos de conocimiento, como Cézanne ante la manzana, como Van Gogh ante el campo de trigo. Nos negamos a excluir hechos, aspectos de la realidad, con el pretexto de que no son «oportunos», de que desbordan las fronteras fijadas por las teorías habituales. Gauguin no excluye un caballo rojo; Manet no excluye la mujer desnuda entre los comensales del Almuerzo sobre la hierba; Max Ernst, Picabia y Dalí, no excluyen las figuras brotadas del sueño ni el mundo que vive en la parte sumergida de la conciencia. Nuestro modo de hacer y de ver provocará censuras, desprecio, sarcasmos. Se nos negará la entrada en el Salón. En nues­tro campo, todavía no se acepta lo que se ha acabado por aceptar de los pintores, de los poetas, de los cineastas, de los decoradores, etc. La ciencia, la psicología, la sociología, son bosques tabú. No bien la hemos apartado, la idea de lo sagrado vuelve al galope, bajo diversos disfra­ces. ¡Qué diablo! La ciencia no es una vaca sagrada: se la puede empujar, hacer que despeje el camino.

Volvamos a nuestro tema. En esta parte de nuestro libro, titulada El futuro anterior, razonamos de este modo:

—   Es posible que lo que llamamos esoterismo, ci­miento de las sociedades secretas y de las religiones, sea el residuo difícilmente comprensible y manejable de un conocimiento muy antiguo, de naturaleza técnica, que se aplica a la vez a la materia y al espíritu. Más adelante desarrollaremos esto.

—   Los «secretos» no serían fábulas, cuentos ni jue­gos, sino recetas técnicas precisas, llaves que abrieran
los poderes contenidos en el hombre y en las cosas.

 

—   Ciencia y técnica no son lo mismo. Contraria mente a lo que se podría pensar, la técnica, en muchos
casos, no sigue a la ciencia, sino que la precede. La téc­nica hace. La ciencia demuestra que es imposible hacer.
Después las barreras de la imposibilidad se derrumban. No pretendemos, naturalmente, que la ciencia sea vana. Ya se verá el valor que damos a la ciencia y con qué ojos maravillados la vemos cambiar de semblante. Pensa­mos, sencillamente, que las técnicas han podido prece­der, en un pasado lejano, a la aparición de la ciencia.

—   Podría ser que algunas técnicas pasadas hubiesen dado a los hombres poderes demasiado peligrosos para ser divulgados.

—   La necesidad del secreto podría obedecer a dos razones:

A)     La prudencia. «El que sabe no habla.» No dejéis que las llaves vayan a parar a malas manos.

B)     El hecho de que la posesión y el manejo de tales técnicas y conocimientos exige del hombre structuras mentales distintas de las propias del estado de vigilia ordinario, una situación de la inteligencia y del lengua­je en otro plano, de tal suerte que nada es comunicable al nivel del hombre ordinario. El secreto no es un efec­to de la voluntad del que lo posee, sino un efecto de su naturaleza misma.

— Comprobamos la existencia de un fenómeno se­mejante en nuestro presente moderno. El desarrollo in­cesantemente acelerado de la técnica impone a los que saben el deseo, y después la necesidad, del secreto. El peligro extremado conduce a la extrema discreción. Llegado a un cierto nivel, el conocimiento se oculta a medida que progresa. Se forman concejos de sabios y de técnicos. El lenguaje del saber y del poder se hace incomunicable. En el plano de la investigación psico-matemática se plantea limpiamente el problema de las estructuras mentales diferentes. En el límite, los que detentan, como decía Einstein, «el poder de tomar grandes decisiones para el bien y para el mal», forman una criptocracia. El porvenir se asemeja a las descripciones tradicionales.

    — Nuestra visión del conocimiento pasado no está de acuerdo con el esquema «espiritualista». Nuestra vi­sión del presente y del porvenir próximo introduce la magia donde no quiere verse más que lo racional. Para nosotros, no se trata más que de buscar corresponden­cias que nos iluminen. Éstas nos permiten situar la aventura humana en la totalidad de los tiempos. Todo lo que puede servirnos de puente es bueno para nosotros.

En el fondo, en esta parte del libro como en las otras, nuestra proposición es ésta:

El hombre tiene indudablemente la posibilidad de estar en relación con la totalidad del Universo. Conoci­da es la paradoja de Langevin. Andrómeda está a tres millones de años luz de la Tierra. Pero el viajero que se desplazase a una velocidad próxima a la de la luz sólo envejecería algunos años. Según la teoría unitaria de Jean Charon, por ejemplo, no sería inconcebible que la Tierra, durante este viaje, envejeciese más. El hombre estaría, pues, en contacto con el todo de la creación, donde espacio y tiempo representarían un papel distin­to del aparente. Por otra parte, la investigación psico-matemática, en el punto en que la dejó Einstein, es una tentativa de la inteligencia humana para descubrir la ley que regiría el conjunto de las fuerzas universales (gravi­tación, electromagnetismo, luz, energía nuclear). Una tentativa de visión unitaria, en que todo el esfuerzo del espíritu tiende a situarse en un punto desde el cual sería visible la continuidad. Y, ¿de dónde vendría el deseo del espíritu si éste no presintiese que aquel punto exis­te, que le es posible situarse de aquella suerte? «No me buscarías si no me hubieses ya encontrado.»

En otro plano, pero dentro de este mismo movi­miento, buscamos una visión continua de la aventura de la inteligencia humana, del conocimiento humano. Por esto nos verán viajar a toda velocidad de la magia de la técnica de la Rosacruz a Princeton, de los mayas a los hombres de las próximas mutaciones, del sello de Salomón a la tabla periódica de los elementos, de las ci­vilizaciones desaparecidas a las civilizaciones que ven­drán, de Fulcanelli a Oppenheimer, del hechicero a la máquina electrónica analógica, etc. A toda velocidad, o mejor dicho, a una velocidad tal que el espacio y el tiempo rompan su cáscara y aparezca la visión del con­tinuo. Existe el viaje en sueños y el viaje real. Nosotros hemos preferido el viaje real. En este sentido, este libro no es una ficción. Hemos construido aparatos, es decir, correspondencias demostrables, comparaciones váli­das, equivalencias indiscutibles. Aparatos que funcio­nan, cohetes que parten. Y. a veces, en ciertos momen­tos, nos ha parecido que nuestro espíritu alcanzaba el punto desde el cual es visible la totalidad del esfuerzo humano. Las civilizaciones, los momentos del conoci­miento y de la organización humana, son como otras tantas rocas en el océano. Cuando se ve una civiliza­ción, un momento del conocimiento, no se ve más que el choque del océano contra esta roca, la ola que rompe, la espuma que brota. Hemos buscado el lugar desde el cual se pueda contemplar el océano entero, en su tran­quila y poderosa continuidad, en su unidad armónica.

Volvamos ahora a las reflexiones sobre la técnica, la ciencia y la magia. Ellas precisarán nuestra tesis sobre el concepto de la sociedad secreta (o mejor, de «conspira­ción a la luz del día») y nos servirán de iniciación para próximos estudios, unos sobre la alquimia, otros sobre las civilizaciones desaparecidas.

Cuando un joven ingeniero ingresa en una indus­tria, distingue enseguida dos universos diferentes. Exis­te el del laboratorio, con las leyes definidas de los ex­perimentos que se pueden reproducir en él, con una imagen del mundo comprensible. Existe el Universo real, donde las leyes no se cumplen siempre, donde los fenómenos son a veces imprevistos, donde lo imposible se realiza. Si es de temperamento fuerte, el ingeniero en cuestión reacciona con cólera, con pasión, con deseo de «violar a esa puerca materia». Los que adoptan esta actitud viven vidas trágicas. Pensemos en Edison, en Telsa, en Armstrong. Les guía un demonio. Werner von Braun ensaya sus cohetes sobre los londinenses, mata a miles de ellos para que al fin lo detenga la Gestapo por haber declarado: «A fin de cuentas, me importa un ble­do la victoria de Alemania, ¡lo que quiero es la conquis­ta de la Luna!»[12]

Se ha dicho que la tragedia está hoy en la política. Esto es una visión mezquina. La tragedia está en el laboratorio. A sus «magos» se debe el progre­so técnico. La técnica no es en modo alguno, pensamos nosotros, aplicación práctica de la ciencia. Por el con­trario, se desarrolla contra la ciencia. El eminente mate­mático y astrónomo Simón Newcomb demuestra que lo más pesado que el aire no puede volar. Dos repara­dores de bicicletas probaron que estaba equivocado. Rutherford y Millikan[13] demuestran que jamás se po­drán explotar las reservas de energía del núcleo atómi­co. Y estalla la bomba de Hiroshima. La ciencia enseña que una masa de aire homogéneo no puede separarse en aire caliente y aire frío. Hilsch nos muestra que basta con hacer circular aquella masa por un tubo apropia­do.[14]

La ciencia coloca barreras de imposibilidad. El ingeniero, al igual que el mago ante los ojos del explora­dor cartesiano, pasa a través de las barreras, por un fenómeno análogo a lo que los físicos llaman «el efecto túnel». Le atrae una aspiración mágica. Quiere ver de­trás del muro, ir a Marte, capturar el rayo, fabricar oro. No busca lucro ni gloria. Busca sorprender al Universo en flagrante delito de ocultación. En el sentido de Jung, es un arquetipo. Por los milagros que intenta realizar, por la fatalidad que pesa sobre él, por el fin doloroso que le espera casi siempre, es el hijo del héroe de las sa­gas y de las tragedias griegas.[15]

Como el mago, tiende al secreto, y, también como él obedece a la ley de similitud que Frazer[16] formuló en su estudio de la magia. En sus comienzos, el invento es una imitación del fenómeno natural. La máquina vola­dora se parece al pájaro; el autómata, al hombre.

