I - UNA NUEVA INTUICIÓN

Lo fantástico en el fuego y en la sangre. — Las barreras de la incredulidad. — El primer cohete. — Burgueses y obreros de la Tierra. — £05 hechos falsos y la ficción verdadera. — Los mundos habitados. — Visitan­tes venidos de más allá. — Las grandes comunicacio­nes. — Los mitos modernos. — Realismo fantástico en psicología. —Para una exploración de lo fantástico in­terior. — Exposición del método. — Otro concepto de la libertad.

Cuando salí del subterráneo, Juvisy, el pueblo de mi infancia, había desaparecido. Una espesa niebla amarilla cubría un océano de cascotes, de donde brota­ban llamadas y gemidos. El mundo de mis juegos, de mis amistades, de mis amores, y la mayoría de los testi­gos del comienzo de mis días yacían en este vasto cam­po lunar. Un poco más tarde, cuando se organizó el so­corro, algunos pájaros, engañados por los proyectores, se pusieron a cantar creyendo que había llegado el día.

Otro recuerdo: una mañana de estío, tres días antes de la Liberación, me encontraba con diez camaradas en una mansión particular próxima al bosque de Bolonia, Procedentes de diversos campamentos juveniles brusca­mente abandonados, el azar nos había reunido en esta última «escuela de cuadros», donde seguían instruyén­donos, de manera imperturbable, mientras cambiaba el ruido de armas y cadenas, el arte de fabricar marionetas, de hacer comedia y de cantar. Aquella mañana, de pie en el vestíbulo de falso estilo gótico, bajo la dirección de un maestro de coro romántico, cantábamos a tres voces un aire folklórico: «Dadme agua, dadme agua, agua, para mis dos cántaros...» Nos interrumpió el teléfono. Unos minutos más tarde, nuestro maestro de coros nos hacía penetrar en un garaje. Otros muchachos, empuñando metralletas, guardaban las salidas. Entre los viejos co­ches y las barricas de aceite, yacían varios jóvenes, acri­billados de balas y de cascos de granada: el grupo de re­sistentes torturados por los alemanes en la Cascada del Bois. Habían logrado rescatar los cadáveres. Habían traído ataúdes. Habían partido mensajeros a avisar a las familias. Teníamos que lavar los cadáveres, secarlos, abrochar las chaquetas y los pantalones abiertos por las granadas, cubrirlos con papel blanco y colocar en sus ca­jas a los asesinados, cuyos ojos, bocas y heridas gemían de espanto, dar a sus semblantes y a sus cuerpos una apa­riencia de muerte digna. Y, respirando un vaho de carni­cería, con la esponja o el cepillo en la mano, dábamos agua, dábamos agua, agua, agua...

Pierre Mac Orlan, antes de la guerra, viajaba en busca de lo «fantástico social», que encontraba en el ambiente pintoresco de los grandes puertos: tabernas de Hamburgo bajo la lluvia, muelles del Támesis, fau­na de Amberes. ¡Encantador anacronismo! Lo fantásti­co ha dejado de ser cosa de artistas, para convertirse en experiencia vivida por el mundo civilizado, en el fuego y en la sangre. El dueño de la tienda de bolsos de nues­tra calle aparece una mañana en el umbral de su puerta luciendo una estrella amarilla sobre el corazón. El hijo de la portera recibe de Londres mensajes surrealistas y lleva galones invisibles de capitán. Una guerra secreta pende ahorcados en los balcones del pueblo. Varios universos, violentamente distintos, se superponen; un soplo de la casualidad nos hace pasar del uno al otro.

—En el campo de Mauthausen —me explica Bergier—llevábamos la enseña N. N., noche y niebla. Nin­guno de nosotros pensaba sobrevivir. Él 5 de mayo de 1945, cuando el primer jeep americano subió la colina, un deportado ruso, encargado de la lucha antirreligiosa en Ucrania, que estaba tumbado a mi lado, incorporán­dose sobre un codo exclamó:  

«¡Dios sea loado!»

