11 - LA TIERRA DE LA QUE VIENEN LOS LINGOTES

«Hubo un hombre en la tierra de Hus cuyo nombre era Job; y ese hombre era perfecto y recto, y temía a Dios y evitaba el mal.»

Se le bendijo con una gran familia y miles de ovejas y bueyes. Era «el hombre más grande de Oriente».

«Entonces, un día, los hijos de los dioses fueron a presentarse ante Yahvé, y Satán estaba entre ellos. Y Yahveh le preguntó a Satán dónde había estado; y Satán respondió: Recorriendo la Tierra, paseándome por ella.»

Así comienza el relato bíblico de Job, el hombre justo al que Satán puso a prueba para ver los límites de la fe del hombre en Dios. Cuando las calamidades comenzaron a caer sobre Job, y éste empezó a cuestionarse los caminos del Señor, tres de sus amigos acudieron a él desde tierras distantes para llevarle su simpatía y su cariño.

 

Mientras Job expresaba en voz alta sus quejas y sus dudas acerca de la sabiduría divina, sus amigos le hablaban de las muchas maravillas de los cielos y la tierra que sólo Dios conocía; entre ellas estaban las maravillas de los metales y sus veneros, y el ingenio para encontrarlos y extraerlos de las profundidades de la tierra:

Sin duda, hay para la plata un venero y un lugar donde se refina el oro; donde se obtiene hierro de los minerales y de las piedras fundidas sale el cobre.

Él pone fin a la oscuridad,
explora lo que hay de valor
de las piedras en las profundidades y en la oscuridad.


Abre el arroyo lejos del poblado,
donde se mueven los hombres olvidados y extraños.


Hay una tierra de la que vienen los lingotes,
cuyas entrañas están agitadas como con fuego;
un lugar donde las piedras son verde azuladas,
que tiene las vetas de oro.


Ni siquiera el buitre conoce el camino,
ni el ojo del halcón lo discierne...


Allí pone Su mano sobre el granito,
derrumba de raíz las montañas.


Abre galerías a través de las rocas,
y todo lo que es precioso Sus ojos han visto,
represa las fuentes de los ríos,
y saca a la luz lo que estaba escondido.

¿Conoce el hombre todos estos lugares?, preguntó Job ¿acaso el hombre descubrió por sí mismo todos estos procesos tecnológicos? Y, desafiando a sus tres amigos, les pregunta:

¿de dónde provienen este conocimiento de minerales y metales?

¿Y dónde se encontrará el Conocimiento?
¿De dónde vendrá la Comprensión?


Ningún hombre conoce su camino;
su origen no está donde moran los mortales...
Con oro sólido no se puede comprar,
ni se paga a precio de plata.


No se valora con el oro rojo de Ofir,
ni con la preciosa cornarina ni con el lapislázuli.


No se le compara el oro ni el cristal,
ni su valor en vasijas de oro.


El coral negro y el alabastro no merecen ni mención;
el Conocimiento vale más que las perlas

Está claro que Job lo reconoció, todo este Conocimiento proviene de Dios -el que lo había enriquecido y empobrecido, y el que podía restablecerle:

Sólo Dios conoce su camino
y sabe cómo se establece.


Pues Él puede explorar los confines de la Tierra
y ver todo lo que está bajo los cielos.

Es posible que la incorporación de las maravillas de la minería en el discurso de Job con sus tres amigos no fuera accidental. Aunque nada se sabe de la identidad de Job o de la tierra en donde vivió, los nombres de los tres amigos nos proporcionan algunas pistas.

  • El primero era Elifaz de Teman, del sur de Arabia; su nombre significa «Dios es mi oro puro».

  • El segundo era Bildad de Súaj, un país que se cree que estuvo situado en el sur de Karkemish, la ciudad hitita; el nombre de la tierra significa «lugar de los fosos profundos».

  • El tercero era Sofar de Naamá, lugar así llamado por la hermana de Túbal Caín «señor de todos los herreros», según la Biblia.

Así pues, los tres provenían de tierras relacionadas con la minería.

Al hacer estas detalladas preguntas, Job (o el autor del Libro de Job) demostró un considerable conocimiento en mineralogía, minería y procesos metalúrgicos. Su época es, ciertamente, lejana; después de que el hombre utilizara por primera vez el cobre machacando terrones de cobre natural en formas útiles y ya dentro del período en que los metales se obtenían extrayendo minerales que tenían que ser fundidos, refinados y moldeados.

 

En la Grecia clásica del primer milenio a.C, el arte de la minería y los metales se consideraba también un sistema para descubrir los secretos de la naturaleza; la palabra metal proviene del griego matallao, que significa «buscar, encontrar cosas ocultas».

Los poetas y los filósofos griegos, seguidos por los romanos, perpetuaron la división de la historia humana de Platón en cuatro eras de metales: Oro, Plata, Bronce (cobre) y Hierro, en la que el oro representaría la era ideal, aquella en la que el hombre había estado más cerca de sus dioses. Hay también una división bíblica, incluida en la visión de Daniel, que comienza con la arcilla, antes de hacer una relación de metales, y es una versión más certera de los avances del hombre. Después de un largo período paleolítico, el mesolítico comenzó en Oriente Próximo hacia el 11000 a.C. -justo después del Diluvio.

 

Unos 3.600 años después, el hombre de Oriente Próximo bajó de las cadenas montañosas a los fértiles valles, dando comienzo a la agricultura, la domesticación de animales y el uso de metales naturales (metales encontrados en lechos de ríos, como las pepitas de oro, que no requerían ni de minería ni de refinado). Los expertos le han llamado a esta fase período neolítico (Nueva Edad de Piedra), pero en realidad fue la época en la que la arcilla -en la cerámica y en otros muchos usos- sustituyó a la piedra, exactamente lo que sostiene la secuencia del Libro de Daniel.

La primitiva utilización del cobre fue, por tanto, de piedras de cobre, y por este motivo muchos expertos prefieren no llamar a ese tiempo de transición entre las edades de piedra y las de los metales Edad del Cobre, sino Calcolítico, la Edad de la Piedra-Cobre. El cobre se procesaba machacándolo hasta darle la forma deseada, o a través de un proceso llamado templado, si la piedra de cobre se ablandaba primero con fuego. Se cree que esta metalurgia del cobre (y, con el tiempo, del oro) tuvo su inicio en las tierras altas que rodean el Fértil Creciente de Oriente Próximo, y esto se debió posiblemente a las circunstancias particulares de la zona.

El oro y el cobre se encuentran en la naturaleza en «estado natural», no sólo como filones en las profundidades de la tierra, sino también en forma de pepitas y terrones (incluso como polvo en el caso del oro) que las fuerzas de la naturaleza -tormentas, inundaciones o la persistente corriente de arroyos y ríos- han ido soltando de las rocas en las que estaban expuestos.

 

Los terrones naturales de estos metales se encontrarían, por tanto, cerca o en los lechos fluviales; luego, habría que separar el metal del lodo o de la grava lavándolo con agua («cribado») o cerniéndolo con tamices. Aunque esto no implica la perforación de túneles, este método recibe el nombre de minería de placer. La mayoría de los expertos cree que este tipo de minería se practicaba en las tierras altas que circundan el Fértil Creciente de Mesopotamia y las costas orientales del Mediterráneo, ya en el quinto milenio a.C, y con seguridad antes del 4000 a.C.

