IV - REDESCUBRIMIENTO DEL ESPÍRITU MÁGICO

El ojo verde del Vaticano. — La otra inteligencia. — La Fábrica Durmiente del Bosque. — Historia de la «relavóte». — La Naturaleza hace tal vez un doble jue­go. — La manivela de la supermáquina. — Nuevas catedrales, nuevo argot. — La última puerta. — La existencia como instrumento. — Algo nuevo y razo­nable sobre los símbolos. — No todo está en todo.

La ciencia de los mejores lingüistas del mundo no bastó para descifrar ciertos manuscritos encontrados en las orillas del mar Muerto. Se instaló una máquina, un calculador electrónico, en el Vaticano, y se le dio a estudiar un espantoso galimatías, los restos de un per­gamino inmemorial, en el que aparecían escritos en to­dos sentidos, fragmentos de signos indescifrables. La máquina tenía que realizar una labor que no habrían podido ejecutar doscientos cerebros trabajando dos­cientos años seguidos: comparar los trazos, rehacer to­das las series posibles, deducir una ley de similitud en­tre todos los términos de comparación imaginables, y, después de agotar la lista infinita de combinaciones, es­tablecer un alfabeto partiendo de la única similitud aceptable, volver a crear una lengua, restituir, traducir. La máquina observó los despojos con su ojo verde, in­móvil y frío, empezó a chirriar y a zumbar; innumera­bles ondas rápidas recorrieron su cerebro electrónico, y al fin extrajo de aquel detrito un mensaje, que era la palabra del viejo mundo enterrado. Tradujo. Las som­bras de letras cobraron vida sobre el polvo del pergamino, se juntaron, se agruparon, y de aquella masa infor­me, de aquel cadáver del verbo, brotó una voz llena de promesas. La máquina dijo:

«Y en este desierto cons­truiremos un camino hacia vuestro Dios.»

Conocida es la diferencia entre la aritmética y las matemáticas. El pensamiento matemático, desde Evariste Galois, ha descubierto un mundo que es extraño al hombre, que no corresponde a la experiencia humana, al universo tal como lo conoce la conciencia huma­na ordinaria. La lógica que actúa a base del sí o el no, es remplazada en él por la superlógica que opera con el sí o el no. Esta superlógica no es del dominio del razona­miento, sino de la intuición. En este sentido puede de­cirse que la intuición, es decir, una facultad «salvaje», un poder «insólito» del espíritu, «rige ahora en grandes sectores matemáticos».1

¿Cómo funciona normalmente el cerebro? Funcio­na como máquina aritmética. Funciona como máquina binaria: sí, no; conforme, no conforme; verdadero, fal­so; amo, no amo; bueno, malo. Dentro del sistema bi­nario, nuestro cerebro es invencible. Los grandes cal­culadores humanos han logrado superar a las máquinas electrónicas.

¿Qué es una máquina electrónica aritmética? Es una máquina que, con rapidez extraordinaria, clasifica, acepta, rechaza y ordena en series los factores diversos. En una palabra, es una máquina que pone orden en el Universo. Imita el funcionamiento de nuestro cerebro. El hombre clasifica, y lo tiene a honor. Todas las cien­cias se han construido gracias a un esfuerzo de clasifica­ción.

1. Charles Noël Martin, Los veinte sentidos del hombre.

Sí, pero ahora existen también máquinas electróni­cas que no funcionan sólo aritméticamente, sino analó­gicamente. Ejemplo: si quieren ustedes estudiar todas las condiciones de resistencia de la presa que están construyendo, hagan una maqueta de la presa. Realicen todas las observaciones posibles sobre la maqueta. Pro­porcionen a la máquina el conjunto de estas observa­ciones. La máquina coordina, compara, a velocidad in­humana, establece todas las conexiones posibles entre las mil observaciones de detalle, y les dice:

«Si no re­fuerzan ustedes la cuña del tercer pilar de la derecha, reventará en 1984.»

La máquina analógica ha fijado, con su ojo inmóvil e infalible, todo el conjunto de reacciones de la presa, después ha considerado todos los aspectos de la exis­tencia de la misma, ha asimilado esta existencia y ha deducido de ella todas sus leyes. Ha visto el presente en su totalidad, estableciendo, a una velocidad que contrae el tiempo, todas las relaciones posibles entre todos los factores particulares, y ha podido ver, al mismo tiem­po, el futuro. En resumidas cuentas, ha pasado del sa­ber al conocimiento.

Pues bien, nosotros pensamos que el cerebro tam­bién puede, en ciertos casos, funcionar como una má­quina analógica, es decir:

1.° Reunir todas las observaciones posibles sobre una cosa.

2.° Establecer la lista de todas las relaciones cons­tantes entre los múltiples aspectos de las cosas.

3.° Llegar a ser, en cierto modo, la cosa misma, asi­milar su esencia y descubrir la totalidad de su destino.

Todo esto, naturalmente, a velocidad electrónica, realizando decenas de millares de conexiones en un tiempo como atomizado. Esta serie fabulosa de opera­ciones precisas, matemáticas, es lo que llamamos a veces, cuando el mecanismo se dispara por azar, iluminación.

Si el cerebro puede funcionar como una máquina analógica, puede también trabajar, no sobre la cosa misma, sino sobre una maqueta de ella. No sobre el mismo Dios, sino sobre un ídolo. No sobre la eterni­dad, sino sobre una hora. No sobre la Tierra, sino so­bre un grano de arena. Es decir: puede ver, en una ima­gen que haga el papel de maqueta y estableciendo conexiones a velocidad que rebase el más rápido razo­namiento binario, como decía Blake, «el Universo en un grano de arena y la eternidad en una hora».