»Todos los hombres aptos fueron repatriados en fortalezas volantes, y por esto me encontré, al amanecer del 19, en el aeródromo de Heinz, Austria. El avión ve­nía de Birmania. "Es una guerra mundial, ¿no es cier­to?", me dijo el radiotelegrafista. Transmitió un mensa­je que le encargué para el cuartel general aliado de Reims; después me mostró el equipo de radar. Había allí toda clase de aparatos cuya realización había creído im­posible antes del año 2000. En Mauthausen, los médicos americanos me hablaron de la penicilina. En dos años, las ciencias adelantaron un siglo. Se me ocurrió una idea disparatada: "¿Y la energía atómica?" "Se habla de ella —me respondió el radiotelegrafista—. Es un asunto se­creto, pero corren rumores..."

»Unas horas más tarde, me encontraba en el boulevard de la Madeleine, con mi traje a rayas. ¿Era esto Pa­rís? ¿O era un sueño? La gente me rodeaba, haciéndome preguntas. Me refugié en el Metro y llamé por teléfono a mis padres: "Iré dentro de un momento." Pero volví a salir. Había algo más importante que todo lo restante.

Tenía que encontrar, antes que nada, mi lugar favorito de antes de la guerra: la librería americana "Brentano' s", de la avenida de la Ópera. Hice en ella una gran entrada. Todos los periódicos, todas las revistas, a puñados... Sentado en un banco de las Tullerías, traté de conciliar el Universo actual con el que yo conocí. Mussolini había sido colgado de un gancho. Hitler había ardido. Existían tropas alemanas en la isla de Oleron y en los puertos del Atlántico. ¿No había terminado, pues, la guerra en Francia? Las revistas técnicas ponían la piel de gallina. Sir Alexander Fleming había triunfado con la penicili­na... ¡Luego era verdad! Había nacido una nueva quími­ca, la de las siliconas, cuerpos intermedios entre lo orgá­nico y lo mineral. El helicóptero, cuya imposibilidad había sido demostrada en 1940, se construía en serie. La electrónica acababa de hacer fantásticos progresos. La televisión estaría pronto tan extendida como el telé­fono. Acababa de apearme en un mundo formado con mis sueños del año 2000. Algunos textos eran para mí incomprensibles. ¿Quién sería ese mariscal Tito? ¿Y las Naciones Unidas? ¿Y el D.D.T.?

»Bruscamente, empecé a darme cuenta, en carne y en espíritu, de que ya no era un prisionero, ni un con­denado a muerte, y que me sobraba tiempo y libertad para comprender y para actuar. Por lo pronto tenía toda la noche, si me venía en gana... Debí de palidecer. Una mujer se acercó a mí y quiso llevarme a un médico. Escapé y me fui corriendo a casa de mis padres, a los que encontré llorando. Sobre la mesa del comedor, ha­bía un montón de sobres que trajeron los ciclistas: tele­gramas militares y civiles. Lyon se disponía a dar mi nombre a una calle; me habían nombrado capitán; ha­bía sido condecorado por varios países, y una expedi­ción americana para la busca de armas secretas en Ale­mania solicitaba mi concurso. A medianoche, mi padre me obligó a acostarme. En el momento antes de dormirme, dos palabras latinas asaltaron mi memoria sin razón alguna: magna mater. Al día siguiente por la ma­ñana, al despertarme, volvía a pensar en ellas y com­prendí su sentido. En la antigua Roma, los candidatos al culto secreto de magna mater debían pasar por un baño de sangre. Si sobrevivían, nacían por segunda vez.

En esta guerra, se abrieron todas las puertas de co­municación entre todos los mundos. Una corriente de aire formidable. Después, la bomba atómica nos lanzó a la Era del átomo. Todo fue ya posible. Las barreras de la incredulidad, tan fuertes en el siglo XIX, habían sido gravemente conmovidas por la guerra. Ahora, acaba­rían de hundirse totalmente.

En marzo de 1954, Mr. Ch. Wilson, secretario de Guerra americano, declaró: «Estados Unidos, lo mis­mo que Rusia, tiene de ahora en adelante el poder de aniquilar el mundo entero.» La idea del fin de los tiem­pos penetró en las conciencias. Aislado del pasado, du­dando del porvenir, el hombre descubrió el presente como valor absoluto, volvió a hallar la eternidad en esta débil frontera. Algunos viajeros de la desespera­ción, de la soledad y de la eternidad, se hicieron a la mar en almadías, como Noés experimentales, como adelantados del próximo diluvio, alimentándose de plancton y de peces voladores. Al propio tiempo, lle­gaban de todos los países testimonios sobre la apari­ción de platillos volantes. El cielo se poblaba de inte­ligencias exteriores.