(Es éste un proceso que se ha venido usando a lo largo de los tiempos; pocos son los que saben que los «mineros del oro» de las famosas fiebres del oro del siglo XIX no eran en realidad mineros que se introducían en las profundidades de la tierra en busca del metal, como en el caso, por ejemplo, de la minería del oro del sur de África. En realidad, realizaban minería de placer, cerniendo la grava lavada en los lechos fluviales en busca de pepitas o polvo de oro.

 

Durante la fiebre del oro del Yukón en Canadá, por ejemplo, los «mineros», utilizando un mínimo de herramientas, dijeron haber recogido más de 28 toneladas de oro al año en sus mejores momentos, hace un siglo; la producción verdadera fue, probablemente, el doble. Y es curioso que, aun en nuestros días, estos mineros de placer sigan encontrando varias toneladas de oro al año en los lechos de los ríos Yukón y Klondike, y en sus afluentes.)

Hay que reseñar que, aunque tanto el oro como el cobre se podían conseguir en estado natural, y el oro era incluso más adecuado para su utilización porque, a diferencia del cobre, no se oxida, el hombre de Oriente Próximo de aquellos primeros milenios no utilizaba el oro, sino que se limitaba a usar el cobre. Este fenómeno se relata sin más explicación; pero, según nuestra opinión, la explicación habría que encontrarla en ideas que resultaban familiares en el Nuevo Mundo -que el oro era un metal que pertenecía a los dioses.

 

Cuando empezó a usarse el oro, a comienzos del tercer milenio a.C. o algunos siglos antes, fue para realzar los templos (literalmente, «Casa de Dios») y para hacer vasijas con las que servir a los dioses que había en ellos. Fue ya hacia el 2500 a.C. cuando el oro se convirtió en metal de uso regio, indicando un cambio de actitudes cuyos motivos están aún por explorar.

La civilización sumeria floreció hacia el 3800 a.C, y es evidente, por los descubrimientos arqueológicos, que sus comienzos tuvieron lugar hacia el 4000 a.C, tanto en el norte como en el sur de Mesopotamia; también es éste el momento en que aparece en escena la minería verdadera, el procesamiento de los metales y la sofisticación metalúrgica -un avanzado y complejo cuerpo de conocimientos que, como en el caso del resto de ciencias, los pueblos de la antigüedad decían haber recibido de los anunnaki, los dioses que habían venido a la Tierra desde Nibiru.

 

Revisando las etapas del hombre en el uso de los metales, L. Aitchison (A History of Metals) observaba con asombro que, hacia el 3700 a.C, «todas las culturas de Mesopotamia se basaban en la metalistería», y concluyó con obvia admiración que las cimas metalúrgicas entonces alcanzadas «se deben atribuir inevitablemente al genio técnico de los sumerios».

No sólo se obtenían, procesaban y usaban el cobre y el oro, que se podía obtener de pepitas naturales, sino también otros metales que, evidentemente, requerían su extracción de filones rocosos (como es el caso de la plata) o su fundido y refinado a partir del mineral (como es el caso del plomo).

 

El arte de la aleación -la combinación química en un horno de dos o más metales- se desarrolló también. El primitivo martilleo de los metales dejó paso al arte de la fundición, y se inventó -en Sumer- el complejo proceso conocido como Cire perdue («cera perdida»), que permitía la fundición y la factura de objetos útiles y hermosos (como estatuillas de dioses o animales, o utensilios para el templo).

 

Los avances realizados allí se difundieron por todo el mundo. Según R. J. Forbes, en Studies in Ancient Technology, «hacia el 3500 a.C, la metalurgia había sido absorbida por la civilización en Mesopotamia» (que había tenido sus inicios hacia el 3800 a.C).

«A este nivel se llegó en Egipto unos trescientos años más tarde, y hacia el 2500 a.C toda la región entre las cataratas del Nilo y el Indo estaba versada en el metal. Por esta época, parece que se inició la metalurgia en China, pero los chinos no se convirtieron en verdaderos metalúrgicos hasta el período Long-shan, entre el 1800 y el 1500 a.C. En Europa, los objetos de metal más antiguos difícilmente aparecen antes del 2000 a.C.»

Antes del Diluvio, cuando los anunnaki estuvieron extrayendo oro en el sur de África para sus propias necesidades en Nibiru, los minerales fundidos se embarcaban en naves sumergibles hasta su E.DIN. Navegando a través de lo que es ahora el Mar de Arabia y, luego, el Golfo Pérsico, entregaban sus cargas para el procesamiento y refinado final en BAD.TIBIRA, una especie de «Pittsburg» antediluviana. Este nombre significa «lugar fundado para la metalurgia».

 

En ocasiones, se deletreó BAD.TIBILA, en honor a Ti-bil, el dios de los metalúrgicos o herreros; y existen pocas dudas de que el nombre del artesano metalúrgico del linaje de Caín, Túbal, proviene de la terminología sumeria.

Después del Diluvio, la gran llanura del Tigris-Eufrates donde el Edin había estado, quedó enterrada bajo un lodo impenetrable; le llevó casi siete milenios secarse lo suficiente como para poder albergar a una población y lanzar la civilización sumeria. Aunque en esta llanura de lodo seco no había ni recursos pétreos ni minerales, las leyendas dicen que la civilización sumeria y sus centros urbanos siguieron «los planos de antaño», y el centro metalúrgico sumerio se estableció en donde una vez estuvo Bad-Tibira.

 

El hecho de que el resto de pueblos del Oriente Próximo de la antigüedad no sólo empleara las tecnologías sumerias, sino también las terminologías sumerias, es buena prueba de la importancia de Sumer en la metalurgia antigua. En ninguna otra lengua de la antigüedad se han encontrado términos tan numerosos y precisos en relación con la metalurgia. En los textos sumerios se han encontrado no menos de treinta términos para variedades de cobre (URU.DU), sea procesado o sin procesar.

 

Tenían numerosos términos con el prefijo ZAG (a veces, reducido a ZA) para denotar el brillo de los metales, y KU para la pureza del metal o de su mineral. Disponían de términos para variedades y aleaciones de oro, plata y cobre -incluso para el hierro, que, supuestamente, no se empezó a utilizar hasta casi un milenio después de la supremacía de Sumer; recibiendo el nombre de AN.BAR, tenía también más de una docena de términos, en función de la calidad de sus minerales.

 

Algunos textos sumerios eran léxicos virtuales en donde se hacía una relación de términos para «piedras blancas», minerales de colores, sales que se obtenían a través de la minería y sustancias bituminosas. Se sabe por los archivos y por descubrimientos, que los comerciantes sumerios llegaron a costas muy distantes en busca de metales, ofreciendo a cambio no sólo productos de primera necesidad propios -cereales y prendas de lana-, sino también productos metálicos acabados.

Aunque todo esto se pueda atribuir al saber hacer y a la iniciativa de los sumerios, lo que todavía precisa explicación es el hecho de que tanto la terminología como los símbolos escritos (en un principio, pictogramas) relacionados con la minería fueran suyos también, cuando ésta era una actividad que se llevaba a cabo en tierras distantes, y no en Sumer.

 

Así, se mencionan los peligros del trabajo minero en África en un texto titulado «El descenso de Inanna al mundo inferior»; y en la epopeya de Gilgamesh se describe el calvario de los que eran castigados a trabajar en las minas de la península del Sinaí, cuando el compañero de Gilgamesh, Enkidu, es sentenciado por los dioses a finalizar allí sus días.