Si esto ocurriese así, si la velocidad de clasificación, de comparación y de deducción se hallase formidable­mente acelerada, si nuestra inteligencia se encontrase, en ciertos casos, como la partícula del ciclotrón, ten­dríamos la explicación de toda la magia. Partiendo de la observación de una estrella a simple vista, el sacerdote maya hubiese podido reconstruir en su cerebro el con­junto del sistema solar y descubrir Urano y Plutón sin telescopio (según parecen atestiguar ciertos bajorrelie­ves). Partiendo de un fenómeno en el crisol, el alqui­mista hubiese podido lograr una representación exacta del átomo más complejo y descubrir el secreto de la ma­teria. Se tendría la explicación de la fórmula según la cual: «Lo que está en lo alto es igual que lo que está en lo bajo.» Y en el terreno más grosero de la magia imita­tiva, se comprendería cómo el mago de Cromagnon, contemplando en su gruta la imagen del bisonte cere­monial, lograba captar el conjunto de las leyes del mundo del bisonte y anunciar a la tribu la fecha, el lugar y el tiempo más favorable para la próxima cacería.

Los técnicos de la cibernética han perfeccionado máquinas electrónicas que funcionan primero aritméti­camente y después analógicamente. Estas máquinas son particularmente útiles para descifrar mensajes en clave. Pero los sabios son así: se niegan a imaginar que el hombre pueda ser lo mismo que ha creado. ¡Extraña humildad!

Nosotros admitimos esta hipótesis: el hombre po­see un aparato al menos igual, si no superior, a todos los aparatos técnicamente realizables, destinado a alcanzar el resultado que es objeto de toda técnica, a saber la comprensión y el manejo de las fuerzas universales. ¿Por qué no ha de poseer una especie de máquina electrónica en las profundidades de su cerebro? Hoy sabemos que las nueve décimas partes del cerebro humano no son utili­zadas en la vida consciente normal; el doctor Warren Penfield ha demostrado la existencia, en nosotros, de este vasto campo silencioso. ¿Y si este campo silencioso fuese una inmensa sala de máquinas en funcionamiento, que espera sólo una voz de mando? Si esto fuera así, la magia tendría razón.

Tenemos un correo: las secreciones hormonales parten a provocar excitaciones en mil lugares de nues­tro cuerpo.

Tenemos un teléfono: nuestro sistema nervioso; me pinchan y grito, siento vergüenza y me ruborizo, etc.

¿Por qué no hemos de tener una radio? Tal vez el cerebro emite ondas que se propagan a gran velocidad y que, como las ondas de alta frecuencia, que discurren por los conductores huecos, circulan por el interior de los cilindros de mielina. En este caso, poseeríamos un sistema de comunicaciones, de conexiones, desconoci­do. Acaso nuestro cerebro emite tales ondas sin cesar, pero no utilizamos los receptores, o tal vez éstos sólo funcionan en raras ocasiones, como esos aparatos de radio mal construidos, a los que un golpe hace momentáneamente sonoros.

Yo tenía siete años. Estaba en la cocina, junto a mi ma­dre, que fregaba la vajilla. Mi madre cogió un estropajo (lavette) para quitar la grasa de los platos, y pensó, en el mismo momento, que su amiga Raymonde llamaba al estropajo «una relavote». Yo estaba charlando, pero me interrumpí en el mismo instante para decir: «Raymonde llama a esto una relavóte», y seguí con lo que hablaba. No recordaría este incidente si mi madre, vi­vamente impresionada, no me lo hubiese recordado a menudo, como si con ello hubiese rozado un gran mis­terio, sentido, en un hálito de gozo, que yo era ella, re­cibido una prueba sobrehumana de mi amor. Más tar­de, cuando yo la hacía sufrir, evocaba aquel segundo de «contacto», como para convencerse de que algo más profundo que su sangre había pasado de ella a mí.

Sé perfectamente lo que hay que pensar de las coin­cidencias, incluso de las coincidencias privilegiadas que llama Jung «significativas»; pero tengo la impresión, por haber vivido momentos análogos con un amigo muy querido, con una mujer apasionadamente amada, que hay que rebasar la noción de la coincidencia y atre­verse a llegar a la interpretación mágica. Basta con en­tendernos sobre la palabra «mágica».

¿Qué pasó aquel día en la cocina, cuando yo tenía siete años? Creo que, independientemente de mi vo­luntad (y a causa de un imperceptible choque, de un temblor ínfimo comparable a la onda ligera que hace caer un objeto largo tiempo en equilibrio, un temblor ínfimo debido a un puro azar), una máquina que hay dentro de mí, sensibilizada infinitamente a la sazón por mil y mil impulsos de amor, de este amor sencillo, violento y exclusivamente de la infancia, se puso brus­camente a funcionar. Esta máquina, nueva y a punto en el campo silencioso de mi cerebro, en la fábrica ciber­nética de la Bella Durmiente del Bosque, contempló a mi madre. La vio, Captó y clasificó todas las facetas de su pensamiento, de su corazón, de sus humores, de sus sensaciones; se convirtió en mi madre; tuvo conoci­miento de su esencia y de su destino hasta aquel ins­tante. Registró y ordenó, a velocidad mayor que la de la luz, todas las asociaciones de sentimientos y de ideas que habían desfilado por mi madre desde su nacimien­to, y llegó a la última asociación: la del estropajo, Raymonde y la relavote. Entonces, expresé el resultado del trabajo de la máquina, ejecutado con tan formidable rapidez que sus frutos pasaban por mi interior sin de­jar rastro, como nos cruzan los rayos cósmicos sin provocar ninguna sensación. Dije: «Raymonde llama a esto una relavóte.» Después, la máquina se detuvo, o bien yo dejé de ser receptor después de haberlo sido una millonésima de segundo, y reanudé la frase inte­rrumpida. Antes de que el tiempo se detenga o de que se acelere en todos los sentidos, pasado, presente y fu­turo: es la misma cosa.