Ahora bien, el parecido al objeto, el ser o el fenó­meno cuyos poderes quieren captar, resulta casi siem­pre inútil, léase perjudicial, al buen funcionamiento del aparato inventado. Pero, como el mago, el inventor ex­trae de la similitud una fuerza, una voluptuosidad, que empujan hacia adelante.

El paso de la imitación mágica a la tecnología cientí­fica, podría ser descubierto en muchos casos. Ejemplo: En un principio, se obtuvo el endurecimiento su­perficial del acero, en el Próximo Oriente, hundiendo una hoja enrojecida al fuego en el cuerpo de un prisione­ro. He aquí una práctica mágica típica: se intenta trans­ferir a la hoja las virtudes guerreras del adversario. Esta práctica fue conocida en Occidente por medio de los cru­zados, que habían comprobado que el acero de Damasco era, efectivamente, más duro que el de Europa. Se hicie­ron experimentos: se sumergió el acero en agua, en la que flotaban pieles de animales. Se obtuvo el mismo resulta­do. En el siglo XIX se advirtió que estos resultados eran debidos al nitrógeno orgánico. En el siglo xx, con la li­cuefacción de los gases, se perfeccionó el procedimien­to templando el acero en nitrógeno líquido a baja tem­peratura. Bajo esta forma, la «nitruración» es parte de nuestra tecnología.

Se podría encontrar otro lazo entre magia y técnica estudiando los «encantamientos» que los antiguos al­quimistas pronunciaban durante sus trabajos. Proba­blemente se trataba de medir el tiempo en la oscuridad del laboratorio. Los fotógrafos emplean a menudo ver­daderas fórmulas para contar, que recitan sobre el baño, y nosotros mismos hemos oído a uno de ellos en la cumbre de la Jungfrau, mientras era revelada una pla­ca impresionada por los rayos cósmicos.

En fin, existe otro lazo, más fuerte y curioso, entre magia y técnica, y es la simultaneidad en la aparición de los inventos. La mayoría de los países registran el día e incluso la hora de la presentación de una patente. Mu­chas veces se ha comprobado que inventores que no se conocían, y que trabajaban muy lejos el uno del otro, presentaban la misma patente en el mismo instante. Este fenómeno sería difícil de explicar con la vaga idea de que «los inventos están en el aire» o de que «el in­ventor aparece cuando se le necesita». Pero si existe la percepción extrasensorial, la comunicación de las inte­ligencias empeñadas en la misma investigación, el he­cho merecería un estudio estadístico realizado a fondo. Este estudio nos haría comprender acaso este otro he­cho: que las técnicas mágicas se encuentran, idénticas, en la mayoría de las antiguas civilizaciones, al través de montañas y de océanos...

Vivimos con la idea de que el invento técnico es un fe­nómeno contemporáneo. Y es que nunca hacemos el esfuerzo de consultar los documentos antiguos. No existe un solo servicio de investigación científica enfo­cado hacia el pasado. Los libros antiguos, si son leídos alguna vez, lo son por escasos eruditos de formación puramente literaria o histórica. Lo que contienen de ciencia y de técnica, escapa, pues, a la atención. ¿Nos desinteresamos del pasado porque nos vemos demasiado solicitados por la preparación del porvenir? No es muy seguro. La inteligencia francesa parece retardada por los esquemas del siglo XIX. Los escritores de van­guardia no tienen el menor apetito por la ciencia, y la sociología nacida con la máquina de vapor, el humanis­mo revolucionario nacido con el fusil Chassepot, continúan movilizando la atención. Es imposible ima­ginar hasta qué punto Francia se quedó clavada en los alrededores de 1880. ¿Acaso muestra la industria un mayor interés? En 1955, se celebró en Ginebra la pri­mera conferencia atómica mundial. René Alleau recibió el encargo de la difusión en Francia de los documentos relativos a la aplicación pacífica de la energía nuclear. Los dieciséis volúmenes que contienen los resultados experimentales obtenidos por los sabios de todos los países constituían la más importante publicación de la historia de las ciencias y de la técnica. Cinco mil indus­trias, a las que, a corto o largo plazo, debía interesar la energía nuclear, recibieron una carta anunciando aque­lla publicación. Hubo veinticinco respuestas.

Sin duda habrá que esperar a que las nuevas genera­ciones alcancen los puestos de responsabilidad para que la inteligencia francesa vuelva a encontrar una ver­dadera agilidad. Para estas generaciones escribimos este libro. Si realmente existiera la atracción del porvenir, también existiría la del pasado; se iría en busca del bien en los dos sentidos del tiempo y con igual anhelo.

No sabemos nada o casi nada del pasado. Muchos tesoros duermen en las bibliotecas. Preferimos imagi­nar, nosotros que decimos «amar al hombre», una his­toria discontinua del conocimiento y de centenares de miles de años de ignorancia para unos cuantos lustros de saber. La idea de que ha habido, de pronto, un «siglo délas luces», idea que hemos aceptado con desconcer­tante ingenuidad, ha sumido en la oscuridad el resto de los tiempos. Una mirada nueva sobre los libros antiguos cambiaría todo esto. Nos sentiríamos trastorna­dos por las riquezas contenidas en aquéllos. Y aún ha­bría que pensar, según decía Atterbury, contemporá­neo de Newton, «que hay más obras antiguas perdidas que conservadas».

Nuestro amigo René Alleau, a la vez técnico e his­toriador, ha querido lanzar esta nueva mirada. Ha es­bozado un método y ha obtenido algunos resultados. Pero, hasta hoy, no parece haber logrado el mayor apo­yo para proseguir una tarea que rebasa las posibilidades de un hombre solo. En diciembre de 1955, ante los In­genieros del Automóvil, reunidos bajo la presidencia de Jean Henri Labourdette, pronunció, a petición mía, una conferencia de la que ofrezco aquí los puntos esen­ciales:

«¿Qué queda de los millares de manuscritos de la biblioteca de Alejandría fundada por Tolomeo Soter, documentos irreemplazables y perdidos para siempre sobre la ciencia antigua? ¿Dónde están las cenizas de las 200.000 obras de la biblioteca de Pérgamo? ¿Qué ha sido de las colecciones de Pisístrato, en Atenas, y de la biblioteca del Templo de Jerusalén, y de la de Phtah, en Menfis? ¿Qué tesoros contenían los millares de libros que fueron quemados el año 213 antes de Jesucristo, por orden del emperador Cheu-Hoang-Ti, con fines únicamente políticos? En estas circunstancias, nos ha­llamos delante de las obras antiguas como ante las rui­nas de un templo inmenso del que restan solamente al­gunas piedras. Pero el examen atento de estas piedras y de estas inscripciones nos deja entrever verdades dema­siado profundas para atribuirlas a la sola intuición de los antiguos.

«Ante todo, y contrariamente a lo que se cree, los métodos del racionalismo no fueron inventados por Descartes. Consultemos los textos: "El que busca la verdad —escribe Descartes— debe, mientras pueda, dudar de todo."

Es una frase muy conocida y que pare­ce muy nueva. Pero, si tomamos el libro segundo de la metafísica de Aristóteles, leemos:

"El que quiera instruirse debe primeramente saber dudar, pues la duda del espíritu conduce a la manifestación de la verdad."

Por lo demás, se puede comprobar que Descartes, no sólo tomó de Aristóteles esta frase fundamental, sino también la mayor parte de las famosas reglas para la di­rección del espíritu y que constituyen la base del méto­do experimental. Esto demuestra, en todo caso, que Descartes había leído a Aristóteles, cosa de la que se abstienen demasiado a menudo los cartesianos moder­nos. Éstos podrían también comprobar que alguien es­cribió:

"Si me equivoco, deduzco que soy, pues el que no es no puede equivocarse, y, precisamente porque me equivoco, siento que soy."

Desgraciadamente, esto no es de Descartes, sino de san Agustín.

»En cuanto al escepticismo necesario al observa­dor, no se puede realmente llevarlo más lejos que Demócrito, el cual sólo consideraba valedero el experi­mento que hubiese presenciado personalmente y cuyo resultado hubiese autentificado mediante la impresión de su anillo.