 

En la escritura pictográfica sumeria había un impresionante surtido de símbolos (Fig. 123) pertenecientes a la minería, muchos de los cuales mostraban la diversidad de pozos mineros en función de sus estructuras o de los minerales extraídos.

¿Dónde estaban estas minas? -en Sumer, seguro que no; y no siempre está claro, pues muchos lugares siguen sin identificar. Pero algunas inscripciones reales indican que se trataba de tierras lejanas y distantes.

 

Un buen ejemplo es esta cita del Cilindro A, columna XVI de Gudea, rey de Lagash (tercer milenio a.C), en el cual se registraron los extraños materiales utilizados en la construcción del E.NINNU, el templo de su dios:

Figura 123

Gudea construyó un templo brillante, con metal,
lo hizo brillante, con metal.


Construyó el E.ninnu de piedra,
lo hizo brillante, con joyas;
con cobre mezclado con estaño lo construyó.


Un herrero, un sacerdote de la divina dama de la tierra,
trabajó en su fachada;
con dos palmos menores de piedra brillante
cubrió el enladrillado,
con un palmo menor de diorita de piedra brillante.

Uno de los pasajes clave de este texto (que Gudea repitió en el Cilindro B, para asegurarse de que la posterioridad recordara sus piadosos logros) es la utilización de «cobre mezclado con estaño» para construir el templo. La escasez de piedra en Sumer llevó a la invención del ladrillo de arcilla, con el cual se podían construir altos e imponentes edificios.

 

Pero, según nos informa Gudea, en este caso se utilizaron piedras especialmente importadas, e incluso el enladrillado se cubrió con «un palmo menor de diorita» y dos palmos menores de otra piedra menos extraña. Para esto, las herramientas de cobre no eran lo suficientemente buenas; eran necesarias herramientas más duras, herramientas hechas con el «acero» del mundo antiguo, el bronce.

Como muy bien afirmaba Gudea, el bronce era una «mezcla» de cobre y estaño, no un elemento natural; era el resultado de alear cobre y estaño en un horno y, de ahí, un producto totalmente artificial. La medida sumeria para la aleación era 1:6, es decir, alrededor de un 85 por ciento de cobre y un 15 por ciento de estaño, que es, de hecho, una excelente proporción.

 

Sin embargo, el bronce también era un logro tecnológico en otros aspectos. Sólo se podía modelar fundiéndolo, ni con martillo ni a través del templado; y el estaño había que sacarlo del mineral a través de un proceso denominado fusión y recuperación, pues es difícil encontrarlo en la naturaleza en estado natural.

 

Hay que extraerlo de un mineral llamado casiterita, que suele encontrarse en depósitos aluviales que se crean como resultado del lavado en sus rocas de filones o vetas de estaño por medio de fuerzas naturales, como lluvias fuertes, inundaciones o avalanchas.

 

El estaño se extrae fundiendo la casiterita, normalmente en combinación con piedra caliza en la primera fase de la recuperación. Incluso esta descripción sobresimplificada de los procesos metalúrgicos implicados será suficiente para aclarar que el bronce era un metal que precisaba de avanzados conocimientos metalúrgicos en cada etapa de su procesado.

Pero, para añadir más problemas, hay que decir que también era un metal difícil de encontrar. Fueran cuales fueran los filones disponibles -que no son seguros- cerca de Sumer, se agotaron con rapidez. Algunos textos sumerios mencionan dos «montañas de estaño» en una tierra distante cuya identidad no queda clara; hay expertos, como B. Landesberger en el Journal of Near Eastern Studies, vol. XXI, que no rehuyen la idea de lugares muy lejanos, como los del cinturón del estaño de Extremo Oriente (Birmania, Tailandia y Malasia), que es en la actualidad una de las principales fuentes de estaño en el mundo.

 

Se afirma que, en su búsqueda de este metal tan vital, los comerciantes sumerios alcanzaron, a través de intermediarios de Asia Menor, los veneros de mineral de estaño de la cuenca del Danubio, concretamente en las provincias que conocemos en la actualidad como Bohemia y Sajonia (donde ya hace tiempo que se agotó el mineral). Forbes observó que,

«los descubrimientos del Cementerio Real de Ur (2500 a.C.) demostraron que los herreros de Ur... conocían la metalurgia del bronce y el cobre a la perfección. Lo que todavía es un misterio es de dónde venía el mineral de estaño que utilizaban».

Misterio que, de hecho, aún persiste.

No sólo Gudea y otros reyes sumerios en cuyas inscripciones se menciona el estaño tuvieron que ir tan lejos para obtenerlo (probablemente, ya en su estado recuperado). Hasta una diosa, la famosa Ishtar, tuvo que recorrer montañas para encontrarlo. En un texto conocido como Inanna y Ebih (siendo Inanna el nombre sumerio de Ishtar y Ebih el nombre de una cordillera distante y sin identificar), Inanna pidió permiso a los dioses superiores diciéndoles:

Dejad que me ponga en camino hacia las vetas de estaño, dejadme aprender de esas minas.

Por todas estas razones, y quizás porque los dioses -los anunnaki- tuvieron que enseñarle al hombre antiguo cómo recuperar el estaño del mineral fundiéndolo, este metal se tuvo por «divino» entre los sumerios. El término que utilizaban para designarlo era AN.NA, literalmente «piedra celestial». (Del mismo modo, cuando comenzó a usarse el hierro, que precisaba de la fundición del mineral, se le llamó AN.BAR, «metal celestial».) Al bronce, la aleación del cobre y el estaño, se le llamó ZA.BAR, «doble metal reluciente».

Los hititas incorporaron el término del estaño, Anna, sin cambiarlo demasiado. Pero en lengua acadia, la lengua de babilonios, asirios y otros pueblos de habla semita, el término sufrió un ligero cambio hasta convertirse en Anaku. Este término solía significar «estaño puro» (Anak-ku); pero nos preguntamos si el cambio pudo reflejar una relación más estrecha e íntima del metal con los dioses anunnaki, pues también se ha encontrado escrita como Annakum, que significa aquello que pertenece o proviene de los anunnaki.

Este término aparece en la Biblia en varias ocasiones. Finalizando con una suave kh, identificaba una plomada de estaño, como en la profecía en la que Amos visualiza al Señor sosteniendo una Anakh para ilustrar su promesa de no apartarse más de su pueblo de Israel. Como Anak, el término significaba «collar», reflejando con ello el alto valor que se le daba a este brillante metal por su escasez, que lo hizo tan precioso como la plata.

 

Y también significaba «gigante» -una interpretación hebrea (tal como sugerimos en un libro anterior) del mesopotámico «anunnaki». Es una interpretación que evoca sospechosas relaciones tanto con las leyendas del Viejo Mundo como con las del Nuevo Mundo, al atribuir a los «gigantes» esta o aquella hazaña.

Todas estas relaciones del estaño con los anunnaki pudieron surgir por su papel original al concederle a la humanidad este metal, así como los conocimientos requeridos para su extracción. De hecho, la pequeña pero significativa modificación desde el sumerio AN.NA hasta el acadio Anaku sugiere determinado marco temporal.