En otras ocasiones, debía tropezar con «coinci­dencias» de la misma naturaleza. Pienso que es posible interpretarlas de esta manera: Es verosímil que la má­quina funcione constantemente, pero que nosotros sólo podemos ser receptores ocasionalmente. Más aún, esta receptividad tiene que ser rarísima. Sin duda es nula en ciertos seres. Igual que hay «gente con suerte» y gente que no la tiene. Los afortunados serían los que, a veces, reciben mensajes de la máquina: ésta ha anali­zado todos los elementos de la coyuntura, ha clasifica­do, elegido y comparado todos los efectos y las causas posibles, y, al descubrir así el mejor camino del desti­no, ha pronunciado su oráculo, que ha sido recogido sin que la conciencia haya sospechado siquiera el for­midable trabajo realizado. Éstos, en efecto, son los «amados de los dioses». De vez en cuando, están co­nectados con su fábrica. Por lo que a mí atañe, tengo lo que se llama «suerte».

Y todo me inclina a creer que los fenómenos que pre­siden esta suerte son del mismo orden que los que presi­dieron la historia de la relavote.

Así empezamos a darnos cuenta de que la concepción mágica de las relaciones del hombre con el prójimo, con las cosas, con el espacio y con el tiempo, no es ab­solutamente ajena a una reflexión libre y viva sobre la técnica y la ciencia modernas. Precisamente la moder­nidad nos permite creer en lo mágico. Las máquinas electrónicas hacen que consideremos seriamente al he­chicero de Cromagnon y al sacerdote maya. Si en el campo silencioso del cerebro humano se establecen co­nexiones ultrarrápidas, y si, en ciertas circunstancias, el resultado de este trabajo es captado por la conciencia, ciertas prácticas de magia imitativa, ciertas revelaciones proféticas, ciertas iluminaciones poéticas o místicas, ciertas adivinaciones que cargamos en la cuenta del de­lirio o del azar, tienen que considerarse como adquisi­ciones del espíritu en estado de vigilia.

Hace ya muchos años que sabemos que la Natura­leza no es razonable. No está de acuerdo con el mundo ordinario del funcionamiento de la inteligencia. Para la parte de nuestro cerebro normalmente en uso, toda si­tuación es binaria. Esto es blanco o negro. Es que sí o es que no. Es continuo o discontinuo. Nuestra máquina de comprender es aritmética. Clasifica, compara. Todo el Discurso del método se funda en esto. Y también toda la filosofía china del Ying y del Yang (y el Libro de las mutaciones, único libro de oráculos cuyas reglas nos haya transmitido la antigüedad, se compone de figuras gráficas: tres líneas continuas y tres discontinuas en to­dos los órdenes posibles). Pues bien, como decía Einstein en los últimos tiempos de su vida: «Me pregunto si la Naturaleza hace siempre el mismo juego.» Parece, en efecto, que la Naturaleza escapa a la máquina binaria que es nuestro cerebro en su estado de actividad. Nor­mal. Desde Louis de Broglie, nos hemos visto obliga­dos a admitir que la luz es a la vez continua y rota.

Pero ningún cerebro humano ha logrado llegar a una representación de tal fenómeno, a una comprensión interna, a un conocimiento real. Se admite. Se sabe. No se cono­ce. Suponed ahora que, ante un modelo de la luz (toda la literatura y la iconografía religiosa abundan en evo­caciones de la luz), un cerebro pasa del estado aritméti­co al estado analógico, en el relámpago del éxtasis. En­tonces se convierte en la luz. Ve el incomprensible fenómeno. Nace con él. Lo conoce. Llega hasta donde no alcanza la inteligencia sublime de De Broglie. Des­pués vuelve a caer; se ha roto el contacto con las máqui­nas superiores que funcionan en la inmensa galería se­creta del cerebro. Su memoria no le restituye más que retazos del conocimiento que acaba de adquirir. Y el lenguaje es incapaz de traducir siquiera estos retazos. Tal vez algunos místicos conocieron así los fenómenos de la Naturaleza que nuestra inteligencia moderna ha logrado descubrir, admitir, pero no ha conseguido in­tegrar.

«Y, como yo, el escriba pregunta cómo, o qué cosa veía ella o si veía cosa corporal. Ella respondía así: veía una plenitud, una claridad, la cual me llenaba de tal ma­nera que no puedo expresarlo ni puedo dar ninguna similitud...»

He aquí un pasaje del dictado de Angele de Foligno a su confesor, realmente significativo.

El calculador electrónico, ante una maqueta matemáti­ca de presa o de avión, funciona analógicamente. En cierta manera, se convierte en presa o en avión y descu­bre la totalidad de los aspectos de su existencia. Si el ce­rebro puede actuar de igual manera,1 empezamos a comprender por qué el brujo fabrica una estructura que evoque el enemigo al que quiere dañar o dibuja el bisonte cuyo rastro quiere descubrir. Con estas ma­quetas, espera que su inteligencia pase del estado bina­rio al estado analógico, que su conciencia pase del esta­do ordinario al estado de vigilia superior. Espera que la máquina empiece a funcionar analógicamente, que se produzcan, en el campo silencioso de su cerebro, co­nexiones ultrarrápidas que le entreguen la realidad total de la cosa representada. Espera, pero no pasivamente. ¿Qué hace? Ha elegido la hora y el lugar en función de enseñanzas antiguas, de tradiciones que son acaso re­sultado de una suma de ensayos a tientas.

Tal momento de tal noche, por ejemplo, es más favorable que tal otro momento de tal otra noche, tal vez a causa del es­tado del cielo, de la radiación cósmica, de la disposición de los campos magnéticos, etc. Se coloca en una cierta postura bien determinada. Hace ciertos gestos, una danza particular, pronuncia ciertas palabras, emite so­nidos, modula un silbido, etc. Todavía nadie se ha dado cuenta de que podría tratarse de técnicas (embrio­narias, vacilantes) destinadas a provocar la puesta en marcha de las máquinas ultrarrápidas contenidas en la parte dormida de nuestro cerebro. Acaso los ritos no son más que conjuntos completos de disposiciones rít­micas capaces de operar una puesta en marcha de estas funciones superiores de la inteligencia. Giros de mani­vela, en cierto modo, más o menos eficaces. Todo nos inclina a creer que la puesta en marcha de estas fun­ciones superiores, de estos cerebros electrónicos analó­gicos, exige empalmes mil veces más complicados y sutiles que los que funcionan en el paso del sueño a la lucidez.