»Esto me parece muy alejado de la ingenuidad que se reprocha a los antiguos. Cierto, me diréis, que los fiósofos de la Antigüedad estaban dotados de un genio superior en el dominio del conocimiento, pero, en fin, ¿qué sabían de verdad en el plano científico?

«Contrariamente también a lo que se puede leer en las obras actuales de divulgación, las teorías atómicas no fueron inventadas ni formuladas en primer lugar por Demócrito, Leucipo y Epicuro. En efecto, Sextus Empiricus nos dice que el propio Demócrito las había recibido por tradición y que provenían de Moscus el Fenicio, el cual, punto importante a tener en cuenta, pa­rece haber afirmado que el átomo era divisible.

«Notadlo bien, la teoría más antigua es también más exacta que las de Demócrito y los atomistas grie­gos, que sostenían la indivisibilidad del átomo. En este caso preciso, parece que se trata más de un oscureci­miento de conocimientos arcaicos que llegaron a ser in­comprensibles que de descubrimientos originales. ¿Y cómo no admiramos en el campo cosmológico, ha­bida cuenta de la ausencia de telescopios, al comprobar que a menudo los datos astronómicos más antiguos son los más exactos? Por ejemplo, en lo que atañe a la Vía Láctea, estaba constituida, según Tales y Anaxímenes, por estrellas, cada una de las cuales era un mundo com­puesto de un sol y varios planetas, y que estaba situado en un espacio inmenso. Lucrecio conocía la uniformi­dad de la caída de los cuerpos en el vacío y el concepto de un espacio infinito lleno de infinidad de mundos. Pitágoras, antes de Newton, había enseñado la ley inversa del cuadrado de las distancias. Plutarco, queriendo explicar el peso, busca su origen en una atracción recí­proca entre todos los cuerpos y que es causa de que la Tierra haga gravitar hacia ella todos los cuerpos terres­tres, de la misma manera que el Sol y la Luna hacen gra­vitar hacia su centro todas las partes que les pertenecen, reteniéndolas por una fuerza de atracción en su esfera particular.

»Galileo y Newton confesaron expresamente lo que debían a la ciencia antigua. De la misma manera, Copérnico, en el prefacio de sus obras dedicadas al papa Paulo III, escribe textualmente que ha concebido la idea del movimiento de la Tierra leyendo a los anti­guos. Por lo demás, la confesión de estos plagios en nada mengua la gloria de Copérnico, de Newton y de Galileo, que pertenecían a esta raza de espíritus supe­riores cuyos desinterés y generosidad prescinden abso­lutamente del amor propio de autor y de la originalidad a toda costa, que son otros tantos prejuicios modernos.

Mucho más humilde y verdadera nos parece la actitud de la modista de María Antonieta, Mademoiselle Bertin, quien, remozando con mano hábil un viejo som­brero, exclamó: "No hay nada nuevo, salvo lo que se ha olvidado."

»La historia de los inventos, como la de las ciencias, bastaría para demostrar la verdad de esta humorada.

"Puede decirse de la mayoría de los descubrimientos —escribe Fournier— lo mismo que de aquella ocasión fugaz que los antiguos convirtieron en la diosa inalcan­zable para cuantos la dejaban escapar la primera vez. Si, de primer intento, no se agarra al vuelo la idea que pone sobre la pista, la palabra que puede llevar a la solución del problema, el hecho significativo, he aquí un invento perdido o al menos demorado por muchas generacio­nes. Para que retorne triunfal, es preciso que se pro­duzca el azar de una nueva idea que resucite a la primi­tiva de su olvido, o bien el plagio feliz de algún inventor de segunda mano; en lo tocante a los inventos, desgraciado el primero que llega, y gloria y provecho al segundo."

Estas consideraciones justifican el título de mi conferencia.

»En efecto, pensé que debía de ser posible remplazar en gran parte la casualidad por el determinismo, y los riesgos de los mecanismos espontáneos de la invención por las garantías de una vasta documentación histórica apoyada en comprobaciones experimentales. A tal obje­to, propuse la creación de un servicio especializado no en la busca de la prioridad de las patentes, que en todo caso se detiene en el siglo xvm, sino sencillamente en el estudio tecnológico de los procedimientos antiguos, y que procuraría adaptarlos cuanto fuera posible a las ne­cesidades de la industria contemporánea.

»Si en tiempos pasados hubiese existido un servicio como éste, habría podido señalar, por ejemplo, el inte­rés de un librito publicado en 1618, que pasó inadvertido y que se titula Historia natural de la fuente que arde cerca de Crenoble. Su autor fue un médico de Tournon, Jean Tardin. Si se hubiese estudiado este documento, habría podido utilizarse el gas del alumbrado desde principios del siglo XVII. En efecto, Jean Tardin, no sólo estudió el gasómetro natural de la fuente, sino que re­produjo en su laboratorio los fenómenos observados. Introdujo hulla en un recipiente cerrado, sometió ésta a una elevada temperatura y consiguió que se produjeran las llamas cuyo origen buscaba. Explica claramente que la materia de este fuego es el betún y que basta con re­ducirlo a gas para que dé una "exhalación inflamable". Ahora bien, hasta el año VII de la República, no regis­tró el francés Lebon, antes que el inglés Windsor, su "termolámpara". Y así, durante casi dos siglos, quedó olvidado, luego, prácticamente perdido, por falta de lectura de los textos antiguos, un descubrimiento cuyas consecuencias industriales y comerciales habrían si­do considerables.

»De igual manera, casi cien años antes de las prime­ras señales ópticas de Claude Chappe, en 1794, una car­ta de Fenelon, fechada el 26 de noviembre de 1695, y dirigida a Jean Sobieski, secretario del rey de Polonia, menciona recientes experimentos, no sólo de telegrafía óptica, sino de telefonía por portavoz.

»En 1636, un autor desconocido, Schwenter, estu­dia ya, en sus Recreaciones fisicomatemáticas, el princi­pio del telégrafo eléctrico y cómo, según sus propios términos, "dos individuos pueden comunicar entre sí por medio de la aguja imantada". Pues bien, los experi­mentos de Oersted sobre las desviaciones de la aguja imantada datan de 1819. También esta vez habían transcurrido casi dos siglos de olvido.

«Citaré rápidamente algunos inventos poco cono­cidos: la campana de buzo se encuentra en un manus­crito de Romance d'Alexandre, del Gabinete Real de Estampas, de Berlín; la obra está fechada en 1320. Un manuscrito del poema alemán Salman und Morolf, es­crito en 1190 (biblioteca de Stuttgart), mostraba el di­bujo de un buque submarino; se conserva la inscrip­ción: el sumergible era de cuero y podía resistir los temporales. Hallándose un día el inventor rodeado de galeras y a punto de ser capturado, hundió la embarca­ción y vivió catorce días en el fondo del agua, respiran­do por medio de un tubo flotante. En una obra escrita por el caballero Ludwig von Hartenstein, alrededor de 1510, se puede ver el dibujo de un traje de buzo; a la al­tura de los ojos, aparecen dos aberturas obturadas por cristales. En el casco, un largo tubo terminado con una espita permite el acceso del aire exterior. A derecha e izquierda del dibujo figuran los accesorios indispensa­bles para el descenso y la ascensión, a saber: suelas de plomo, y una pértiga con escalones.

»Veamos otro ejemplo de olvido: un escritor des­conocido, nacido en 1729 en Montebourg, cerca de Coutances, publicó una obra titulada Giphantie, ana­grama de la primera parte del nombre del autor, Tiphaigne de la Roche. Se describe en ella no sólo la foto­grafía de las imágenes, sino también la de los colores: "La impresión de las imágenes —escribe el autor— es cuestión del primer momento en que la tela las recibe. Ésta se saca inmediatamente y se coloca en un lugar os­curo. Una hora después, el baño se ha secado y ya te­néis un cuadro tanto más precioso cuanto que ningún arte puede imitar mejor la verdad." El autor añade: "Primeramente estudiaremos la naturaleza del cuerpo viscoso que intercepta y guarda los rayos; en segundo lugar las dificultades de su preparación y empleo, y en tercero, el juego de la luz y de esta materia desecada." Ahora bien, es sabido que el descubrimiento de Daguer;   re fue anunciado a la Academia de Ciencias por Araí go, un siglo más tarde, el 7 de enero de 1839. Señalemos, además, que las propiedades de ciertos cuerpos metálicos capaces de fijar las imágenes están consigna­das en un tratado de Fabricius: De rebus metallicis, apa­recido en 1566.

»Otro ejemplo: la vacuna, descrita desde tiempo in­memorial en uno de los Vedas, el Sactaya Grantham. Este texto fue citado por Moreau de Jonet el 16 de octubre de 1826, en la Academia de Ciencias, en su Me­moria sobre la viruela: "Untad con el fluido de las pús­tulas la punta de una lanceta, introducidla en el brazo mezclando el fluido con la sangre, y se producirá fie­bre; entonces esta enfermedad será muy leve y no ins­pirará ningún temor." Sigue la descripción exacta de todos los síntomas.