Un pequeño vendedor de bocadillos, llamado Adamsky, que tenía su tienda al pie del gran telescopio del Monte Palomar, en California, se otorga el título de profesor, declara que le han visitado los venusianos, ex­plica sus conversaciones en un libro que alcanza el ma­yor éxito de venta después de la guerra y se convierte en el Rasputín de la Corte de Holanda. En un mundo en que lo trágico y lo extraño se suceden de este modo, cabe preguntarse de qué estará hecha la gente que no tiene u y que tampoco quiere divertirse.

Cuando le hablaban del fin del mundo, Chesterton res­pondía: «¿Por qué tengo que preocuparme? Esto ya ha ocurrido varias veces.» Después de un millón de años de vagar por el mundo, sin duda los hombres han co­nocido más de un apocalipsis. La inteligencia se ha apa­gado y ha vuelto a encenderse varias veces. El hombre camina a lo lejos por la noche, con una linterna en la mano, es alternativamente sombra y fuego. Todo nos invita a pensar que el mundo ha llegado una vez más y que hacemos un nuevo aprendizaje de la existencia in­teligente en un mundo nuevo: el mundo de las grandes masas humanas, de la energía nuclear, del cerebro elec­trónico y de los cohetes interplanetarios. Tal vez nece­sitaríamos un alma y un espíritu distintos para esta Tie­rra diferente.

El 16 de setiembre de 1959, a las 22 h. 2 m., las ra­dios de todos los países anunciaron que, por vez prime­ra, un cohete lanzado desde la Tierra acababa de llegar a la Luna. Yo estaba escuchando Radio Luxemburgo. El locutor dio la noticia y pasó a la emisión de variedades difundida todos los domingos a dicha hora y que lleva por título: «La Puerta Abierta...» Salí al jardín a con­templar la Luna brillante, el Mar de la Serenidad en el que descansaban desde hacía unos segundos los restos del cohete. El jardinero también había salido. «Es tan hermoso como los Evangelios, señor...» Daba espontá­neamente a la cosa su verdadera grandeza, colocaba el acontecimiento en su dimensión. Y me sentí muy cerca de aquel hombre, de todos los hombres sencillos que alzaban la vista al cielo en aquel minuto, dispuestos a maravillarse y a sentir una enorme y confusa emoción. ¡Dichoso el hombre que pierde la cabeza, pues la en­contrará en el Cielo!» Al mismo tiempo, me sentía ex­traordinariamente alejado de las gentes de mi ambiente, Je todos esos escritores, filósofos y artistas que se hur­tan a tales entusiasmos bajo un pretexto de lucidez y de defensa del humanismo. Mi amigo Jean Dutourd, por ejemplo, notable escritor enamorado de Stendhal, me había dicho unos días antes:

«Bueno, toquemos con los pies en el suelo y no nos dejemos distraer por esos trenes eléctricos para adultos.»

Otro amigo muy querido, Jean Giono, a quien fui a visitar a Manosque, me había explicado que, al pasar por Colmarles-Alpes un do­mingo por la mañana, vio al capitán de los gendarmes y al cura jugando a los bolos en el atrio de la iglesia.

«Mientras haya curas y capitanes de gendarmes que jueguen a los bolos, tendremos felicidad en la Tierra y estaremos mejor en ella que en la Luna...»

Sí; todos mis amigos eran burgueses atrasados en un mundo en que los hombres, solicitados por inmensos proyectos a es­cala del Cosmos, empiezan a sentirse obreros de la Tie­rra.

«¡Quedémonos en tierra!», decían. Reaccionaban como los tejedores en Lyon cuando se descubrió el te­lar mecánico: temían perder su empleo. En la Era que comienza, mis amigos escritores sienten que las pers­pectivas sociales, morales, políticas y filosóficas de la li­teratura humanista, de la novela psicológica, parecerán pronto insignificantes. El gran efecto de la literatura llamada moderna es que nos impide ser realmente mo­dernos. En vano se empeñan en hacer creer que «escri­ben para todo el mundo».

Sienten que se acerca el tiem­po en que el espíritu de las masas experimentará la atracción de los grandes mitos, de los proyectos de for­midables aventuras, y que, si siguen escribiendo sus historietas «humanas», engañarán a las gentes con he­chos falsos en vez de contarles ficciones verdaderas.