1. Naturalmente, nuestra comparación con la máquina electró­nica no es absoluta. Como toda comparación, no es más que un pun­to de partida, una maqueta de la idea.

Desde los trabajos de Von Frisch, sabemos que las abejas poseen un lenguaje: dibujan en el espacio, en el curso de sus vuelos, figuras matemáticas de una infinita complicación, y así se comunican los informes necesarios para la vida de la colmena. Todo induce a creer que el hombre, para establecer comunicación con sus pode­res más elevados, tiene que poner en juego impulsos al menos igualmente complejos, igualmente tenues y aje­nos a lo que determinaba habitualmente sus actos inte­lectuales.

Los rezos y los ritos ante los ídolos, ante las imáge­nes simbólicas de las religiones, serían, pues, intentos de captar y orientar las energías sutiles (magnéticas, cósmicas, rítmicas, etc.), en vista a la puesta en marcha de la inteligencia analógica que permitiría al hombre conocer la divinidad representada.

Si esto es así, si existen técnicas para obtener del ce­rebro un rendimiento sin parangón con los resultados de la inteligencia binaria más desarrollada, y si estas técnicas no fueron buscadas hasta hoy más que por los ocultistas, se comprende que la mayoría de los descu­brimientos prácticos y científicos de antes del siglo XIX fuesen logrados por aquéllos.

Nuestro lenguaje, al igual que nuestro pensamien­to, procede del funcionamiento aritmético, binario, de nuestro cerebro. Clasificamos en sí o no, en positivo o negativo; establecemos comparaciones y sacamos de­ducciones. Si el lenguaje nos sirve para poner orden en nuestro pensamiento, enteramente ocupado en clasifi­car, comprenderemos forzosamente que no es un ele­mento creador exterior, un atributo divino. El lenguaje no añade un solo pensamiento al pensamiento. Si hablo o escribo, freno mi máquina. No puedo describirla más que observándola en movimiento retardado. No expre­so, pues, más que mi toma de conciencia binaria del mundo, y aun, solamente, cuando esta conciencia deja de funcionar a la velocidad normal. Mi lenguaje sólo da fe del movimiento retardado de una visión del mundo que limita a su vez el sistema binario. Esta insuficiencia del lenguaje es evidente y vivamente lamentable. Pero, ¿qué decir de la insuficiencia de la propia inteligencia binaria? Se le escapa la existencia interna, la esencia de las cosas. Puede descubrir que la luz es continua y dis­continua a la vez, que la molécula del benceno establece entre sus seis átomos relaciones dobles y, no obstante, mutuamente excluyentes: lo admite, pero no puede comprenderlo, no puede adaptar a su propia marcha la realidad de las estructuras profundas que examina. Para llegar a ello, tendría que cambiar de estado, sería preci­so que otras máquinas distintas de las normalmente empleadas empezaran a funcionar en el cerebro, y que el razonamiento binario fuere reemplazado por una conciencia analógica que revistiese las formas y asimi­lara los ritmos inconcebibles de estas estructuras pro­fundas. Sin duda esto se produce en la intuición cientí­fica, en la iluminación científica, en la iluminación poética, en el éxtasis religioso y en otros casos que ig­noramos. El recurso a la conciencia despierta, es decir, a un estado diferente del estado de vigilia lúcida,1 consti­tuye el leitmotiv de todas las filosofías antiguas. Tam­bién es el leitmotiv de los más grandes físicos y mate­máticos modernos, para quienes «algo debe de ocurrir en la conciencia humana para que pase del saber al conocimiento».

No es, pues, sorprendente que el lenguaje, que sólo logra referirse a una conciencia del mundo en estado de vigilia lúcido, se oscurezca en cuanto trata de expresar las estructuras profundas, ya sean la luz, la eternidad, el tiempo, la energía, la esencia del hombre, etcétera. Sin embargo, nosotros distinguimos dos clases de oscu­ridad.

Una de ellas procede de que el lenguaje es el ve1. En el original se emplean los términos éveil (alerta) y vieille (vigília), atribuyendo a aquél un sentido superior, como un desper­tar del estado de vigília a otro estado más clarividente. (N. del T.)

hículo de una inteligencia que se aplica a examinar aquellas estructuras sin poder jamás asimilarlas. Es el ve­hículo de una naturaleza que choca en vano con otra naturaleza. En el mejor de los casos, sólo puede apor­tar el testimonio de una imposibilidad, el eco de una sensación de impotencia y de destierro. Su oscuridad es real. No es, precisamente, más que oscuridad.

La otra viene de que el hombre, que trata de expre­sarse, ha conocido, como relámpagos, otro estado de conciencia. Ha vivido un instante en la intimidad de las estructuras profundas. Las ha conocido. Es el místico del tipo san Juan de la Cruz, el sabio iluminado del tipo Einstein, el poeta inspirado del tipo William Blake, el matemático arrobado del tipo Galois, el filósofo visio­nario del tipo Meyrink.

Al caer de nuevo, el «vidente» no sabe comuni­car lo que ha visto. Pero, aun así, expresa la certeza positiva de que el Universo sería manejable si el hom­bre lograse combinar lo más íntimamente posible el estado de vigilia y el estado de supervigilia. En tal lenguaje aparece algo eficaz, el perfil de un instru­mento soberano. Fulcanelli, al hablar del misterio de las catedrales; Wienner, al hablar de la estructura del Tiempo, son oscuros; pero en ellos la oscuridad deja de ser oscuridad: es la señal de que algo brilla al otro lado.