»¿Y los anestésicos? Se habría podido consultar a este respecto una obra de Denis Papin, escrita en 1681 y titulada: Le traite des opérations sans douleur, o resuci­tar los antiguos experimentos de los chinos con el ex­tracto de cáñamo índico, o incluso utilizar el vino de mandrágora, muy conocido en la Edad Media, comple­tamente olvidado en el siglo xvn, y cuyos efectos es­tudió el doctor Auriol, médico de Toulouse en 1823. Nadie ha soñado siquiera en verificar los resultados obtenidos.

»¿ Y la penicilina? En este caso, podemos citar ante todo un conocimiento empírico, a saber, las compresas de queso de Roquefort, empleadas en la Edad Media; pero podemos observar a este respecto algo todavía más singular. Ernst Duchesne, alumno de la Escuela de Sanidad militar de Lyon, presentó el 17 de diciembre de 1897 una tesis titulada: Contribución al estudio de la oposición vital entre los microorganismos: antagonismo entre el moho y los microbios. En esta obra se registran experimentos que ponen de manifiesto la acción delpenicillum glaucum sobre las bacterias. Pues bien, esta te­sis pasó inadvertida. Insisto en este ejemplo de olvido evidente en una época muy próxima a la nuestra, en pleno florecimiento de la bacteriología.

»¿Se quieren más ejemplos? Son innumerables y habría que dedicar una conferencia a cada uno. Citaré como más destacado el del oxígeno, cuyos efectos fue­ron estudiados en el siglo xv por un alquimista llamado Eck de Sulsback, como observó Chevreul en el Journal des Savants, de octubre de 1849; por lo demás, Teofrasto decía ya que la llama era alimentada por un cuerpo aeriforme, opinión que era también mantenida por san Clemente de Alejandría.

»No citaré ninguna de las anticipaciones extraordi­narias de Roger Bacon, Cyrano de Bergerac y otros, pues es demasiado fácil atribuirlas sólo a la imagina­ción. Prefiero mantenerme en el terreno sólido de los hechos comprobables. A propósito del automóvil (y excusándome por insistir en un tema que muchos de vosotros conocéis mejor que yo), señalaré, que en el si­glo XVII, un tal Jean Hautch, de Nuremberg, construyó "carruajes con resorte". En 1645, se ensayó un vehículo de esta clase en el recinto del Temple, y tengo entendi­do que la sociedad comercial fundada para explotar el invento no pudo llegar a actuar. Tal vez se le presenta­ron obstáculos comparables a los que tuvo que sufrir la primera "Sociedad de Transportes Parisienses", cuya iniciativa, recuerdo, se debió a Pascal, quien la hizo pa­trocinar por el nombre y la fortuna de un amigo suyo, el duque de Roanué.

»Incluso en descubrimientos más importantes, des­conocemos la influencia de los datos proporcionados por los antiguos. Cristóbal Colón confesó sinceramen­te todo lo que debía a los sabios, a los filósofos y a los poetas de la Antigüedad. Se ignora generalmente que t   Colón copió dos veces el coro del segundo acto de Medea, tragedia de Séneca, en la que el autor hablaba de un mundo cuyo descubrimiento estaba reservado a los siglos futuros. Se puede consultar esta copia en el manus­crito de Las profecías, que se encuentra en la biblioteca de Sevilla. Colón recordó también, y a menudo, la afir­mación de Aristóteles en su tratado De Cáelo a propó­sito de la esfericidad de la Tierra.

»¿ Acaso no tenía razón Joubert al observar que nada hace a los espíritus tan imprudentes y tan vanos como la ignorancia del tiempo pasado y el desprecio de los libros antiguos? Según escribía admirablemente Rivarol, todo Estado es un barco misterioso anclado en el cielo, se podría decir, a propósito del tiempo, que el barco del porvenir está anclado en el cielo del pasado. Sólo el olvido nos amenaza con los peores naufragios.

»Éste parece alcanzar sus límites con la historia in­creíble, si no fuese verdadera, de las minas de Califor­nia. En junio de 1848, Marshall descubrió por primera vez pepitas de oro en la orilla de un curso de agua junto al cual vigilaba la construcción de un molino. Ahora bien, Hernán Cortés había pasado antes por allí, bus­cando, en California, a los mejicanos que se decían de­tentadores de tesoros considerables; Cortés revolvió el país, hurgó en todas las chozas, sin pensar siquiera en coger un poco de arena; durante tres siglos, las bandas españolas y las misiones de la Compañía de Jesús piso­tearon las arenas auríferas, buscando siempre más lejos su Eldorado. Sin embargo, en 1737, más de cien años antes del descubrimiento de Marshall, los lectores de la Gaceta de Holanda habrían podido saber que las minas de oro y de plata de Sonora, eran explotables, pues su periódico daba su situación exacta. Es más, en 1767, se podía comprar en París un libro titulado Histoire naturelle et chile de la Californie, donde el autor, Buriell, describía las minas de oro y citaba el testimonio de los navegantes sobre las pepitas. Nadie prestó atención a aquel artículo, ni a esta obra, ni a estos hechos que, un siglo más tarde, provocaron la "carrera del oro". Pero, ¿hay alguien que aún lea los relatos de los antiguos via­jeros árabes? Sin embargo, se encontrarían en ellos in­dicaciones preciosas para la prospección minera.

»El olvido, en realidad, lo abarca todo. Largas in­vestigaciones, comprobaciones precisas, me han dado la convicción de que Europa y Francia poseen tesoros que no explotan en absoluto: a saber, los documentos antiguos de nuestras grandes bibliotecas. Ahora bien, toda técnica industrial debe elaborarse partiendo de tres dimensiones: la experiencia, la ciencia y la Historia. Eliminar o despreciar esta última es dar prueba de or­gullo y de ingenuidad. Es también preferir el riesgo de encontrar lo que aún no existe o intentar adaptar razo­nablemente lo que es a lo que se desea obtener. Antes de lanzarse a costosas inversiones el industrial debe es­tar en posesión de todos los elementos tecnológicos del problema. Está claro que no basta en absoluto la sola investigación de la anterioridad de las patentes para po­ner a punto una técnica en un momento dado de la His­toria. En efecto, las industrias son mucho más antiguas que las ciencias; deben estar, pues, perfectamente infor­madas de la historia de sus procedimientos, de los que a menudo están menos enteradas de lo que imaginan.

»Los antiguos, con técnicas muy simples, obtenían resultados que podemos reproducir, pero que, a menu­do, nos costaría mucho trabajo explicar, a pesar del gran arsenal teórico de que disponemos. Esta sencillez era el don por excelencia de la ciencia antigua.

»Sí, me diréis, pero, ¿y la energía nuclear? Respon­deré a esta objeción con una cita que debería hacernos reflexionar un poco. En un libro muy raro, casi desco­nocido incluso para muchos especialistas, aparecido hace más de ochenta años y titulado Les Atlantes, un autor que se ocultó prudentemente tras el seudónimo de Roisel expuso los resultados de cincuenta y seis años de investigaciones y trabajos sobre la ciencia antigua.

Pues bien, al exponer los conocimientos científicos que atribuye a los atlantes, Roisel escribe estas líneas ex­traordinarias en su época: Consecuencia de esta activi­dad incesante fue, en efecto, la aparición de la materia, de este otro equilibrio cuya ruptura determinaría igual­mente poderosos fenómenos cósmicos. Si por una causa desconocida se desintegrase nuestro sistema solar, sus átomos constituyentes, convertidos inmediatamente en activos por la independencia, brillarían en el espacio con una luz inefable, que anunciaría a lo lejos una vasta destrucción y la esperanza de un mundo nuevo. Me pa­rece que este último ejemplo basta para hacer com­prender toda la profundidad de la frase de Mademoise He Bertin: No hay nada nuevo salvo lo que se ha olvidado.

»Veamos ahora qué interés práctico tiene para la industria un sondeo sistemático del pasado. Cuando proclamo que hay que prestar el más vivo interés a los trabajos antiguos, no se trata en absoluto de realizar una labor de erudición. Sólo es preciso, en función de un problema concreto planteado por la industria, re­buscar en los documentos científicos y técnicos anti­guos, si existen o bien hechos significativos desatendi­dos, o bien procedimientos olvidados, pero dignos de interés y que tengan relación directa con la cuestión planteada.

»Las materias plásticas, cuya invención nos parece tan reciente, podrían haber sido descubiertas mucho antes si alguien se hubiese preocupado de reanudar ciertos experimentos del químico Berzelius.