 

Está bien documentado, tanto por los descubrimientos arqueológicos como por los textos, que la gran expansión de la Edad del Bronce se ralentizó hacia el 2500 a.C. El fundador de la dinastía acadia, Sargón de Acad, valoraba tanto este metal que lo prefirió antes que el oro o la plata para conmemorarse así mismo (Fig. 124), hacia el 2300 a.C.

Los historiadores de la metalurgia han confirmado que hubo un declive en el suministro de estaño debido a que el porcentaje de estaño en el bronce siguió bajando, y debido también al descubrimiento en diversos textos de que la mayor parte de los objetos de bronce nuevos se elaboraba con bronce viejo, fundiendo objetos más antiguos y mezclándolos con la aleación fundida con más cobre, reduciendo a veces el contenido de estaño hasta un 2 por ciento.

 

Después, por razones desconocidas, la situación cambió súbitamente. Forbes decía que,

«sólo desde la Edad Media del Bronce en adelante, desde alrededor del 2200 a.C, se utilizaron verdaderas formas de bronce, y aparecen con más regularidad unos altos porcentajes de estaño, y no sólo para formas intrincadas, como en el período más antiguo».

Figura 124
 

Tras darle a la humanidad el bronce, que impulsó las grandes civilizaciones del cuarto milenio a.C, parece que los anunnaki llegaron de nuevo al rescate más de un milenio después. Pero mientras que, en el primer caso, las desconocidas fuentes de estaño parece que estaban en el Viejo Mundo, la del segundo caso es un completo misterio.

Así pues, ésta es nuestra atrevida hipótesis: la nueva fuente de estaño estaba en el Nuevo Mundo.

Si, como creemos, el estaño del Nuevo Mundo llegó a los centros de civilización del Viejo Mundo, sólo pudo hacerlo desde un sitio: el lago Titicaca.

Y esto, no por su nombre, que, como ya hemos visto, significa lago de «las piedras de estaño», sino porque esta parte de Bolivia sigue siendo, milenios después, la principal fuente de estaño del mundo. El estaño, aunque no excepcional, sí que se considera un mineral escaso, que sólo se encuentra en cantidades industriales en unos pocos lugares. En la actualidad, el 90 por ciento de la producción mundial proviene de Malasia, Tailandia, Indonesia, Bolivia, Congo-Brazzaville, Nigeria y China (en orden descendente).

 

Las fuentes más antiguas, como las de Oriente Próximo o Europa, se agotaron. En todas partes, la fuente de estaño es la casiterita aluvial, el mineral de estaño oxidado que las fuerzas de la naturaleza lavaron de sus filones. Sólo en dos lugares se han encontrado los filones originales de mineral de estaño: en Cornualles, Gran Bretaña, y en Bolivia. El primero se agotó; el último sigue abasteciendo al mundo desde montañas que parecen ser en verdad «montañas de estaño», tal como las describía el texto sumerio de Inanna.

Estos ricos pero difíciles recursos mineros, en alturas que exceden los 3.500 metros, se concentran principalmente al sudeste de La Paz, la capital de Bolivia, y al este del Lago Poopó. La casiterita fluvial más fácil de obtener en lechos de ríos ha sido la de la costa oriental del lago Titicaca. Era allí donde el hombre antiguo recolectaba el mineral por su muy apreciado contenido, y en donde este tipo de producción continúa todavía.

Una de las más fidedignas investigaciones llevadas a cabo en lo referente a la antigua minería del estaño en Bolivia y en el Titicaca es la de David Forbes (Researches on the Mineralogy of South America); realizada hace más de un siglo, nos ofrece la imagen más cercana posible a los tiempos de la Conquista de América, antes de que las operaciones mecanizadas de gran envergadura del siglo XX transformaran el paisaje y oscurecieran las antiguas evidencias. Dado que el estaño puro es sumamente raro en la naturaleza, Forbes se quedó asombrado cuando le enseñaron una muestra de estaño puro con una roca incrustada -no el estaño incrustado en la roca, sino la roca incrustada dentro del estaño.

 

Las investigaciones demostraron que aquella muestra no provenía del interior de una mina en Oruro, sino de los ricos depósitos aluviales de casiterita. Forbes rechazaba categóricamente la explicación ofrecida de que el estaño metálico era el resultado de los incendios forestales provocados por un rayo que «fundiera» el mineral de casiterita, ya que el proceso de recuperación del estaño a partir del mineral supone algo más que el mero calentamiento del mineral: una combinación en primer lugar con el carbono (para convertir el mineral, SnO2 + C en CO2 + Sn), y luego, tantas veces como sea posible, con caliza, para purificar la escoria.

Después le enseñaron a Forbes algunos ejemplares de estaño metálico proveniente de lavados de oro de la ribera del Tipuani, un afluente del río Beni que discurre hacia el este desde las estribaciones cercanas al lago. Para su asombro -según sus propias palabras-, descubrió que la fuente era rica en pepitas de oro, casiterita y en pepitas de estaño metálico; esto significaba, sin ninguna duda, que quienquiera que hubiera trabajado en aquella zona para obtener oro, conocía también cómo procesar el mineral de estaño para obtener estaño.

 

Explorando la región que hay al este del lago Titicaca, Forbes se quedó impresionado -son sus palabras- por la gran proporción de estaño reducido (es decir, recuperado) y fundido, y afirmó que el «misterio» de la aparición de estaño metálico en estos lugares «no se podía explicar por simples causas naturales». Cerca de Sorata, encontró una maza de bronce que, al ser analizada, mostró una aleación del 88 por ciento de cobre y sólo un 11 por ciento de estaño, «que es casi idéntico a muchos de los bronces de la antigüedad» de Europa y Oriente Próximo. Los emplazamientos parecían ser «de períodos sumamente antiguos».

Forbes también se sorprendió al darse cuenta de que los indígenas que vivían alrededor del lago Titicaca, descendientes de las tribus aymara, parecían saber dónde encontrar todos estos lugares tan enigmáticos. De hecho, el cronista español Barba (1640) afirmaba que los españoles habían encontrado tanto estaño como cobre en las minas en las que trabajaban los indígenas; las minas de estaño estaban «cerca del lago Titicaca». Posnansky encontró estas minas preincaicas a 9,5 kilómetros de Tiahuanacu.

 

Él y otros después de él confirmaron la sorprendente presencia de objetos de bronce en Tiahuanacu y sus inmediaciones, y ofreció el convincente argumento de que la parte trasera de las hornacinas de la Puerta del Sol habían estado cubiertas con paneles de oro que giraban sobre unas bisagras o «puntas giratorias» que tenían que ser de bronce para soportar el peso. Encontró en Tiahuanacu bloques de piedra con entalladuras para albergar cerrojos de bronce, así como en Puma-Punku. En este lugar, vio una pieza de metal, indudablemente de bronce, que «con sus puntas dentiformes parecía un aparejo o mecanismo para levantar pesos».

 

Él mismo vio y dibujó esta pieza en 1905, pero en su siguiente visita ya no estaba; alguien se la había llevado. A la vista del saqueo sistemático de Tiahuanacu, tanto en tiempos de los incas como en tiempos modernos, las herramientas de bronce encontradas en las islas sagradas de Titicaca y Coatí nos pueden dar una idea de lo que debió de haber en Tiahuanacu. Entre estos descubrimientos hay barras, palancas, cinceles, cuchillos y hachas de bronce; herramientas todas ellas que podrían haber servido para el trabajo de construcción, si no lo hicieron también en operaciones mineras.