Es indudable que sólo el lenguaje matemático moderno da cuenta de ciertos resultados del pensamiento analó­gico. Existen, en física y matemáticas, los terrenos de «más allá absoluto» y de los «continuos de medida nula», es decir, medidas sobre universos inconcebibles y, sin embargo, reales. Uno puede preguntarse por qué los poetas no han ido todavía a escuchar, al lado de esta ciencia, el canto de las realidades fantásticas, si no es por temor a tener que reconocer esta evidencia: que el arte mágico vive y medra fuera de sus gabinetes.1

Este lenguaje matemático que da fe de la existencia de universos que escapan a la conciencia normalmente lúcida, es el único que está en actividad, en funciona­miento constante.2

Los «seres matemáticos», es decir, las expresiones, los signos que simbolizan la vida y las leyes del mundo invisible, del mundo impensable, desarrollan, fecun­dan, otros «seres». Hablando con propiedad, este len­guaje es la verdadera «lengua verde» de nuestro tiempo.

Sí, la «lengua verde», el argot en el sentido original de esas palabras, en el sentido que se le daba en la Edad Media (y no en el sentido descolorido que le suponen hoy los literatos que quieren creerse «liberados»), vol­vemos a encontrarlo en la ciencia de vanguardia, en la física matemática, que es, si la miramos de cerca, un desarreglo de la inteligencia admitida, una ruptura, una visión.

¿Qué es el arte gótico, al que debemos las catedrales? «Para nosotros —escribía Fulcanelli—1 arte gótico no es más que una deformación ortográfica de la pala­bra argótico, conforme a la ley fenoménica que rige, en todas las lenguas, y sin tener en cuenta la ortografía, la cabala tradicional.» La catedral es una obra de arte godo o de argot.

1.   Cantor, La esencia de las matemáticas es la libertad. Mittag Leffler, a propósito de los trabajos de Abel: Se trata de verdaderos poemas líricos de belleza sublime; la perfección de la. for­ma deja traslucir la grandeza del pensamiento y colma el espíritu de imágenes de un mundo más alejado de las vulgares apariencias de la vida, más directamente brotado del alma que la más bella creación del mejor poeta en el sentido de la palabra. Dedekind, Somos de raza divina y poseemos el poder de crear.

2.    En él, todo está abierto: las técnicas del pensamiento, las «lógicas», los «conjuntos», todo vive, todo se renueva sin cesar; los conceptos más extraños y los más transparentes nacen unos de otros, se transforman, a la manera de los «movimientos» de una sinfonía: estamos en el campo divino de la imaginación. Pero de una imaginación abstracta, si puede así decirse. En efecto, estas imágenes de la técnica matemática no tienen nada que ver con las del mundo ilusorio en que chapoteamos, aunque tengan su llave y su secreto. (Georges Buraud, «Matemática y Civilización.» Revista La Table Ronde, abril de 1959.)

¿Y qué es la catedral de hoy, la que enseña a los hom­bres las estructuras de la Creación, sino la ecuación, sus­tituyendo al rosetón? Desprendámonos de inútiles fide­lidades al pasado, con el fin de aproximarnos mejor a éste. No busquemos la catedral moderna en el monu­mento de vidrio y de cemento rematado por una cruz. La catedral de la Edad Media era el libro de los misterios dado a los hombres de ayer. El libro de los misterios lo escriben hoy los físicos matemáticos, con sus «seres ma­temáticos» incrustados como rosetones en las construc­ciones que se llaman cohete interplanetario, fábrica ató­mica, ciclotrón. He aquí la verdadera continuidad, he aquí el fiel real de la tradición.

Los argoitiers de la Edad Media, hijos espirituales de los Argonautas que conocían la ruta del jardín de las Hespérides, escribían en la piedra su mensaje herméti­co. Signos incomprensibles para los hombres cuya con­ciencia no sufrió transmutaciones, cuyo cerebro no ex­perimentó la aceleración formidable gracias a la cual lo inconcebible se hace real, sensible y manejable. No eran secretos por amor al secreto, sino simplemente porque sus descubrimientos de las leyes de la energía, de la materia y del espíritu se habían realizado en otro estado de conciencia, directamente incomprensible. Eran secretos, porque «ser» es «ser diferente».

Por tradición atenuada, como en recuerdo de tan alto ejemplo, el argot es en nuestros días un dialecto al margen, para uso de rebeldes ávidos de libertad, de proscritos, de nómadas, de todos aquellos que viven fuera de las leyes recibidas y de las convenciones; de los voyous, es decir, de los «videntes», de los que en la Edad Media —sigue diciendo Fulcanelli— se atribuían para sí el título de Hijos del Sol, cuando el art got era el arte de la luz o del Espíritu.

1. Fulcanelli, El misterio de las catedrales.

Pero nosotros volvemos a encontrar la tradición sin degeneraciones, si advertimos que este art got, este arte del Espíritu, es hoy el de los «seres matemáticos» y de las integrales de Lebesgue, de los «números más allá del infinito»; el de los físicos matemáticos que construyen, con curvas insólitas, con «luces prohibidas», con true­nos y llamas, las catedrales del porvenir.

Estas observaciones pueden parecer inadmisibles al lec­tor religioso. Pero no lo son. Creemos que las posibili­dades del cerebro humano son infinitas. Esto nos colo­ca en contradicción con la psicología y la ciencia oficiales, que «confían en el hombre» con la condición de que no salga del cuadro lanzado por los racionalis­tas del siglo XIX. Y esto no debe ponernos en pugna con el espíritu religioso, al menos con lo que éste tiene de más puro y más elevado.

El hombre puede penetrar los secretos, ver la luz, ver la Eternidad, captar las leyes de la energía, incorpo­rar a su marcha interior el ritmo del destino universal, tener un conocimiento sensible de la última convergen­cia de las fuerzas y, como Teilhard de Chardin, vivir de la vida incomprensible del punto Omega, en el que toda creación se encontrará, al fin del tiempo terrestre, a la vez cumplida, consumada y exaltada. El hombre lo puede todo. Su inteligencia, equipada sin duda desde el origen con un conocimiento infinito, puede, en ciertas condiciones, captar el conjunto de mecanismos de la vida.