Aquella noche del 16 de setiembre de 1959, cuando bajé al jardín y contemplé, con mis ojos de hombre ma­duro, con mis ojos fatigados y ávidos, la Luna que, en el cielo profundo, llevará ya para siempre rastros hu­manos, fue doble mi emoción, porque pensé en mi pa­dre. Levanté la mirada e hinché el pecho, como hacía él antaño, todas las noches, en nuestro mísero jardincillo de arrabal. Y, como él, me formulé la más importan­te de las preguntas: «Los hombres de esta Tierra, ¿so­mos los únicos?» Mi padre hacía esta pregunta porque tenía un alma grande y también porque había leído obras de un espiritualismo dudoso, fábulas primarias, Yo la hacía leyendo Pravda y las obras de ciencia pura, y frecuentando a gentes sabias. Pero, bajo las estrellas, se encontraban nuestros rostros invertidos, llevados por la misma curiosidad que acompaña a una infinita dilatación del espíritu.

Hace un momento he mencionado el origen del mito de los platillos volantes. Es un hecho social sig­nificativo. Sin embargo, ni que decir tiene que no puede prestarse crédito a esas astronaves de las que de­sembarcan unos hombrecillos dispuestos a discutir con guardabarreras o vendedores de bocadillos. Los marcianos, los saturninos y los jupiterianos son muy improbables. Pero, resumiendo la suma de los cono­cimientos reales sobre la cuestión, nuestro amigo Charles Noël Martin escribe:

«La multiplicidad de los habitantes posibles en las galaxias, y particularmente en la nuestra, trae consigo casi la certeza de la existen­cia de formas de vida excesivamente numerosas.»

En todo planeta de otro sol, aunque diste centenares de años luz de la Tierra, si la masa y la atmósfera son idénticas, deben de existir seres semejantes a nosotros. Ahora bien, el cálculo demuestra que, sólo en nuestra galaxia pueden existir de diez a quince millones de planetas más o menos comparables a la Tierra. Harlow Shapley, en su obra Estrellas y hombres, calcula en el Universo conocido 1011 probables hermanas de nuestra Tierra. Todo nos inclina a suponer que hay otros mundos habitados y que otros seres pueblan el Universo. A fines del año 1959, se instalaron unos la­boratorios en la Universidad de Cornell, Estados Uni­dos. Bajo la dirección de los profesores Coccioni y Morrison, adelantados de las grandes comunicacio­nes, se buscan en ellos las señales que tal vez nos diri­gen otros seres vivientes del Cosmos.

Más que el envío de cohetes a los astros cercanos, el contacto de los hombres con otras inteligencias y acaso con otros psiquismos, podría ser el acontecimiento que trastornase toda nuestra Historia.

Si existen otras inteligencias, en otro lugar, ¿cono­cen nuestra existencia? ¿Captan y descifran el eco leja­no de las ondas de radio y televisión que nosotros emi­timos? ¿Contemplan, con ayuda de aparatos, las perturbaciones producidas en nuestro Sol por los pla­netas gigantes Júpiter y Saturno? ¿Envían ingenios a nuestra galaxia? Nuestro sistema solar puede haber sido cruzado innumerables veces por cohetes de obser­vación sin que tengamos de ello la menor sospecha. Ni siquiera logramos, en la hora en que escribo, encontrar nuestro Lunik III, cuya emisora está averiada. Ignora­mos lo que pasa a nuestro alrededor.

¿Acaso algunos seres, habitantes del Más Allá, han venido ya a visitarnos? Es muy probable que haya pla­netas que hayan recibido visitas. ¿Por qué la Tierra, en particular? Hay miles de millones de astros desparra­mados en el campo de los años de luz. ¿Somos nosotros los más próximos? ¿Somos los más interesantes? Sin embargo, es lícito imaginar que los «grandes extranje­ros» han podido venir a contemplar nuestro Globo, a posarse en él, a pasar una temporada. La vida existe en la Tierra desde hace, al menos, mil millones de años. El hombre apareció en ella hace más de un millón de años; y nuestros recuerdos apenas se remontan a cuatro mil. ¿Qué sabemos? Tal vez los monstruos prehistóricos le­vantaron su largo cuello al paso de las astronaves y se perdió la huella de un acontecimiento tan fabuloso.