De hecho, Posnansky comenzó el cuarto volumen de su tratado con una introducción acerca de la minería en tiempos prehistóricos en el altiplano boliviano en general y en las inmediaciones del lago Titicaca en particular.

«En las estribaciones montañosas del Altiplano, se han encontrado cavernas o túneles abiertos por sus antiguos pobladores con el objeto de proveerse de metales útiles. Hay que diferenciar estas cuevas de las que abrieron los españoles en su búsqueda de metales preciosos, y que los restos de estos antiguos trabajos metalúrgicos preceden en mucho a los de los españoles [...] en los tiempos más remotos, una raza inteligente y emprendedora [...] se proveyó de metales útiles, si no preciosos, en las profundidades de estas montañas.

 

«¿Qué clase de metal buscaba el hombre prehistórico de los Andes en las profundidades de las montañas en una época tan remota? -preguntaba Posnansky-. ¿Sería oro o plata? ¡Indudablemente, no! Un metal mucho más útil le llevó a ascender hasta los picos más altos de la cordillera de los Andes: el estaño.»

Y el estaño, explicaba, se necesitaba para alearlo con el cobre con el fin de crear «el noble bronce». Y terminaba afirmando que el descubrimiento de muchas minas de estaño en un radio de treinta leguas de Tiahuanacu confirmaba que éste era el objetivo de aquellos hombres.

Pero, ¿acaso el hombre andino necesitaba aquel estaño para hacerse sus propias herramientas de bronce? Al parecer, no. En un magnífico estudio del importante metalúrgico Erland Nordenskiold (The Copper and Bronze Ages in South America), éste establecía que ningún tipo de edad había tenido lugar allí: no había rastros en Sudamérica del desarrollo de edad alguna del bronce, ni siquiera del cobre; y la conclusión a la que, reacio, llegaba era que todas las herramientas de bronce que se habían encontrado se basaban, de hecho, en las formas del Viejo Mundo y en las tecnologías del Viejo Mundo.

«Al examinar todo este material de armas y herramientas de bronce y cobre de Sudamérica -escribió Nordenskiold- tenemos que confesar que no hay mucho que sea completamente original, y que, en la mayoría de los tipos fundamentales, hay algo que se corresponde con el Viejo Mundo».

Mostrándose todavía reacio a suscribir esta conclusión, acabó admitiendo de nuevo que,

«hay que confesar que existe una considerable similitud entre la técnica metálica del Nuevo Mundo y la del Viejo Mundo durante la Edad del Bronce».

Curiosamente, algunas de las herramientas incluidas en estos ejemplos tenían mangos modelados con la cabeza de la diosa sumeria Ninti, con las cuchillas umbilicales gemelas que tenía por símbolo, la que sería también Señora de las minas del Sinaí.

La historia del bronce en el Nuevo Mundo está, así pues, vinculada con el Viejo Mundo, y la historia del estaño en los Andes, donde tuvo su origen el bronce del Nuevo Mundo, está inexorablemente unida al lago Titicaca. Y, en ello, Tiahuanacu jugó un papel fundamental, vinculada con los minerales que la rodeaban; si no, ¿por qué se construyó allí?

Los tres centros civilizados del Viejo Mundo surgieron en fértiles valles ribereños: la civilización sumeria, en la llanura entre el Tigris y el Eufrates; la egipcia-africana, a lo largo del Nilo; la de la India, a lo largo del río Indo. Su base fue la agricultura; el comercio, posible gracias a los ríos, aportaba las materias primas y permitía la exportación de cereales y productos acabados. Brotaron las ciudades a lo largo de los ríos, el comercio precisó de registros escritos, y floreció cuando la sociedad estuvo organizada y las relaciones internacionales se hubieron desarrollado.

Tiahuanacu no se ajusta a este modelo. Da la apariencia de estar, como dice el refrán, «compuesta y sin novio». Una gran metrópolis cuya cultura y formas artísticas influyeron en la casi totalidad de la región andina; construida en medio de la nada, a orillas de un lago inhóspito en la cima del mundo. E, incluso, si fue por los minerales, ¿por qué allí? La geografía nos puede dar una respuesta.

Todas las descripciones que se hacen del lago Titicaca suelen comenzar diciendo que es la masa de agua navegable más alta del mundo, a 4.224 metros de altitud. Es un enorme lago, con una superficie de 8.217 kilómetros cuadrados. Su profundidad varía entre los 30 y los 300 metros. De forma alargada, tiene una longitud máxima de 192 kilómetros y una anchura máxima de 70. Sus recortadas orillas, consecuencia de las montañas que lo rodean, forman numerosos cabos, penínsulas, istmos y estrechos, y el lago tiene casi cuarenta islas. La disposición noroeste-sudeste del lago (Fig. 109) viene marcada por las cadenas montañosas que lo bordean.

 

Al este, se extiende la Cordillera Real de los Andes bolivianos, donde se eleva el impresionante Monte Illampu, con su doble pico, en el grupo del Sorata, y el imponente Illimani, justo al sudeste de La Paz. Excepto unos cuantos ríos pequeños, que discurren entre esta cadena montañosa y el lago, la mayoría de los ríos corren hacia el este, hacia la inmensa llanura brasileña y el Océano Atlántico, 3.200 kilómetros más allá. Es aquí donde se encontraron los depósitos de casiterita, en las costas orientales del lago y en los lechos de los ríos y arroyos que fluyen en ambas direcciones.

No menos imponentes son las montañas que bordean el lago por el norte. Allí, las aguas de las lluvias corren en su mayor parte hacia el norte, alimentando ríos como el Vilcanota, que algunos consideran el verdadero origen del Amazonas, para, reuniendo afluentes y fundiéndose en el Urubamba, ir bajando hacia el norte y después hacia el nordeste, hasta la gran cuenca del Amazonas. Allí, entre las montañas que bordean el lago y Cuzco, es donde se encontró la mayor parte del oro del que dispusieron los incas.

La orilla occidental del lago Titicaca, aunque sombría y triste, es la más poblada. Allí, entre montañas y bahías, en costas y penínsulas, pueblos y poblaciones actuales comparten su sitio con antiguos emplazamientos; como Puno, la mayor ciudad y el mayor puerto del lago, cerca de las enigmáticas ruinas de Sillustani. Desde ese punto, como descubrieron los ingenieros del moderno ferrocarril, una carretera o una línea férrea no sólo puede llevar hacia el norte, sino también, a través de una de las pocas vías de acceso de los Andes, hasta las llanuras costeras y el Océano Pacífico, tan sólo a 320 kilómetros de distancia.

La geografía y la topografía marítima y terrestre cambian considerablemente cuando se ve la parte sur del lago (que, como la mayor parte de la costa este, no pertenece a Perú, sino a Bolivia). Allí, dos de las penínsulas más grandes, la de Copacabana, en el oeste, y la de Hachacache, en el este, casi se juntan (Fig. 125), dejando sólo un angosto estrecho entre la parte norte del lago, mucho más grande, y la parte sur.

 

Esa parte sur se convierte así en una especie de laguna (y así la denominaron los cronistas españoles), una masa de aguas tranquilas, si se la compara con la ventosa parte norte. Las dos islas principales de la leyenda nativa, la Isla del Sol (en la actualidad, la isla de Titicaca) y la Isla de la Luna (ahora, Coatí), se encuentran frente a la costa norte de Copacabana.