El poder de la inteligencia humana enteramente desplegada puede, probablemente, extenderse a la tota­lidad del Universo. Pero este poder se detiene donde esta inteligencia, llegada al término de su misión, pre­siente que hay todavía «algo» más allá del Universo. Aquí, la conciencia analógica pierde toda posibilidad de funcionar. En el Universo no hay modelos de lo que está más allá del Universo. Esta puerta infranqueable es la del Reino de Dios. Aceptamos la expresión, en este grado: «Reino de Dios.»

Por haber intentado desbordar el Universo, imagi­nando un número más grande que todo lo que podría concebirse en el Universo, por haber intentado cons­truir un concepto que el Universo no podría llenar, el genial matemático Cantor naufragó en la locura. Hay una última puerta que la inteligencia analógica no pue­de abrir. Pocos textos igualan en grandeza metafísica a aquel en que H. P. Lovecraft1 intenta describir la in­concebible aventura del hombre despierto que logró entreabrir aquella puerta y pretendió deslizarse en el lugar en que reina Dios más allá del infinito...

«Sabía que un tal Randolph Cárter, de Boston, ha­bía existido; no podía, empero, saber si aquel Randolph Cárter era él, fragmento o receta de entidad más allá de la Última Puerta, o si era otro. Su "yo" había sido des­truido, y, sin embargo, gracias a alguna facultad incon­cebible, tenía igualmente conciencia de ser una legión de "yos". Ello si, en un lugar en que estaba abolida la menor noción de existencia individual, podía sobrevi­vir, bajo cualquier forma, una cosa tan singular. Era como si su cuerpo hubiese sido bruscamente transfor­mado en una de esas imágenes de múltiples miembros y cabezas de los templos hindúes. En un esfuerzo insen­sato, contemplando esta aglomeración, trataba de sepa­rar de ella su cuerpo original... si es que aún podía exis­tir un cuerpo original...

1. De la novela, A través de las Puertas de la Llave de Plata, que Bergier y yo hemos publicado en francés en una selección titula­da Demonios y Maravillas (Colección Lumiére Interdite), Éditions des Deux Rives, París.

«Durante estas terroríficas visiones, el fragmento de Randolph Cárter que había franqueado la Última Puerta, fue arrancado con horror todavía más profun­do y que, esta vez, venía del interior: era una fuerza, una especie de personalidad que bruscamente le planta­ba cara y lo rodeaba a la vez, se apoderaba de él, e, in­corporándose a su propia esencia, coexistía con todas las eternidades y era contigua a todos los espacios. No había ninguna manifestación visible, pero la percepción de esta entidad y la temible combinación de los concep­tos de identidad y de infinitud le producían un terror que le paralizaba. Este terror rebasaba con mucho to­dos los que, hasta entonces, habían podido sospechar las múltiples facetas de Cárter... Esta entidad era todo en uno y uno en todo, un ser a la vez infinito y limita­do, que no pertenecía solamente a un continuo espacio-tiempo, sino que formaba parte integrante del torbelli­no eterno de fuerzas vitales, del último torbellino sin límites que sobrepasaba tanto las matemáticas como la imaginación. Esta entidad era tal vez aquella que evo­can en voz baja algunos cultos secretos de la Tierra y que los espíritus vaporosos de las nebulosas espirales designan con un signo que no se puede transcribir... Y, en un relámpago, proyectado aún más lejos, el frag­mento Cárter conoció la superficialidad, la insuficiencia de lo que acababa de experimentar, de esto mismo, de esto mismo...»

Volvamos a nuestro discurso inicial. Nosotros no deci­mos: existe, en la vasta llanura silenciosa del cerebro, una máquina electrónica analógica. Lo que decimos es:

así como existen máquinas aritméticas y máquinas ana­lógicas, ¿no cabría imaginar, más allá del funcionamien­to de nuestra inteligencia un estado normal, un funcio­namiento en un estado superior? ¿No cabría imaginar poderes de la inteligencia que fuesen del mismo orden que los de la máquina analógica? Nuestra comparación no debe ser tomada al pie de la letra. Se trata de un pun­to de partida, de una rampa de lanzamiento hacia regio­nes de la inteligencia todavía salvajes, todavía apenas exploradas. En estas regiones, la inteligencia empieza tal vez bruscamente a fulgurar, a iluminar las cosas habitualmente ocultas del Universo. ¿Cómo logra pasar a estas regiones en que su propia vida se hace prodigiosa? ¿Mediante qué operaciones se realiza el cambio de esta­do? No decimos que lo sepamos. Decimos que hay, en los ritos mágicos y religiosos, en la inmensa literatura antigua y moderna consagrada a los momentos singula­res, a los instantes fantásticos del espíritu, millares y mi­llares de descripciones fragmentarias que habría que reunir y comparar, y que tal vez evocan un método per­dido... o un método venidero.

Es posible que la inteligencia roce a veces, como por azar, la frontera de esas regiones salvajes. Ella pone en marcha, durante una fracción de segundo, las má­quinas superiores cuyo zumbido percibe confusamen­te. Es mi historieta de la relavóte, son todos estos fenó­menos llamados «parapsicológicos» cuya existencia tanto nos conturba, son estas extraordinarias y raras llamadas iluminadoras, que la mayoría de los seres ap­tos conocen una, dos o tres veces en el transcurso de su vida, y, sobre todo, en la edad temprana. Nada queda de ello; apenas el recuerdo.