»En lo que atañe a la metalurgia, señalaré un hecho bastante importante. Al principio de mis investigacio­nes sobre ciertos procedimientos químicos de los anti­guos, me había sorprendido bastante no poder repro­ducir en el laboratorio experimentos metalúrgicos que, no obstante, creía que estaban descritos con mucha claridad. En vano trataba de comprender las razones del fracaso, pues había observado las indicaciones y las proporciones dadas. Al reflexionar, advertí que, a pesar de todo, había cometido un error. Había utilizado fun­dentes químicamente puros, mientras que los antiguos se servían de fundentes impuros, es decir, de sales obte­nidas a base de productos naturales y capaces, por con­siguiente, de provocar acciones catalíticas. Y, en efecto, la experiencia confirmó este punto de vista. Los espe­cialistas comprenderán cuán importantes perspectivas abren estas observaciones. Podrían realizarse grandes economías de combustible de energía adaptando a la metalurgia ciertos procedimientos antiguos que, casi todos, se apoyan en la acción de catalizadores. Sobre este punto, mis experimentos han sido confirmados tanto por los trabajos del doctor Ménétrier sobre la ac­ción catalítica de los oligoelementos, como por la in­vestigación del alemán Mittash sobre las catálisis en la química de los antiguos. Por vías distintas, se han obte­nido resultados convergentes. Esta convergencia pare­ce demostrar que ha llegado el tiempo, en tecnología, de tener en cuenta la importancia fundamental de la no­ción de cualidad y de su papel en la producción de to­dos los fenómenos cuantitativos observables.

»Los antiguos conocían procedimientos metalúrgi­cos que parecen olvidados, por ejemplo, el temple del cobre en ciertos baños orgánicos. Así obtenían instru­mentos extraordinariamente duros y penetrantes. No eran menos hábiles en fundir este metal, incluso en el estado de óxido. Sólo voy a dar un ejemplo. Un amigo mío, especialista en prospección minera, se encontraba al noroeste de Agadés, en pleno Sahara. Allí descubrió minerales de cobre que presentaban señales de fusión y fondos de crisol que aún contenían metal. Ahora bien, no se trataba de un sulfuro, sino de un óxido, es decir, un cuerpo que, para la industria actual, plantea problemas de reducción imposibles de resolver con una sim­ple fogata de nómada.

»En el campo de las aleaciones, uno de los más im­portantes de la industria actual, existen muchos hechos significativos que no escaparon a los antiguos. No sola­mente conocían los medios de producir directamente, partiendo de minerales complejos, aleaciones de pro­piedades singulares, procedimientos a los que diré de paso que la industria soviética dedica actualmente un vivo interés, sino que, además, utilizaban aleaciones es­peciales, como el eléctrum, que jamás hemos sentido la curiosidad de estudiar en serio, aunque conozcamos las fórmulas de fabricación.

»Apenas insistiré en las perspectivas del campo mé­dico y farmacéutico, casi inexplorado y abierto a tantas investigaciones. Señalaré únicamente la importancia del tratamiento de las quemaduras, cuestión tanto más gra­ve cuanto que los accidentes de automóvil y de aviación la plantean prácticamente a cada minuto. Sin embar­go, la Edad Media, devastada sin cesar por los incendios, descubrió los mejores remedios contra las quemaduras, habiendo sido completamente, olvidadas sus recetas. A este respecto, conviene saber que ciertos productos de la antigua farmacopea, no solamente calmaban los do­lores, sino que permitían evitar las cicatrices y regene­rar las células.

»En cuanto a los colorantes y barnices, sería superfluo recordar la alta calidad de los materiales elaborados según los procedimientos de los antiguos. Los colores admirables utilizados por los pintores de la Edad Media no se han perdido como se cree generalmente; conozco al menos un manuscrito en Francia que da su composi­ción. Nadie ha soñado jamás en adaptar y comprobar estos procedimientos. Sin embargo, los pintores moder­nos, si vivieran dentro de un siglo, no reconocerían sus telas, porque los colores utilizados actualmente no van a durar mucho. Según parece, los intensos amarillos de Van Gogh han perdido ya la extraordinaria luminosidad que los caracterizaba.

»¿Se trata de minas? Indicaré a este respecto un es­trecho enlace entre la investigación médica y la pros­pección minera. Las aplicaciones terapéuticas de las plantas, lo que hoy se llama fitoterapia, tiene, en efecto, relación con una ciencia nueva, la biogeoquímica. Esta disciplina tiene por objeto descubrir las anomalías po­sitivas referentes a las huellas de metales en las plantas y que indican la proximidad de yacimientos minera­les. De este modo se pueden determinar las afinidades particulares dé ciertas plantas con respecto a ciertos metales, y estos datos pueden utilizarse tanto para la prospección minera como en el campo de la acción te­rapéutica. Aquí tenemos otro ejemplo característico de un hecho que me parece el más importante de la histo­ria actual de la técnica, a saber, la convergencia de las diversas disciplinas científicas, lo que implica la necesi­dad de constantes síntesis.

» Citemos aún algunas otras direcciones de las inves­tigaciones y aplicaciones industriales: los abonos, enor­me campo en el que los químicos antiguos lograron re­sultados generalmente ignorados. Pienso especialmente en lo que llamaban "la esencia de fecundidad", producto compuesto de ciertas sales mezcladas con estiércol coci­do o destilado.

»La cristalería antigua, extensa materia todavía mal conocida; los romanos utilizaban ya pisos de vidrio: el es­tudio de los antiguos procedimientos de los vidrieros po­dría aportar una ayuda preciosa a la solución de proble­mas ultramodernos, como por ejemplo la dispersión de tierras raras y paladio en el vidrio, lo cual permitiría obte­ner tubos fluorescentes de luz negra.

»En cuanto a la industria textil, a despecho del triunfo de los plásticos, o más bien por razón de este mismo triunfo, debería orientarse hacia la producción, para el comercio de lujo, de tejidos de gran calidad, que podrían teñirse por ejemplo según las normas antiguas, o incluso intentar la fabricación de aquella tela singular conocida con el nombre depilema. Se trataba de tejidos de lino o de lana tratados con ciertos ácidos y que resis­tían por igual al tajo del hierro y a la acción del fuego. Diré de paso que los galos conocían este procedimien­to, que utilizaban para la fabricación de corazas.

»La ebanistería, dado el precio aún muy elevado de los revestimientos de plástico, podría encontrar solu­ciones ventajosas adoptando procedimientos antiguos que aumentaban considerablemente, por medio de una especie de baño, la resistencia de la madera a los diver­sos agentes físicos y químicos. A las empresas de obras públicas podría interesarles reanudar el estudio de ce­mentos especiales cuyas fórmulas constan en tratados de los siglos xv y xvi y que presentan cualidades muy superiores a las del cemento moderno.

»La industria soviética ha utilizado recientemente, en la fabricación de útiles cortantes, una cerámica mu­cho más dura que los metales. Este endurecimiento po­dría estudiarse también a la luz de los antiguos procedi­mientos de temple.

»En fin, sin querer insistir en este problema, indica­ré una orientación de las investigaciones físicas que po­dría tener importantes consecuencias. Me refiero a tra­bajos concernientes a la energía magnética terrestre. Hay en este sentido observaciones muy antiguas que jamás han sido seriamente comprobadas, a pesar de su interés indiscutible.

«Trátese, en fin, de experiencias del pasado o de po­sibilidades del porvenir, creo que el realismo profundo nos enseña a apartarnos del presente. Esta afirmación puede parecer paradójica, pero basta reflexionar un poco para comprender que el presente no es más que un punto de contacto entre la línea del pasado y la del porvenir. Firmemente apoyados en la experiencia atá­vica, debemos mirar ante nosotros más que a nuestros pies y no prestar atención exagerada al breve intervalo de desequilibrio durante el cual cruzamos el espacio y el tiempo. El movimiento de la marcha nos lo demues­tra, y la lucidez de nuestra mirada debe mantener siem­pre equilibrada la balanza de lo que ha sido y lo que tiene que ser.»

IV

El Saber y el Poder se ocultan. — Visión de la guerra re­volucionaria. — La técnica resucita los conceptos medievales. — Retorno a la edad de los Adeptos. — Un novelista tuvo buen ojo: hay «Centrales de Energía». — De la monarquía a la criptocracia. — La sociedad se­creta, futura forma de gobierno. — La propia inteligen­cia es una sociedad secreta. — Llaman a la puerta.

En un artículo muy extraño, pero que, al parecer, reflejaba la opinión de muchos intelectuales franceses, Jean Paul Sartre negaba pura y simplemente a la bom­ba «H» el derecho a la existencia. La existencia, en la teo­ría de este filósofo, precede a la esencia. Pero se le pre­senta un fenómeno cuya esencia no le interesa, y niega su existencia. ¡Singular contradicción! «La bomba "H" —escribía Jean Paul Sartre— está contra la Historia.» ¿Cómo puede estar «contra la Historia» un hecho de civilización? ¿Qué es la Historia? Para Sartre, es el mo­vimiento que debe necesariamente conducir a las masas al poder. ¿Qué es la bomba «H»? Una reserva de poder manejable por algunos hombres. Una sociedad muy

restringida de sabios, de técnicos, de políticos, puede decidir la suerte de la Humanidad. Para que la Historia tenga el sentido que le hemos asignado, suprimamos la bomba «H». Igual veíamos el progresismo social exi­giendo la detención del progreso. Una sociología naci­da en el siglo XIX reclamaba el retorno a su época de ori­gen. Entiéndase bien: nosotros no tratamos de aprobar la fabricación de armas de destrucción, ni de ir contra la sed de justicia que anima lo que hay de más puro en las sociedades humanas. Se trata de examinar las cosas des­de un punto de vista diferente.