Fue en estas islas donde el Creador ocultó a sus hijos, la Luna y el Sol, durante el Diluvio. Fue desde Titi-kala, una roca sagrada de la isla de Titicaca, desde donde el Sol se elevó al cielo después del Diluvio, según una versión; según otra, fue sobre esta roca sagrada sobre la que cayó el primer rayo de Sol cuando terminó el Diluvio. Y fue desde una cueva bajo la roca sagrada, desde donde la primera pareja fue enviada a repoblar las tierras -donde se le dio la varita de oro a Manco Capac, con la cual encontró Cuzco y comenzó la civilización andina.

El principal río que se lleva aguas del Titicaca es el Desaguadero, que inicia su curso en la esquina sudoccidental del lago. Lleva las aguas desde el lago Titicaca hasta otro lago satélite, el Poopó, 416 kilómetros más al sur, en la provincia boliviana de Oruro; hay cobre y plata a lo largo de todo su recorrido, y a lo largo de su recorrido hasta la costa del Pacífico, en la frontera entre Bolivia y Chile.

Figura 125
 

Es en la costa meridional del lago donde la cuenca llena de agua que forman estas cadenas montañosas se convierte en tierra firme, formando un valle o meseta en la que se encuentra Tiahuanacu. En ninguna otra parte del lago hay una meseta llana. En ninguna otra parte hay una laguna cerca que conecte con el resto del lago, haciendo factible el transporte por agua. En ninguna otra parte alrededor del lago hay un lugar como éste, con pasos montañosos en las tres direcciones terrestres, y por el agua hacia el norte.

Y en ninguna otra parte estaban tan a mano los preciados metales -oro y plata, cobre y estaño. Tiahuanacu estaba allí porque era el mejor lugar para ser lo que fue: la capital metalúrgica de Sudamérica, del Nuevo Mundo.

Las diversos modos en que se ha deletreado su nombre -Tiahuanacu, Tiahuanaco, Tiwanaku, Tianaku- no son más que esfuerzos por capturar la pronunciación del nombre que conservaron y transmitieron los indígenas de la zona. Sugerimos que el nombre original fue TI. ANAKU: el lugar de Titi y Anaku -CIUDAD ESTAÑO.

Nuestra hipótesis de que el Anaku en el nombre del lugar proviene del término mesopotámico que identificaba al estaño como metal concedido por los anunnaki evoca un vínculo directo entre Tiahuanacu y el lago Titicaca por un lado y el Oriente Próximo de la antigüedad por otro. Existen evidencias que apoyan esta hipótesis.

El bronce acompañó la aparición de civilizaciones en Oriente Próximo y llegó a su plena utilización metalúrgica allá por el 3500 a.C. Pero hacia el 2600 a.C. más o menos, los suministros de estaño, tras una fase de disminución, estuvieron a punto de agotarse. Después, súbitamente, hacia el 2200 a.C, aparecieron nuevos suministros; de algún modo, los anunnaki intervinieron para dar fin a la crisis del estaño y salvar las civilizaciones que habían dado a la humanidad. ¿Cómo lo lograron? Echemos un vistazo a algunos hechos conocidos.

Hacia el 2200 a.C, cuando los suministros de estaño en Oriente Próximo aumentaron abruptamente, un enigmático pueblo apareció en aquel escenario. Sus vecinos les llamaron Casitas. No existe explicación para este nombre; al menos, los expertos no la conocen. Pero se nos antoja que pudiera ser el posible origen del término casiterita, por el cual se ha conocido desde la antigüedad al mineral del cual se extrae el estaño; esto supondría reconocer a los casitas como el pueblo que pudo suministrar el mineral o como el pueblo que venía de donde se encontraba el mineral.

Plinio, el erudito romano del primer siglo d.C, decía que el estaño, que los griegos llamaban «cassiteros», era más valioso que el plomo. Afirmaba que los griegos lo valoraban desde la guerra de Troya (y, de hecho, Hornero lo menciona por el término cassiteros). La guerra de Troya tuvo lugar en el siglo XIII a.C, en el extremo occi dental de Asia Menor, donde los antiguos griegos entraron en contacto con los hititas (o, quizá, con los indoeuropeos, primos suyos).

«Las leyendas dicen que los hombres buscan este cassiteros en las islas del Atlántico -escribió Plinio en su Historia Naturalis-, y que lo transportan en barcos hechos de mimbre» -una planta ramosa, como el sauce- «cubiertos con pieles cosidas».

Las islas que los griegos llaman Cassiteritas,

«debido a su abundante estaño -escribió, están ya dentro del Atlántico, frente al cabo que llaman el Fin de la Tierra-; son las seis Islas de los Dioses, que algunos llaman las Islas de la Dicha.»

Es una enigmática aseveración, pues si los hititas, de quienes los griegos aprendieron todo eso, hablaban de los dioses en términos de anunnaki, tendríamos aquí el término con todas las connotaciones de Anaku.

Sin embargo, en esta referencia se suele identificar a las Islas Scilly, frente a Cornualles, en especial desde que se sabe que los fenicios iban hasta aquella parte de las Islas Británicas en busca de estaño, durante el primer milenio a.C; el profeta Ezequiel, contemporáneo de ellos, menciona concretamente al estaño como uno de los metales que los fenicios de Tiro importaban en sus naves de alta mar.

 

Las referencias de Plinio y de Ezequiel son las más llamativas, aunque no son los únicos pilares sobre los que gran número de autores modernos han propuesto teorías acerca de los desembarcos fenicios en América durante aquella época. El esquema en el que se basan consiste en que, después de que los asirios dieran fin a la independencia de las ciudades-estado fenicias en el Mediterráneo oriental durante el siglo IX a.C, los fenicios fundaron un nuevo centro, Cartago (Keret-Hadasha, «Ciudad Nueva») en el Mediterráneo occidental, en el Norte de África.

 

Desde esta nueva base, continuaron con su comercio de metales, pero también comenzaron a hacer incursiones en busca de esclavos entre los nativos africanos. En el 600 a.C, los fenicios circunnavegaron África en busca de oro para el faraón egipcio Nekó (emulando así la hazaña realizada por el rey Salomón cuatro siglos antes); y en el 425 a.C, bajo el liderazgo de Hannón, recorrieron la costa occidental de África, estableciendo puestos de suministro de oro y esclavos. La expedición de Hannón volvió a salvo a Cartago, pues vivió para contar el relato de su viaje. Pero otros antes o después que él, eso dice la teoría, perdieron el rumbo a causa de las corrientes del Atlántico y naufragaron en las costas de América.

Dejando a un lado los mucho más que especulativos descubrimientos de objetos que apuntan a la presencia mediterránea en Norteamérica, las evidencias de esta presencia en América del Centro y del Sur son más convincentes. Uno de los pocos académicos que ha vuelto la cabeza en esta dirección es el profesor Cyrus H. Gordon (Before Columbus y Riddles in History).

 

Recordando a sus lectores una mención anterior acerca de la identidad del nombre de Brasil con el término semita Barzel, hierro, reconocía más tarde el crédito que le merecía la llamada Inscripción de Paraíba, que apareció en este lugar del norte de Brasil en 1872.