Cruzar esta frontera (o, como dicen los textos tra­dicionales: «entrar en el estado despierto») supone mu­cho más y no me parece que pueda ser fruto de la ca­sualidad. Todo inclina a pensar que aquel paso exige la agrupación y la orientación de un número enorme de fuerzas exteriores e interiores. No es absurdo pensar que estas fuerzas están a nuestra disposición. Sólo nos falta el método. También nos faltaba el método, hace poco tiempo, de liberar la energía nuclear. Pero, sin duda, estas fuerzas están sólo a nuestra disposición si dedicamos a captarlas la totalidad de nuestra existencia. Los ascetas, los santos, los taumaturgos, los videntes, los poetas y los sabios geniales no nos dicen otra cosa. Y es lo que escribe William Temple, poeta americano moderno:

«Ninguna revelación particular es posible, si la misma existencia no es por entero un instrumento de revelación.»

Volvamos, pues, a nuestra comparación. La «investi­gación operacional» nació durante la Segunda Guerra Mundial. Para que se hiciese sentir la necesidad de tal método, «era necesario que se plantearan proble­mas que escapasen al sentido común y a la experien­cia». Los tácticos tuvieron que acudir, pues, a los ma­temáticos:

«Cuando una situación, por la complejidad de su estructura aparente y de su evolución visible, no puede dominarse con los medios habituales, se pide a los cien­tíficos que traten esta situación igual que tratan, en su especialidad, los fenómenos de la Naturaleza, y que construyan una teoría. Construir la teoría de una situa­ción o de un objeto es imaginar un modelo abstracto de ellos, cuyas propiedades simulen las propiedades del objeto. El modelo es siempre matemático. Por su me­diación, las cuestiones concretas se traducen en pro­piedades matemáticas.»

Se trata del «modelo» de una cosa o de una situa­ción demasiado nueva y demasiado compleja para ser captada en su realidad total por la inteligencia.

«En la investigación operacional fundamental, interesa en­tonces construir una máquina electrónica analógica, de modo que esta máquina realice el modelo. Enton­ces se puede, manipulando los botones de reglaje y mirándola funcionar, hallar las respuestas a todas las cuestiones en vista de las cuales ha sido concebido el modelo.»

Estas definiciones han sido extraídas de un boletín técnico.1 Y son más importantes, para formarse una idea del «hombre despierto», para comprender el espí­ritu «mágico», que la mayoría de las obras de literatura ocultista. Si traducimos modelo por ídolo o símbolo, y máquina analógica por funcionamiento iluminado del cerebro o estado de hiperlucidez, vemos que el cami­no más misterioso del conocimiento humano —el que se niegan a admitir los herederos del positivista si­glo XIX— es un verdadero y amplio camino. La técnica moderna nos invita a considerarlo como tal.

«La presencia de símbolos, signos enigmáticos y de expresión misteriosa, en las tradiciones religiosas, las obras de arte, los cuentos y las costumbres del folklore, dan fe de la existencia de un lenguaje umversalmente ex­tendido en Oriente y en Occidente y cuya significación transhistórica parece situarse en la raíz misma de nuestra existencia, de nuestros conocimientos y de nuestros valores».2

Ahora bien, ¿qué es el símbolo, sino el modelo abs­tracto de una realidad, de una estructura, que la inteli­gencia humana no puede dominar enteramente, pero de la cual esboza la «teoría»?

1.      «El símbolo revela ciertos aspectos de la realidad —los más profundos— que desafían todo medio de conocimiento».1 Bulletin de Liaison des Cercles de Politique Économique, marzo de 1959.

2.      René Alleau, De la Nature des Symboles (Flammarion, ed.).

Como el modelo que elabora el matemá­tico partiendo de un objeto o de una situación que es­capan al sentido común o a la experiencia, las propieda­des del símbolo imitan las propiedades del objeto o de la situación representados así de un modo abstracto, y cuyo aspecto fundamental permanece oculto. Entonces habría que conectar y poner en marcha una máquina electrónica analógica, partiendo de aquel modelo, para que el símbolo descubriese la realidad que contiene y las respuestas a todas las preguntas en vista de las cuales fue concebido. Nosotros creemos que en el hombre existe el equivalente de esta máquina. Ciertas actitudes mentales y físicas aún mal conocidas, pueden provocar su funcionamiento. Todas las técnicas ascéticas, religio­sas, mágicas, parecen orientadas a este resultado, y se­guramente es esto lo que la tradición, que recorre toda la historia de la Humanidad, expresa al prometer a los sabios el «estado de alerta».

Así, pues, los símbolos son acaso modelos abstrac­tos establecidos desde los orígenes de la Humanidad que piensa, partiendo de los cuales podrían hacérsenos sensibles las estructuras profundas del Universo. Pero, ¡atención! Los símbolos no representan la cosa misma, el fenómeno mismo. También sería erróneo pensar que son pura y simplemente esquematizaciones. En la in­vestigación operacional, el modelo no es un modelo re­ducido o simplificado de una cosa conocida, sino que es un punto de partida posible para el conocimiento de esta cosa. Es un punto de partida situado fuera de la realidad: situado en el universo matemático. Pero tam­bién será preciso que la máquina analógica, construida sobre este modelo, entre en trance electrónico, para que se obtengan las respuestas prácticas. Por esto care­cen dé interés todas las explicaciones de los símbolos que dan los ocultistas. Éstos trabajan sobre los símbo­los como si se tratase de esquemas traducibles por la in­teligencia en su estado normal. Como si, desde estos es­quemas, se pudiese remontar inmediatamente hacia una realidad. Después de muchos siglos de actuar de esta suerte a base de la Cruz de San Andrés, la cruz gamada y la estrella de Salomón el estudio de las estructu­ras profundas del Universo no ha avanzado un solo paso por su esfuerzo.