1.° Es cierto que las armas absolutas hacen pesar sobre la Humanidad una amenaza espantosa. Pero mientras estén en pocas manos, no serán utilizadas. La sociedad humana moderna sólo sobrevive porque son muy pocos los hombres de quienes depende la decisión.

2.° Estas armas absolutas sólo pueden ir desarro­llándose. En la búsqueda operacional de vanguardia, el tabique entre el bien y el mal es cada vez más delgado. Todo descubrimiento al nivel de las estructuras esen­ciales es a la vez positivo y negativo. Por otra parte, las técnicas, al perfeccionarse, no se hacen más pesadas: por el contrario, se simplifican. Se sirven de fuerzas que van acercándose a las elementales. El número de opera­ciones se reduce; se aligera el equipo. Al final, la llave de las fuerzas universales cabrá en la palma de la mano. Un niño podrá forjarla y manejarla. Cuanto más se avance hacia la simplificación-potencia, tanto más ha­brá que ocultarla, levantar barreras, para asegurar la continuidad de la vida.

3.° Esta ocultación se realiza, por otra parte, sola al pasar el verdadero poder a manos de los hombres sabios. Éstos tienen un lenguaje y unas formas de pensamiento que les son propias. No es una barrera artificial. El verbo es diferente porque el espíritu se encuentra situado a otro nivel. Los hombres de ciencia han con­vencido a los poseedores de que poseerían más, a los gobernantes de que gobernarían más, si acudían a ellos. Y rápidamente han conquistado un lugar por encima de la riqueza y del poder. ¿Cómo? En primer lugar, intro­duciendo en todas partes una complejidad infinita. La idea que quiere ser directriz complica hasta el extremo el sistema que quiere destruir, para llevarle al suyo sin posibilidad de reacción defensiva, de la misma manera que la araña envuelve a su presa. Los hombres llamados «de poder», poseedores y gobernantes, no son más que intermediarios en una época que es a su vez interme­ diaria.  

4.° Mientras las armas absolutas se multiplican, la guerra cambia de rostro. Se desarrolla un combate inin­terrumpido en forma de guerrillas, de revoluciones pa­latinas, de celadas, de quintas columnas, de artículos, de libros y de discursos. La guerra revolucionaria rem­plaza a la guerra a secas. Este cambio de las formas de la guerra corresponde a un cambio de los fines de la Hu­manidad. Las guerras se habían hecho para «tener». La guerra revolucionaria se ha hecho para «ser». Antaño, la Humanidad se destrozaba para partirse la tierra y go­zar en ella; para que algunos se repartiesen los bienes de la tierra y gozaran de ellos. Ahora, a través del incesan­te combate que evoca la danza de los insectos que se tientan mutuamente las antenas, todo transcurre como si la Humanidad buscara la unión, la agrupación, la unidad para cambiar la Tierra. El deseo de gozar ha sido sustituido por la voluntad de hacer. Los hombres de ciencia, al perfeccionar también las armas psicológi­cas, no son extraños a este profundo cambio. La guerra revolucionaria corresponde al nacimiento de un espíri­tu nuevo: el espíritu obrero, el espíritu de los obreros de la Tierra. En este sentido, la Historia es un movi­miento mesiánico de las masas. Este movimiento coin­cide con la concentración del saber. Ésta es la fase que atravesamos en la aventura de una hominización cre­ciente, de una asunción continua del espíritu.

Volvamos a los hechos aparentes, y entraremos de nue­vo en la edad de las sociedades secretas. Cuando remon­temos hacia los hechos más importantes, y por ello me­nos visibles, advertiremos que volvemos también a la edad de los Adeptos. Los Adeptos hacían resplandecer su conocimiento sobre un conjunto de sociedades orga­nizadas para el mantenimiento del secreto de la técnica. No es imposible imaginar un mundo muy próximo construido según este modelo. Fuera de esto, la Histo­ria no se repite. Mejor dicho, si bien pasa por el mismo punto, lo hace por un sector más alto de la espiral.

Históricamente, la conservación de la técnica fue uno de los objetos de las sociedades secretas. Los sacer­dotes egipcios guardaban celosamente las leyes de la geometría plana. Recientes investigaciones han com­probado la existencia en Bagdad de una sociedad que de­tentaba el secreto de la pila eléctrica y el monopolio de la galvanoplastia... hace dos mil años. En la Edad Media, en Francia, en Alemania y en España, se formaron con­cejos de técnicos. Vean ustedes la historia de la alquimia. Vean el secreto de la coloración roja del vidrio, median­te la introducción de oro en el momento de la difusión. Vean el secreto del fuego griego, aceite de lino coagula­do con gelatina, antepasado del napalm. Pero no todos los secretos de la Edad Media han sido descubiertos: el del vidrio mineral flexible, el del procedimiento sencillo de obtención de la luz fría, etc. De igual manera asistimos ahora a la aparición de grupos de técnicos que guar­dan los secretos de fabricación, ya se trate de técnicas artesanas como la fabricación de armónicas o de bolos de cristal, ya de técnicas industriales como la producción de carburantes sintéticos. En las grandes fábricas atómi­cas americanas, los físicos llevan insignias que revelan su grado de saber y de responsabilidad. No se puede dirigir la palabra más que al portador de una insignia igual. Existen clubes, y las amistades y los amores surgen en el interior de cada categoría. Así se constituyen medios ce­rrados en todo semejantes a los concejos de la Edad Me­dia, ya se trate de aviación a reacción, de ciclotrones o de electrónica. En 1956, treinta y cinco estudiantes chinos recién salidos del Instituto de Tecnología de Massachusetts quisieron volver a su país. No habían trabajado en problemas militares; sin embargo, se pensó que sabían demasiado. Y se les prohibió el regreso. El Gobierno chino, deseoso de recuperar a los instruidos jóvenes, propuso su intercambio con varios aviadores america­nos acusados de espionaje.

La vigilancia de la técnica y de los secretos científi­cos no puede confiarse a la Policía. Mejor dicho, los es­pecialistas del cuerpo de Seguridad se ven obligados a aprender las ciencias y las técnicas que tienen obliga­ción de vigilar. Se enseña a estos especialistas a trabajar en los laboratorios nucleares, y a los físicos nucleares a velar ellos mismos por su seguridad. De suerte que se va creando una casta más poderosa que los Gobiernos y las Policías políticas.

Para completar el cuadro hay que tener en cuenta I los grupos de técnicos dispuestos a trabajar para los í países que ofrezcan más. Son los nuevos mercenarios. Son las «espadas de alquiler» de nuestra civilización, en la que el condottiero viste bata blanca. El África del Sur, la Argentina y la India son sus mejores campos de ac­ción. En ellos se forjan verdaderos imperios.

Remontémonos a los hechos menos visibles, pero más importantes. Veremos en ellos el retorno a la edad de los Adeptos. «Nada en el Universo es capaz de resistir al ardor convergente de un número bastante de inteli­gencias agrupadas y organizadas», decía confidencial­mente Teilhard de Chardin a George Magloire.

Hace más de cincuenta años, John Buchan, que desempeñó en Inglaterra un gran papel político, escri­bió una novela que era al mismo tiempo un mensaje di­rigido a unos cuantos espíritus despiertos. En esta no­vela, titulada, no por casualidad, La central de energía, el héroe tropieza con un caballero distinguido y discre­to, que, en un tono de conversación trivial, le dirige fra­ses bastante desconcertantes:

«—Ciertamente, en la civilización hay numerosas piedras angulares —dije— cuya destrucción acarrearía el derrumbamiento de aquélla. Pero las piedras angula­res aguantan bien.

»—No tanto... Piense que la fragilidad de la máqui­na aumenta cada día. A medida que la vida se complica, el mecanismo se hace más intrincado y, por ello, más vulnerable. Sus llamadas sanciones se multiplican de un modo tan desmesurado, que pierden aisladamente en seguridad. Durante los siglos de oscurantismo, había una sola gran potencia: el temor de Dios y de su Iglesia. Hoy en día, tienen ustedes una multitud de pequeñas divinidades, igualmente delicadas y frágiles, cuya única fuerza proviene de nuestro consentimiento tácito en no discutirlas.

»—Olvida usted una cosa —repliqué—, y es el he­cho de que los hombres están, en realidad, de acuerdo en mantener la máquina en marcha. Esto es lo que lla­mé hace un momento "buena voluntad".