El doctor Ralph Stair, del N. B. S. americano, anali­zando unas extrañas rocas hialinas dispersas en la re­gión del Líbano, las tektites, admite que podrían proce­der de un planeta desaparecido y que pudo estar situado entre Marte y Júpiter. En la composición de las tektites se han descubierto isótopos radiactivos de alu­minio y de bario.

Varios sabios dignos de crédito opinan que el saté­lite de Marte, Phobos, es hueco. Se trataría de un aste­roide artificial colocado en órbita alrededor de Marte por inteligencias exteriores a la Tierra. Tal era la con­clusión a que llegaba un artículo de la seria revista Discovery, de noviembre de 1959. Tal es también la hipóte­sis del profesor soviético Chatlovski, especialista en radioastronomía.

En un ruidoso estudio de la Gaceta Literaria de Moscú, de febrero de 1960, el profesor Agrest, maestro en ciencias físico-matemáticas, declaró que las tektites, que sólo han podido formarse en condiciones de tempe­ratura muy elevada y de potentes radiaciones nucleares, pueden ser huellas del aterrizaje de proyectiles-sonda venidos del Cosmos. Hace un millón de años, pudimos tener visitantes. Según el profesor Agrest (que no vacila­ba, en dicho estudio, en plantear hipótesis tan fabulosas, mostrando así que la ciencia, en el marco de una filosofía positiva, puede y debe abrirse lo más posible a la imagina­ción creadora, a las suposiciones atrevidas), la destruc­ción de Sodoma y Gomorra pudo deberse a una explo­sión termonuclear provocada por viajeros del espacio, ya fuese deliberadamente, ya a consecuencia de una destruc­ción necesaria de sus depósitos de energía antes de su partida hacia el Cosmos. En los manuscritos del mar Muerto se lee lo siguiente:

«Se elevó una columna de humo y de polvo, pareci­da a una columna de humo que brotase del corazón de la Tierra. Vertió una lluvia de azufre y de fuego sobre So­doma y Gomorra y destruyó la ciudad, el llano entero, todos los habitantes y la vegetación. Y la mujer de Lot se volvió y se convirtió en estatua de sal. Y Lot vivió en Isoar, y después se instaló en las montañas, porque tenía miedo de permanecer en Isoar.

«Las gentes fueron avisadas para que abandonaran el lugar de la futura explosión, de que no se detuvieran en lugares descubiertos, de que no contemplaran la ex­plosión y de que se ocultaran bajo tierra... Los fugitivos que se volvieron fueron cegados y murieron.»

En esta misma región del Anti Líbano se levanta uno de los monumentos más misteriosos, que es la «terraza de Baalbeck». Se trata de una plataforma cons­truida con bloques de piedra, algunos de los cuales mi­den más de veinte metros de lado y pesan dos mil toneladas. Jamás se ha podido explicar por qué, ni cómo ni por quién fue construida esta plataforma. Se­gún el profesor Agrest no es inverosímil que se tratara de los restos de una pista de aterrizaje construida por astronautas venidos del Cosmos.

En fin, unos informes de la Academia de Ciencias de Moscú sobre la explosión del 30 de junio de 1908, en Siberia, sugiere la hipótesis de la desintegración de una nave interestelar que sufriera un accidente.

Aquel 30 de junio de 1908, a las siete de la mañana, surgió una columna de fuego en la taiga siberiana, que se elevó hasta ochenta kilómetros de altura. El bosque quedó volatilizado en una zona de cuarenta kilómetros de radio como consecuencia del contacto de una enor­me bola de fuego contra la Tierra. Durante varias sema­nas, flotaron sobre Rusia, Europa Occidental y África del Norte, unas extrañas nubes doradas que, por la no­che, reflejaban la luz solar. En Londres se fotografiaba a la gente leyendo el periódico en la calle a la una de la madrugada. Todavía hoy, aquella zona siberiana sigue sin vegetación. Las mediciones hechas en 1960 por una comisión científica rusa revelan que la radiactividad es allí tres veces mayor que la normal.

Y, si hemos sido visitados, ¿se habrán paseado en­tre nosotros los fabulosos exploradores? El sentido co­mún protesta: lo habríamos advertido. Nada menos se­guro. La primera regla de la ecología es no perturbara los animales que se quiere observar. Zimanski, sabio alemán de Tubinga, discípulo del genial Konrad Lorenz, estudió durante tres años los caracoles asimilando su lenguaje y su comportamiento psíquico, de suerte que los caracoles lo tomaban realmente por uno de los suyos. Nuestros visitantes podían emplear el mismo procedimiento con los humanos. Es una idea escanda­losa, pero que, sin embargo, tiene fundamento.