1. Mircea Eliade, Imágenes y símbolos.

Gracias a la iluminación de su sublime inteligencia, Einstein logró entrever (no captar totalmente, no incorporarse y dominar) la relación espacio-tiempo. Para comunicar su descubrimiento, en el grado en que es inteligiblemente comunicable, y para ayudarse él mismo a remontar hacia su propia visión iluminada, dibuja el signo y o triedro de referencia. Este dibujo no es un esquema de la realidad. Es inutilizable en general. Es un «¡levántate y anda!», para el conjunto de los co­nocimientos fisicomatemáticos. Y aun todo este con­junto puesto en marcha en un cerebro poderoso, no logrará encontrar más que lo que evoca aquel triedro, no pasará al Universo en que juega la ley expresada por aquel signo. Pero, al final de la marcha, se sabrá que aquel Universo existe.

Acaso todos los signos son del mismo orden. La es­vástica invertida, o cruz gamada, cuyo origen se pierde en el pasado más remoto, es tal vez el modelo de la ley que rige toda destrucción. Posiblemente cada vez que hay destrucción, en la materia o en el espíritu, el movi­miento de las fuerzas se conforma con aquel modelo, como la relación espacio-tiempo se conforma con el triedro.

De la misma manera, nos dice el matemático Eric Temple Bell, la espiral es acaso el «modelo» de la estructura profunda de toda evolución (de la energía, de la vida, de la conciencia). Es posible que, en el «estado de alerta», el cerebro pueda funcionar como la máquina analógica partiendo de un modelo establecido, y que penetre así, partiendo de la esvástica, la estructura uni­versal de la evolución.

Los símbolos, los signos, son, pues, acaso, modelos concebidos por las máquinas superiores de nuestro espíritu, en vista al funcionamiento de nuestra inteligen­cia en otro estado.

Nuestra inteligencia, en su estado ordinario, traba­ja tal vez con su pluma más fina en el dibujo de mode­los gracias a los cuales, pasando a un estado superior, podría incorporarse la última realidad de las cosas. Cuando Teilhard de Chardin logra concebir el punto Omega, elabora el «modelo» del punto último de la evolución. Pero, para sentir la realidad de este punto, para vivir en profundidad una realidad tan poco imagi­nable, para que la conciencia se incorpore esta realidad, asimilándola por entero, en fin, para que la conciencia se convierta ella misma en punto Omega y capte todo lo alcanzable en este punto —sentido último de la vida de la Tierra, destino cósmico del espíritu completo, más allá del fin de los tiempos de nuestro Globo—, para que se realice este paso de la idea al conocimiento, sería preciso que se desarrollase otra forma de inte­ligencia, llámese inteligencia analógica, llámese ilu­minación mística, llámese estado de contemplación absoluto.

Así, la idea de Eternidad, la idea de Más Allá del Fin, la idea de Dios, etc., son acaso «modelos» estable­cidos por nosotros y destinados, en otro dominio de nuestra inteligencia, en la zona habitualmente dormida, a darnos las respuestas en atención a las cuales los he­mos elaborado.

Hay que comprender bien que la idea más sublime es tal vez el equivalente del dibujo del bisonte para el brujo de Cromagnon. Se trata de una maqueta. Enseguida, las máquinas analógicas se ponen a funcionar so­bre este modelo en la zona secreta del cerebro. El brujo pasa, por trances, a la realidad del mundo bisonte, des­cubre de golpe todos sus aspectos y puede anunciar el lugar y la hora de la próxima cacería. Esto es magia en su estado más bajo. En el estado más elevado, el mode­lo no es un dibujo o una estatuilla, ni siquiera un sím­bolo. Es una idea, es el producto más fino de la más fina inteligencia binaria posible. Esta idea sólo ha sido con­cebida en vistas de otra etapa de investigación: la etapa analógica, segundo tiempo de toda investigación operacional.

Nos parece claro que la más alta, la más ferviente activi­dad del espíritu humano consiste en establecer «mode­los» destinados a otra actividad del espíritu, mal cono­cida, difícil de poner en marcha. En este sentido puede decirse: todo es símbolo, todo es signo, todo es evoca­ción de otra realidad.

Esto nos abre las puertas del infinito poder posible del hombre. Contrariamente a lo que creen los simbolistas, no nos da la llave de todas las cosas. Desde la idea de Trinidad, desde la idea de Más Allá del Fin, a la esta­tuilla pinchada con alfileres del brujo campesino, pa­sando por la cruz, la esvástica, el rosetón, la catedral, la Virgen María, los «seres matemáticos», los guarismos, etc., todo es modelo «maqueta» de lo que existe en un Universo diferente de aquel en que la maqueta ha sido concebida. Pero «las maquetas» no son intercambia­bles: un modelo matemático de presa entregado al cal­culador electrónico no es comparable a un modelo de cohete supersónico. No todo está en todo. La espiral no está en la cruz. La imagen del bisonte no está en la fotografía con la que actúa el médium, el punto Omega del padre Teilhard no está en el Infierno del Dante, el menhir no está en la catedral, los números de Cantor no están en las cifras del Apocalipsis. Si bien hay maquetas de todo, todas las maquetas no forman un todo desmontable capaz de abrirnos el secreto del Universo.

Si los modelos más poderosos proporcionados a la inteligencia en estado de vigilia superior son modelos sin dimensión, es decir, ideas, hay que abandonar la es­peranza de encontrar la maqueta del Universo en la Gran Pirámide o en el pórtico de Notre Dame. Si exis­te una maqueta del Universo entero, sólo puede existir en el cerebro humano, en la extrema punta de la más sublime de las inteligencias. Pero, ¿es que el Universo no puede tener otros recursos que el hombre? Si el hombre es un infinito, ¿no puede ser el Universo el in­finito más otra cosa?

Sin embargo, el descubrimiento de que todo es ma­queta, modelo, signo, símbolo, conduce al descubri­miento de una llave. No la que abre la puerta del miste­rio insondable, que, o bien no existe, o bien está en manos de Dios. Una llave, no de certeza, sino de acti­tud. Se trata de hacer funcionar una inteligencia «dife­rente» de aquella a la que son presentadas las maquetas. Se trata, pues, de pasar del estado de vigilia ordinario al estado de vigilia superior. Al estado de alerta. No to­do está en todo. Pero velar lo es todo.

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