 

Su desaparición poco después, y las vagas circunstancias de su descubrimiento, llevaron a la mayoría de los expertos a considerarla un fraude, especialmente porque, si se aceptaba como auténtica, hubiera socavado la idea de que no había habido contactos entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Pero Gordon, con gran erudición, defendió que se aceptara como auténtica la inscripción, que era un mensaje que había dejado el capitán de un barco fenicio, separado de los otros barcos que le acompañaban a causa de una tormenta, que había partido de Oriente Próximo hacia el 534 a.C.

La norma en estos estudios es que, en primer lugar, el «descubrimiento» de América fue accidental, consecuencia de un naufragio o de haber perdido el rumbo por causa de las corrientes oceánicas; y en segundo lugar, que sucedió en el primer milenio a.C, siendo más probable la segunda mitad de ese milenio.

Pero nosotros estamos proponiendo una época muy anterior, casi dos mil años antes; y estamos afirmando que el intercambio de bienes y de personas entre el Viejo y el Nuevo Mundo no fue accidental, sino consecuencia de la intervención deliberada de los «dioses», los anunnaki.

Es seguro que los casitas no eran británicos disfrazados. Las crónicas de Oriente Próximo los sitúan al este de Sumer, en lo que es ahora Irán. Se les relacionó con los hititas de Asia Menor, así como con los hurritas (los bíblicos horitas o joritas, «pueblo de los pozos»), que sirvieron de vínculo cultural y geográfico entre Sumer, el sur de Mesopotamia, y los pueblos indoeuropeos del norte.

 

Ellos y sus predecesores, incluidos los sumerios, pudieron haber alcanzado América del Sur navegando hacia el oeste, llegando al extremo de África y cruzando el Atlántico hasta Brasil; o navegando hacia el este, rodeando el extremo de Indochina y el archipiélago de islas y cruzando el Pacífico hasta llegar a Ecuador o Perú. Ambas rutas hubieran precisado de mapas de rutas marinas y de grandes hazañas.

Pero hemos de concluir que estos mapas sí que existían.

La sospecha de que algunos navegantes europeos tuvieron acceso a mapas antiguos comienza con el mismísimo Colón. En la actualidad, la mayoría de los expertos supone que éste sabía adonde estaba yendo, porque a través de Paolo del Pozzo Toscanelli, astrónomo, matemático y geógrafo de Florencia, había obtenido unas copias de cartas y mapas que Toscanelli había enviado a la Iglesia y a la Corte de Lisboa en 1474, urgiendo a los portugueses para que intentaran la ruta occidental a la India, en lugar de circunnavegar África.

 

Tras abandonar siglos de un petrificado dogma geográfico basado en las obras de Ptolomeo de Alejandría (siglo u a.C), Toscanelli recogió las ideas de los eruditos griegos precristianos, como Hiparco y Eudoxo, de que la Tierra era una esfera, y tomó sus medidas y su tamaño de los sabios griegos de siglos atrás. La confirmación de estas ideas la encontró en la misma Biblia, en el profético libro de Esdrás II, que formaba parte de la Biblia en su primera traducción latina, en el que claramente se habla de un «mundo redondo».

 

Toscanelli aceptó todo esto, pero calculó mal la anchura del Atlántico; también creía que las tierras que se extendían a unos 6.200 kilómetros al oeste de las Islas Canarias eran las de Asia. Ahí fue donde Colón encontró tierra, las islas que él creía que eran las «Indias Occidentales» -un término equivocado que ha perdurado hasta el día de hoy.

Los investigadores modernos están convencidos de que el rey de Portugal llegó a tener mapas que trazaban las costas atlánticas de América del Sur, pero unos mil seiscientos kilómetros más al este de las islas que descubriera Colón. Encontraron la confirmación de esta creencia en el compromiso que ordenara el Papa en mayo de 1493, que trazaba una línea de demarcación entre las tierras descubiertas por los españoles al oeste de esa línea y las tierras desconocidas, si las hubiera, al este de la línea.

 

Esta línea norte-sur exigida por los portugueses, 370 leguas al oeste de las Islas de Cabo Verde, les dio Brasil y la mayor parte de América del Sur, para sorpresa de los españoles tiempo después, pero no de los portugueses, que se cree que conocían de antemano este continente.

De hecho, hasta el momento, se ha encontrado un número sorprendentemente grande de mapas de tiempos precolombinos; en algunos (como el mapa de los Médici de 1351, el Pizingi de 1367, y otros) aparece Japón como una gran isla en el Atlántico occidental y, curiosamente, una isla llamada «Brasil» a mitad de camino. En otros, aparecen contornos de las Américas, así como de la Antártida -un continente cuyos rasgos están velados por la capa de hielo, sugiriendo por tanto que, por increíble que parezca, estos mapas se dibujaron basándose en datos a los que se pudo tener acceso cuando la capa de hielo desapareció, es decir, justo después del Diluvio, hacia el 11000 a.C. y poco después.


El más conocido de estos improbables, aunque existentes, mapas es el de Piri Re'is, un almirante turco, que lleva una fecha islámica equivalente al 1513 d.C. Las anotaciones del almirante que aparecen en el mapa dicen que se basaba parcialmente en los mapas utilizados por Colón.

 

Durante mucho tiempo, se supuso que los mapas europeos de la Edad Media, así como los mapas árabes, se basaban en la geografía de Ptolomeo; pero en diversos estudios de principios de siglo se demostró que los mapas europeos más precisos del siglo XIV se basaban en la cartografía fenicia, y especialmente en la de Marino de Tiro (siglo II d.C). Pero, ¿dónde obtuvo sus datos?

 

C. H. Hapgood, en uno de los mejores estudios sobre el mapa de Piri Re'is y sus antecedentes (Maps of the Ancient Sea Kings), concluyó que «las evidencias que ofrecen los mapas antiguos parecen sugerir la existencia en tiempos remotos... de una verdadera civilización, una civilización de un tipo avanzado»; más avanzado que Grecia o Roma, y en ciencias náuticas por delante de la Europa del siglo XVIII. Hapgood reconoció que, antes que éstos, todo lo que hubo fue la civilización mesopotámica, remontándose al menos 6.000 años; pero determinados detalles de los mapas, como el de la Antártida, le hacían preguntarse si no habrían precedido a los mesopotámicos.

Aunque la mayoría de los estudios sobre estos mapas se centran en sus rasgos atlánticos, los estudios de Hapgood y su equipo determinaron que el mapa de Piri Re'is representa también correctamente la cordillera andina; los ríos, incluido el Amazonas, que discurre a partir de aquéllas hacia el este; y la costa sudamericana del Pacífico, desde más o menos 4o sur hasta los 40° sur -es decir, desde Ecuador, pasando por Perú, hasta la mitad de Chile. Sorprendentemente, el equipo descubrió que «el dibujo de las montañas indica que se observaron desde el mar, navegando por la costa, y que no se imaginaron». Las costas se dibujaron con tal detalle que se llega a discernir la península de Paracas.

Stuart Piggott (Aux portes de l'histoire) fue uno de los primeros en observar que el trecho de la costa del Pacífico de América del Sur también aparecía en las copias europeas del Mapa del Mundo de Ptolomeo. Sin embargo, no se mostraba como un continente más allá del inmenso océano, sino como una Tierra Mítica, que se extendía desde el extremo sur de China, más allá de una península llamada Quersoneso de Oro, la Península de Oro, hacia el sur, hasta un continente que ahora llamamos Antártida.