¿Habrán venido a la Tierra exploradores de buena voluntad antes de la historia humana conocida? Una le­yenda india habla de los Señores de Dyzan, venidos del exterior para traer a los hombres el fuego y el arco. La vida misma, ¿ha nacido en la Tierra o ha sido deposita   da en ella por los Viajeros del Espacio?

1 «¿Habremos venido de fuera —se pregunta el biólogo Loren Eiseley—, habremos venido de fuera y nos estamos prepa­rando para volver a nuestro país con ayuda de nuestros instrumentos...?»

1. La mayoría de los astrónomos y de los teólogos piensan que la vida de la Tierra comenzó en la Tierra. Pero no lo cree así el astró­nomo Cornell Thomas Gold. En una comunicación leída en Los Ángeles, en el congreso de sabios del espacio celebrado en 1960, Gold sugirió que la vida puede haber existido en otro lugar del Uni­verso durante innumerables miles de millones de años antes de arrai­gar en la Tierra. ¿Cómo llegó la vida a la Tierra, para comenzar su larga ascensión hacia lo humano? Tal vez fue traída por las naves del espacio.

La vida existe en la Tierra desde hace aproximadamente mil millones de años, observó Gold. Comenzó con formas simples de ta­maño microscópico.

Una palabra más sobre el cielo: la dinámica estelar muestra que una estrella no puede capturar otra. Las estrellas dobles o triples, cuya existencia observamos, deberían tener, pues, la misma edad. Ahora bien, la es­pectroscopia revela componentes de edades diversas en los sistemas dobles o triples. Una enana blanca y vieja, de diez mil millones de años, acompaña, por ejemplo, a un gigante rojo, de tres mil millones. Es imposible, y, sin embargo, es así. Sobre este particular, Bergier y yo hemos interrogado a una gran cantidad de astrónomos y de físicos. Algunos de ellos, y no los menos, no exclu­yen la hipótesis según la cual estas agrupaciones de es­trellas anormales pueden haberse realizado por Voluntades, por Inteligencias. Voluntades e Inteligencias ca­paces de desplazar las estrellas y agruparlas artificial­mente, dando así a conocer al Universo que la vida existe en tal o cual región del cielo, para mayor gloria del espíritu.

Después de mil millones de años, según la hipótesis de Gold, el planeta sembrado puede haber desarrollado criaturas lo bastante in­teligentes para viajar más lejos en el espacio, visitando planetas férti­les pero vírgenes y sembrándolos a su vez de microbios adaptables. De hecho, esta contaminación es el probable principio normal de la vida en todo planeta, comprendida la Tierra. «Ciertos viajeros del espacio —dice Gold— pueden haber visitado la Tierra hace mil mi­llones de años, y sus formas residuales de vida abandonadas habrían proliferado de tal suerte que los microbios tendrían pronto otro agente (los humanos viajeros del espacio), capaces de llevarlos más lejos en el campo de batalla.»

¿Y qué acontece en las otras galaxias que flotan en el espacio mucho más allá de los límites de la Vía Láctea? El astrónomo Gold es uno de los mantenedores de la teoría del universo fijo.

¿Cuándo, pues, ha comenzado la vida? La teoría del universo fijo pretende que el espacio no tiene límites y que el tiempo no tiene principio ni fin. Si la vida se propaga de las viejas a las nuevas ga­laxias, su historia puede remontarse a la eternidad: no tiene principio ni fin.

En una asombrosa premonición de la espiritualidad venidera, Blanc de Saint Bonnet1 escribió:

«La religión nos será demostrada por el absurdo. Ya no será la doc­trina desconocida la que se oirá, ya no será la concien­cia no escuchada la que gritará. Los hechos hablarán a grandes voces. La verdad abandonará las alturas de la palabra y entrará en el pan que comeremos. ¡Y la luz será fuego!»