»—Ha puesto usted el dedo en el único punto im­portante. La civilización es una conjuración. ¿De qué les serviría su Policía si cada criminal encontrase asilo al otro lado del estrecho, o sus salas de Justicia si otros tribunales no reconocieran sus decisiones? La vida mo­derna es el pacto no formulado de los poseedores para el mantenimiento de sus pretensiones. Y este pacto será eficaz hasta el día en que se celebre otro para des­pojarles.

»—No discutamos lo indiscutible —dije—. Pero yo me imaginaba que el interés general obligaba a los espíritus mejores a participar en esto que llama usted conspiración.

»—Lo ignoro —dijo, con lentitud—. ¿Son real­mente los espíritus mejores los que actúan a favor del pacto? Vea la conducta del Gobierno. A fin de cuentas, estamos dirigidos por aficionados y personas de segun­do orden. Los métodos de nuestras administraciones llevarían a la quiebra a cualquier empresa particular. Los métodos del Parlamento (discúlpeme) avergonza­rían a cualquier junta de accionistas. Nuestros dirigen­tes simulan adquirir el saber por la experiencia, pero es­tán lejos de ponerle el precio que pagaría un hombre de negocios, y, cuando lo adquieren, no tienen el valor de aplicarlo. ¿Cree que tiene algún atractivo, para un hombre genial, el vender su cerebro a nuestros malos gobernantes?

»Y, sin embargo, el saber es la única fuerza... ahora y siempre. Un pequeño dispositivo mecánico será ca­paz de hundir flotas enteras. Una nueva combinación química transformará todas las reglas de la guerra. Lo mismo puede decirse del comercio. Bastarán algunas modificaciones ínfimas para poner a Gran Bretaña al nivel de la República del Ecuador, o para dar a China la llave de la riqueza mundial. Y, mientras tanto, no que­remos pensar en que estos altibajos sean posibles. To­mamos nuestro castillo de naipes por la fortaleza del Universo.

»Jamás he tenido el don de la palabra, pero lo admiro en los demás. Los discursos de este género producen un hechizo malsano, una especie de embriaguez, de la que uno casi se avergüenza. Me sentía interesado, y más que a medias seducido.

»—Pero, veamos —le dije—, el primer cuidado de un inventor es publicar su invento. Como aspira a los honores y a la gloria, quiere hacerse pagar su invención. Esta se convierte en parte integrante del saber mundial, y todo el resto de éste se modifica en consecuencia. Es lo que ha pasado con la electricidad. Llama usted máquina a nuestra civilización, pero ésta es mucho más sutil que una máquina. Posee la facultad de adaptación del orga­nismo viviente.

»—Lo que dice usted sería cierto si el nuevo cono­cimiento se convirtiese realmente en propiedad de todos. Pero, ¿ocurre así? De vez en cuando leo en las gacetas que un sabio eminente ha hecho un gran des­cubrimiento. El hombre da cuenta a la Academia de Ciencias, se publican artículos de fondo sobre él inven­to, y la fotografía de aquél aparece en los periódicos. El peligro no proviene de este hombre. No es más que un engranaje de la máquina, un adherido al pacto. Pero los que cuentan son los hombres que se mantienen fuera de éste, los artistas del descubrimiento que sólo emplearán su ciencia en el momento en que puedan hacerlo con el máximo efecto. Créame, los espíritus más grandes es­tán al margen de la llamada civilización.

»Pareció vacilar un instante, y prosiguió:

»—Habrá personas que le dirán que los submarinos han suprimido ya al acorazado y que la conquista del aire ha anulado el dominio de los mares. Los pesimistas, al menos, así lo afirman. Pero, ¿cree usted que la ciencia ha dicho ya su última palabra con nuestros groseros submarinos y nuestros frágiles aeroplanos?

»—No dudo de que se perfeccionarán —dije—, pero los medios de defensa progresarán paralelamente.

»Movió la cabeza.

»—Es poco probable. De ahora en adelante, el sa­ber que permite realizar los grandes ingenios de des­trucción rebasa en mucho a las posibilidades defensi­vas. Usted ve simplemente las creaciones de la gente de segundo orden que tiene prisa en conquistar la rique­za y la gloria. El verdadero saber, el saber temible, si­gue manteniéndose secreto. Pero, créame, amigo mío, existe.

»Se calló un instante, y vi el ligero contorno del humo de su cigarrillo perfilándose en la oscuridad. Después citó varios ejemplos, pausadamente, como si temiera ir demasiado lejos.

»Estos ejemplos fueron para mí la voz de alerta. Eran de diferentes clases: una gran catástrofe, una rup­tura súbita entre dos pueblos, una plaga que destruía una cosecha vital, una guerra, una epidemia. No los re­petiré. Entonces no creí en ello, y hoy creo todavía me­nos. Pero eran terriblemente chocantes, expuestos con su voz tranquila, en aquella pieza oscura, en la sombría noche de junio. Si estaba en lo cierto, aquellas calami­dades no eran obra de la Naturaleza o de la casualidad, sino más bien el producto de un arte. Las inteligencias anónimas a que se refería, y que realizaban una labor subterránea, revelaban de vez en cuando su fuerza me­diante una manifestación catastrófica. Me negaba a creerle, pero, mientras exponía sus ejemplos, mostran­do el desarrollo del juego con singular claridad, no pude pronunciar una palabra de protesta. »A1 fin, recobré el habla.

»—Lo que usted describe es el anarquismo. Y, sin embargo, no conduce a ninguna parte. ¿A qué móvil obedecerían estas inteligencias? »Se echó a reír.

»—¿Cómo quiere que yo lo sepa? Yo no soy más que un modesto buscador, y mis investigaciones me proporcionan curiosos documentos. Pero no podría precisarle los motivos. Veo solamente que existen grandes inteligencias antisociales. Digamos que des­confían de la máquina. A menos que no sean idealistas empeñados en crear un mundo nuevo, o simplemente artistas que aman por sí mismos a la verdad. Si tuviese que formular una hipótesis, diría que han sido necesa­rias estas dos últimas clases de individuos para obtener resultados, pues los segundos logran el conocimiento, y los primeros tienen la voluntad de emplearlo.

»Un recuerdo acudió a mi memoria. Estaba en las alturas del Tirol en un prado soleado. Allí me encon­traba almorzando, entre campos floridos y al norte de un torrente saltarín, después de haber pasado la maña­na escalando las blancas vertientes. Había encontrado en el camino a un alemán, un hombrecillo con aires de profesor, que me hizo el honor de compartir conmigo mis bocadillos. Hablaba con desenvoltura un defectuo­so inglés, y era discípulo de Nietzsche y ardiente ene­migo del orden establecido.

»—Lo malo es —exclamó— que los reformadores no saben nada, y que los que saben algo son demasiado perezosos para intentar las reformas. Pero llegará un día en que se unirán el saber y la voluntad, y entonces progresará el mundo.

»—Está pintando usted un cuadro terrible —repli­qué—. Pero, si estas inteligencias antisociales son tan poderosas, ¿por qué hacen tan poco? Un vulgar agente de Policía, amparado por la Máquina, puede muy bien burlarse de la mayoría de las tentativas anarquistas.

»—Exactamente —respondió—, y la civilización saldrá triunfante hasta que sus adversarios aprendan de ella misma la importancia de la Máquina. El pacto debe durar hasta que haya un anticipo. Vea los procedimien­tos de esta idiotez que ahora llaman nihilismo o anar­quía. Algunos vagos analfabetos lanzan un reto al mundo desde el fondo de un tugurio parisiense, y al cabo de ocho días están en la cárcel. En Ginebra, una docena de "intelectuales" rusos exaltados conspiran para derribar a los Romanov, y la Policía de Europa se les echa enci­ma. Todos los Gobiernos y sus poco inteligentes fuer­zas policíacas se dan la mano y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡adiós conspiradores! Porque la civilización sabe utilizar las energías de que dispone, mientras que las in­finitas posibilidades de los no oficiales se van en huma­reda. La civilización triunfa porque es una liga mun­dial; sus enemigos fracasan porque no son más que una capillita. Pero suponga...

»Se calló de nuevo y se levantó del sillón. Acercán­dose al interruptor, inundó la sala de luz. Deslum­brado, alcé los ojos hacia mi huésped y vi que me son­reía amablemente, con toda la gentileza de un viejo gentleman.

»—Me gustaría oír el final de sus profecías —decla­ré—. Decía usted...

»—Decía esto: suponga a la anarquía instruida por la civilización y convertida en internacional. ¡Oh, no me refiero a esas bandas de borricos que se titulan con gran alharaca "Unión Internacional de Trabajadores" y otras estupideces por el estilo! Quiero decir que se in­ternacionalice la verdadera sustancia pensante del mun­do. Suponga que las mallas del cordón civilizado se en­cuentren entrelazadas con otras mallas que constituyen una cadena mucho más poderosa. La Tierra está rebo­sante de energías incoherentes y de inteligencia desor­ganizada. ¿Ha pensado alguna vez en el caso de China? Encierra millones de cerebros pensantes que se ahogan en actividades ilusorias. No tienen dirección, ni energía conductora, de modo que el resultado de sus esfuerzos es igual a cero y el mundo entero se burla de China. Europa le arroja de vez en cuando un préstamo de al­gunos millones, y ella, en justa correspondencia, se encomienda cínicamente a las oraciones de la cristiandad. Pero suponga usted...