Esta observación impulsó al notorio arqueólogo sudamericano D. E. Ibarra Grasso a poner en marcha un extenso estudio de mapas antiguos; publicó sus conclusiones en su obra La representación de América en mapas romanos de tiempos de Cristo. Al igual que otros investigadores, llegó a la conclusión de que los mapas europeos que llevaron a la Era de los Descubrimientos se basaban en el trabajo de Ptolomeo, que a su vez se basó en la cartografía y la geografía de Marino de Tiro y en informaciones aún más antiguas.

El estudio de Ibarra Grasso demuestra convincentemente que el contorno de la costa occidental de este «apéndice» llamado Tierra Mítica se adecua a la forma de la costa occidental de América del Sur que se introduce en el Pacífico. ¡Y ahí es donde las leyendas situaron siempre los desembarcos prehistóricos!

En las copias europeas de los mapas de Ptolomeo había un nombre que denominaba a un lugar en medio de aquella tierra mítica, Cattigara; Ibarra Grasso comentó que esto se encuentra «donde está situado Lambayeque, el principal centro metalúrgico de oro en todo el continente americano».

 

Nada sorprendentemente, se encuentra donde se fundó Chavín de Huantar, el prehistórico centro de procesamiento de oro, donde los olmecas africanos, los barbados semitas y los indoeuropeos se habían encontrado.

Figura 126
 

¿Acaso los casitas también estuvieron allí, o en la bahía de Paracas, más cerca de Tiahuanacu?


Los casitas han dejado un rico legado de artesanía metalúrgica que va del tercer al segundo milenio a.C. Entre sus objetos, hay numerosas piezas de oro, plata e, incluso, hierro; pero su metal preferido era el bronce, siendo los artífices de los «bronces de Luristan», renombrados entre los historiadores del arte y los arqueólogos. Los casitas decoraban con frecuencia sus objetos con imágenes de sus dioses (Fig. 126a) y de sus héroes legendarios, entre los cuales tenían como favorito el tema de Gilgamesh luchando con los leones (Fig. 126b).

Increíblemente, nos encontramos con los mismos temas y formas artísticas en los Andes. En un estudio titulado La religión en el antiguo Perú, Rebecca Carnon-Cachet de Girard ilustró a los dioses que los peruanos adoraban a partir de representaciones en vasijas de barro encontradas en las regiones costeras del centro y del norte; la similitud con los bronces casitas es asombrosa (Fig. 127a).

 

Se recordará que en Chavín de Huantar, donde las estatuas representaban tipologías hititas, vimos también representaciones de la escena de Gilgamesh con los leones. Quienquiera que llegara desde el Viejo Mundo para contar y representar este relato allí, también lo hizo en Tiahuanacu: ¡entre los objetos de bronce encontrados allí había una placa, como en el Luristán de los casitas, en donde se representaba claramente la misma escena de Oriente Próximo (Fig. 127b)!

Figura 127
 

En todos los pueblos de la antigüedad aparecen representaciones de «ángeles», los alados «dioses mensajeros» (los bíblicos MaVachim, literalmente «emisarios»); las de los hititas (Fig. 128a) se parecen mucho a los mensajeros alados que flanquean a la deidad principal de la Puerta del Sol (Fig. 128b).

 

Es significativo que, al reconstruir los acontecimientos de la América de la antigüedad, las características olmecas sustituyeran a las mesopotámicas en los paneles de dioses alados de Chavín de Huantar (Fig. 128c), donde creemos que se encontraron los reinos de los dioses de Teotihuacán y Tiahuanacu.

Figura 128
 

En Chavín de Huantar, la deidad indoeuropea era el Dios Toro, un animal mítico para los escultores de allí. Pero, aunque no había toros en Sudamérica hasta que los llevaron los españoles, los expertos se han quedado sorprendidos al descubrir que, en algunas comunidades indígenas cercanas a Puno, en el lago Titicaca, e incluso en Pucará (uno de los legendarios altos en la ruta de Viracocha desde el lago hasta Cuzco), se daba culto al toro en ceremonias que tuvieron su origen en tiempos prehispánicos (véase J. C. Spahni, «Lieux de cuite precolombiens», en Zeitschrift für Ethnologie, 1971).

 

En Tiahuanacu y en el sur de los Andes se representó a este dios armado con un rayo ahorquillado y sosteniendo una varita de metal -una imagen tallada en la piedra, representada en objetos de cerámica o en tejidos.

 

Es una combinación de símbolos bien conocidos en el Oriente Próximo de la antigüedad, donde al dios llamado Ramman («el atronador») por babilonios y asirios, Hadad («eco ondulante») por semitas occidentales y Teshub («soplador del viento») por hititas y casitas, se le representaba de pie sobre un toro, su animal de culto, sosteniendo la herramienta metálica en una mano y el rayo ahorquillado en la otra (Fig. 129a).

Figura 129
 

En Sumer, que es donde tuvieron su origen los panteones del Viejo Mundo, se le llamaba a este dios Adad o ISH.KUR («el de las montañas lejanas»), y se le representaba con la herramienta de metal y un rayo ahorquillado (Fig. 129b). Uno de sus epítetos era ZABAR DIB.BA -«el que obtiene y reparte el bronce»- una esclarecedora pista.

¿No sería el Rimac de las costas meridionales de Perú, el Viracocha del altiplano andino, cuya imagen, con la herramienta de metal y el rayo ahorquillado, aparecía por todas partes y cuyo símbolo del rayo está presente en muchos monumentos? Quizá incluso se le mostrara de pie sobre un toro en un grabado de piedra que encontraron Ribero y von Tschudi al sudoeste del lago Titicaca (Fig. 129c).

 

Los expertos que han estudiado el nombre de Viracocha en sus diversas variantes coinciden en que sus componentes significan «Señor/ Supremo» que de la/el «Lluvia/Tormenta/Rayo» es «Hacedor/Creador».

 

Un himno inca lo describe como el dios «que viene en el trueno y en las nubes tormentosas». Y ésta es, palabra por palabra, la forma en la que se loaba en Mesopotamia a esta deidad, el dios de las tormentas; y el disco dorado de Cuzco (Fig. 85b) representa a una deidad con el revelador símbolo del rayo ahorquillado.

Figura 130
 

En aquellos remotos días, Ishkur/Teshub/Viracocha puso su símbolo del rayo ahorquillado, para que todos lo vieran, desde el aire y desde el océano, en la ladera de una montaña de la Bahía de Paracas (Fig. 130), la misma bahía que el equipo de Hapgood identificara en el mapa de Piri Re'is; la bahía en la que, probablemente, anclaban los barcos que se llevaban el estaño y el bronce de Tiahuanacu hacia el Viejo Mundo.

 

Era un símbolo que decía, tanto a dioses como a hombres:

¡ÉSTE ES EL REINO DEL DIOS DE LA TORMENTA!

Pues, como se dice en el Libro de Job, sí que hubo una tierra de la que venían los lingotes, cuyas entrañas estaban agitadas como con fuego... Un lugar tan alto entre las montañas que,

«ni siquiera el buitre conoce el camino, ni el ojo del halcón lo discierne».

Era allí donde el dios que proporcionaba los metales vitales ponía,

«su mano sobre el granito... derrumba de raíz las montañas... abre galerías a través de las rocas».

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