A la idea desconcertante de que acaso la inteligencia hu­mana no es la única que vive y que actúa en el Universo, ha venido a sumarse la idea de que nuestra propia inteli­gencia es capaz de recorrer mundos diferentes del nues­tro, de comprender sus leyes, de ir, en cierto modo, a viajar y a trabajar al otro lado del espejo. Este orificio fantástico ha sido realizado por el genio matemático, Sólo la falta de curiosidad y de conocimiento nos hace tomar la experiencia poética, desde Rimbaud, por el he­cho capital de la revolución intelectual del mundo mo­derno. El hecho capital es la explosión del genio mate­mático, según comprendió Valéry con gran acierto. De ahora en adelante, el hombre se encuentra ante su genio matemático como ante un habitante del exterior. Las entidades matemáticas modernas viven, se desarrollan, se fecundan, en mundos inaccesibles, extraños a toda experiencia humana. En Men like Gods, H. G. Wells supone que existen tantos universos como páginas en

un grueso volumen. Nosotros sólo habitamos en una de estas páginas. Pero el genio matemático recorre la obra entera: constituye el real e ilimitado poder de que dispone el cerebro humano. Porque, viajando de este modo por otros universos, vuelve a sus exploraciones cargado de útiles eficaces para la transformación del mundo en que vivimos. Posee a la vez el ser y el hacer. El matemático estudia, por ejemplo, las teorías de espa­cios que requieren dos vueltas completas para volver al punto de partida. Ahora bien, gracias a este trabajo completamente ajeno a toda actividad en nuestra esfera de existencia, se pueden descubrir las propiedades a que obedecen las partículas elementales en los espacios mi­croscópicos y se puede hacer progresar la física nuclear que transforma nuestra civilización. La intuición mate­mática, que abre el camino hacia otros universos, cam­bia concretamente el nuestro. El genio matemático, tan próximo al genio de la música pura, es, al propio tiem­po, aquel cuya eficacia sobre la materia es mayor. Del «más allá absoluto» ha nacido «el arma absoluta».

1. 1815-1880, filósofo injustamente ignorado. Su obra prin­cipal, L'UnitéSpirituelle.

En fin, al elevar el pensamiento matemático a su más alto grado de abstracción, el hombre se da cuenta de que este pensamiento no es tal vez de su propiedad exclusiva. Descubre que los insectos, por ejemplo, pa­recen tener conciencia de propiedades del espacio que se nos escapan, y que acaso existe un pensamiento ma­temático universal, y que tal vez un cántico del espíritu superior brota de la totalidad de lo viviente...

De este mundo en que, para el hombre, ya no hay nada seguro, ni él mismo, ni el mundo tal como lo defi­nían las leyes y los hechos antaño admitidos, nace a toda velocidad una mitología. La cibernética ha hecho nacer la idea de que la inteligencia humana ha sido rebasada por la del cerebro electrónico, y el hombre ordinario sueña en el ojo verde, la máquina «que piensa» con la misma preocupación y el mismo espanto con que el antiguo egipcio soñaba con la Esfinge. El átomo se ha apo­sentado en el Olimpo, empuñando el rayo. Apenas se había empezado cuando ya las gentes de los alrededores decían que se secaban sus tomates. La bomba descom­pone los tiempos y nos hace engendrar monstruos. Una literatura llamada de ciencia ficción, más abundante que la literatura psicológica, compone una Odisea de nues­tro siglo, con marcianos y seres mudables, y un Ulises metafísico que vuelve a su país después de vencer al tiempo y al espacio.

A la pregunta: «¿Somos los únicos?», viene a aña­dirse otra: «¿Somos los últimos?» ¿Se detiene la evolu­ción en el hombre? ¿No estará ya formándose el Supe­rior? ¿No estará ya entre nosotros? Y este Superior, ¿tenemos que imaginarlo como un individuo o corno un ser colectivo, como la masa humana entera en vías de fermentar y coagularse, arrastrada toda ella al lo­gro de la conciencia de su unidad y de su ascensión? En la era de las masas, el individuo muere, pero es la muer­te salvadora de la tradición espiritual: morir para nacer al fin. Muere a la conciencia psicológica para nacer a la conciencia cósmica. Siente la formidable presión del di­lema: morir resistiéndose, o morir obedeciendo. Del lado de la negativa, de la resistencia, está la muerte to­tal. Del lado de la obediencia, está la muerte rellano que conduce a la vida total, pues se trata de preparar a la multitud para la creación de un psiquismo unánime regido por la conciencia del Tiempo, del Espacio y del afán de descubrimiento.