»—Es una perspectiva atroz —exclamé— y, a Dios gracias, no la creo realizable. Destruir por destruir constituye una idea demasiado estéril para tentar a un nuevo Napoleón, y nada pueden hacer ustedes sin te­ner uno.

»—No sería en absoluto destrucción —replicó sua­vemente—. Llamemos iconoclastia a esta abolición de las fórmulas que siempre ha unido a una multitud de idealistas. Y no hace falta un Napoleón para realizarla. Sólo se necesita una dirección que podría venir de hombres mucho menos dotados que Napoleón. En una palabra, bastaría con una Central de Energía para inau­gurar la era de los milagros.»

Si se piensa que Buchan escribía estas líneas alrededor de 1910, y si pensamos en los trastornos sufridos por el mundo después de aquella época y en los movimientos que arrastran en la actualidad a China, el África y a la India, podemos preguntarnos si no habrán entrado efectivamente en acción una o muchas «Centrales de Energía». Esta visión sólo parecerá novelesca a los ob­servadores superficiales, es decir, a los historiadores llevados por el vértigo de «la explicación de los he­chos», lo cual no es, en definitiva, más que una manera de escoger entre los hechos. En otra parte de esta obra describimos una central de energía que ha fracasado, pero después de sumir al mundo en fuego y sangre: la central fascista. Tampoco se puede dudar de la existen­cia de una central de energía comunista, ni de su prodi­giosa eficiencia.

«Nada en el Universo podría resistir el ardor convergente de un número bastante de inteligen­cias agrupadas y organizadas.»

Repito esta cita: su ver­dad resplandece aquí.

Tenemos de las sociedades secretas una idea de co­legial. Vemos de una manera fútil los hechos singulares. Para comprender el mundo venidero, tendríamos que escarbar, refrescar, vigorizar la idea de sociedad secre­ta, por el estudio más profundo del pasado y por el des­cubrimiento de un punto de vista desde el cual pueda observarse el movimiento de la Historia en que nos ve­mos metidos.

Es posible, es probable, que la sociedad secreta sea la futura forma de gobierno en el mundo nuevo del espíri­tu obrero. Consideren rápidamente la evolución de las cosas. Las monarquías alegaban un poder de origen sobrenatural. El rey, los señores, los ministros, los res­ponsables hacen cuanto pueden por salirse de lo natural, para causar asombro con su indumento, con sus pala­cios, con sus maneras. Lo hacen todo para ser bien visi­bles. Despliegan el mayor fasto posible. Y siempre están presentes. Infinitamente abordables e infinitamente dis­tintos. «¡Alistaos bajo mi estandarte blanco!» A veces, en verano, Enrique IV se baña desnudo en el Sena, en el corazón de París. Luis XIV es un sol, pero cualquiera puede entrar en cualquier momento en su palacio y asis­tir a sus comidas. Siempre bajo el fuego de las mira­das, semidioses cargados de oro y de plumas, siempre llamando la atención, a un tiempo «aislados» y públicos. A partir de la Revolución, el poder proclama ideas abs­tractas y el Gobierno se oculta. Los responsables quie­ren hacerse pasar por hombres «como los demás» y al mismo tiempo guardan las distancias. Tanto en el plano personal como en el de los hechos, se hace difícil definir con exactitud el Gobierno. Las democracias modernas se prestan a mil interpretaciones «esotéricas». Hay pen­sadores que aseguran que América obedece únicamente a algunos jefes de la industria, Inglaterra a los banqueros de la City, Francia a los francmasones, etc. Con los Go­biernos surgidos de la guerra revolucionaria, el poder se oculta casi completamente. Los testigos de la revolución china, de la guerra de Indochina y de la guerra de Arge­lia, los especialistas del mundo soviético, todos se sien­ten impresionados por la inmersión de poder en los mis­terios de la masa, por el secreto que envuelve a las responsabilidades, por la imposibilidad de saber «quién es quién» y «quién decide qué». Entra en acción una ver­dadera criptocracia. Aquí no tenemos tiempo de anali­zar este fenómeno, pero podría escribirse una obra so­bre el advenimiento de lo que llamamos criptocracia. En una novela de Jean Lartéguy, que fue actor de la revolu­ción en Azerbaiján, de la guerra de Palestina y de la gue­rra de Corea, un capitán francés cae prisionero después de la derrota de Dien-Bien-Fu:

«Glatigny volvió a encontrarse en un refugio en forma de túnel, largo y estrecho. Estaba sentado en el suelo, con la espalda desnuda apoyada en la tierra del mundo ante él, un nha qué en cuclillas fuma un tabaco infecto, liado en un viejo papel de periódico.

»El nha qué va descubierto. Lleva uniforme caqui sin insignias. Está descalzo y los dedos de sus pies se abren voluptuosamente en el barro tibio del refugio. Entre dos chupadas, pronuncia algunas palabras, y un bodoi de movimientos ágiles y ondulantes se inclina sobre Glatigny:

»—El jefe del batallón pregunta a usted dónde estar comandante francés que mandar punto apoyo.

«Glatigny tiene un reflejo de militar tradicional: no puede comprender que este nha qué acurrucado y que fuma un tabaco apestoso mandase como él un batallón, tuviese el mismo grado y las mismas responsabilidades que él... Es, pues, uno de los responsables de la Divi­sión 308, la mejor instruida de todo el Ejército Popular; y este campesino salido de su arrozal le ha derrotado a él, a Glatigny, descendiente de una de las grandes di­nastías militares de Occidente...»

Paul Mouset, periodista célebre, corresponsal de guerra en Indochina y en Argelia, me decía:

«Siempre he tenido la impresión de que el boy o el pequeño ten­dero eran, acaso, los grandes responsables... El mundo nuevo disfraza a sus jefes, como esos insectos que se confunden con las ramas, con las hojas...»

Después de la muerte de Stalin, los expertos políti­cos no logran ponerse de acuerdo sobre la identidad del verdadero gobernante de la URSS. En el momento en que estos expertos nos aseguran al fin que es Beria, nos enteramos de que éste acaba de ser ejecutado. Nadie podría designar por sus nombres a los dueños de un país que domina mil millones de hombres y la mitad de las tierras habitables del Globo...

La amenaza de guerra sirve para revelar la forma real de los Gobiernos. En junio de 1955, América había previsto una «operación de alerta», en el curso de la cual el Gobierno salía de Washington para ir a trabajar a «algún lugar de los Estados Unidos». En el caso de que este refugio fuese destruido, se había previsto un procedimiento según el cual el Gobierno transfería sus poderes a un Gobierno fantasma (la expresión literal es «Gobierno de sombras») designado desde ahora y para entonces. Este Gobierno lleva consigo senadores, di­putados y expertos cuyos nombres no pueden ser di­vulgados. De esta forma se anunció oficialmente el paso a la criptocracia, en uno de los países más podero­sos del planeta.

En caso de guerra, sin duda veríamos los Gobier­nos aparentes reemplazados por estos «Gobiernos de sombras», instalados tal vez en las cavernas de Virginia, el de los Estados Unidos, y en una estación flotante del Ártico, el de la URSS. Y a partir de este momento, sería delito de alta traición revelar la identidad de los respon­sables. Armadas de cerebros electrónicos para reducir al mínimo el personal administrativo, las sociedades secretas organizarían el gigantesco combate de los dos bloques de la Humanidad. Ni siquiera se excluye la po­sibilidad de que estos Gobiernos se alojaran fueran de nuestro mundo, en los satélites artificiales que giran al­rededor de la Tierra.

No hacemos filosofía-ficción ni historia-ficción. Hacemos realismo fantástico. Nos mostramos escépticos en muchos de los puntos en que menos lo son los es­píritus que pasan por «razonables». No buscamos en modo alguno orientar la atención hacia un vano ocultis­mo, hacia una interpretación mágico-delirante de los hechos. No proponemos ninguna religión. Creemos en la inteligencia. Pensamos que, llegada a un cierto nivel, la inteligencia misma es una sociedad secreta. Opinamos que su poder será ilimitado cuando se desarrolle por en­tero, como un roble en campo libre, en vez de hallarse encogida como en una maceta.

Conviene, pues, considerar de nuevo la idea de so­ciedad secreta, en función de las perspectivas que aca­bamos de descubrir y de otras, más extrañas aún, que pronto se manifestarán a nuestros ojos. Aquí, como en otros lugares, sólo hemos podido esbozar el trabajo para la investigación y la reflexión. Sabemos perfecta­mente que nos exponemos a que nuestra visión de las cosas parezca una locura: y es que decimos rápida y brutalmente lo que tenemos que decir, como quien lla­ma a la puerta de un hombre que duerme cuando el tiempo apremia.

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