Mirándolo de cerca, todo esto refleja mejor el fondo de los pensamientos y de las inquietudes del hombre de hoy que los análisis de la novela neonaturalista o los es­tudios politicosociales; pronto nos daremos cuenta de ello, cuando los que usurpan la función de testigos y ven las cosas nuevas con ojos antiguos, sean fulminados por los hechos.

En este mundo abierto sobre lo extraño, el hombre ve surgir a cada paso puntos de interrogación tan des­mesurados como eran los animales y vegetales antedi­luvianos. No están hechos a su medida. Pero, ¿cuál es la medida del hombre? La sociología y la psicología han evolucionado mucho más despacio que la física y las matemáticas. Es el hombre del siglo XIX el que se en­cuentra de pronto en presencia de un mundo diferente. Pero, el hombre de la sociología y de la psicología del siglo XIX, ¿es el hombre verdadero? Nada menos segu­ro. Después de la revolución intelectual provocada por el Discurso del método, después del nacimiento de las ciencias y del espíritu enciclopédico, después de la gran aportación del racionalismo y del cientificismo opti­mista del siglo XIX, nos hallamos en un momento en que la inmensidad y la complejidad de lo real que acaba de descubrirse deberían modificar necesariamente lo que pensábamos hasta hoy de la naturaleza del conocimien­to humano, conmover las ideas sobre las relaciones del hombre con su propia inteligencia; en una palabra, exi­gir una actitud muy diferente de lo que todavía ayer lla­mábamos actitud moderna. A una invasión de lo fan­tástico exterior debería corresponder una exploración de lo fantástico interior. ¿Existe lo fantástico interior? Y lo que el hombre ha hecho, ¿no sería proyección de lo que es o de lo que llegará a ser?

Vamos, pues, a proceder a esta exploración de lo fantástico interior. Ó, al menos, nos esforzarlos en ha­cer sentir la necesidad de esta exploración, y esbozare­mos un método.

Naturalmente, no hemos tenido tiempo ni medios de realizar mediciones y experimentos que nos parecie­ron deseables y que tal vez serán intentados por inves­tigadores más calificados. Pero el objeto de nuestro tra­bajo no era medir ni experimentar. Se limitaba, aquí, como en todo el grueso volumen, a recoger hechos y relaciones entre los hechos, que la ciencia oficial olvida a veces, y otras les niega el derecho a la existencia. Esta manera de trabajar puede parecer insólita y despertar sospechas. Sin embargo, a ella se han debido los gran­des descubrimientos.

Darwin, por ejemplo, no procedió de otra manera, coleccionando y comparando informaciones despre­ciadas por los demás. La teoría de la evolución nació de esta colección aparentemente absurda. De la misma manera, y salvando las debidas proporciones, nosotros hemos visto nacer en el curso de nuestro trabajo una teoría del hombre interior verdadero, de la inteligencia total y de la conciencia despierta.

Este trabajo es incompleto: habríamos necesitado diez años más. Aparte de ello, sólo ofrecemos un resu­men, o mejor una imagen, a fin de no cansar al lector, pues contamos precisamente con su frescura de espíri­tu, ya que nosotros hemos procurado mantenernos siempre en este clima.

Inteligencia total, conciencia despierta; nos parece bien que el hombre se encamine a estas conquistas esen­ciales, en el seno del mundo en pleno renacimiento y que parece exigirle ante todo la renuncia a la libertad. Pero, la libertad, ¿para hacer qué?, preguntaba Lenin. Efectiva­mente, la libertad de ser lo que era, le está siendo retirada poco a poco. La única libertad que pronto le será otorga­da es la de ser otro, la de pasar a un estado superior de in­teligencia y de conciencia. Esta libertad no es de esencia psicológica, sino mística, al menos ateniéndonos a los es­quemas de antaño, al lenguaje de ayer. En cierto sentido, pensamos que la civilización consiste en que el avance llamado místico se extienda sobre la tierra humeante de fábricas y vibrante de cohetes, a la Humanidad entera, Y se verá que este avance es práctico, que es, en cierto modo, el «segundo soplo» necesario a los hombres para acoplarse a la aceleración del destino de la Tierra.

«Dios nos ha creado lo menos posible. La libertad, este poder de ser la causa, esta facultad del mérito, quiere que el hombre se rehaga él mismo.»

Regresar