II. ACORDES PREMONITORIOS

Comenzó por la mañana al despertarme. Antes de despertar
tuve un sueño en el que oía el batir de un tambor, tocando
una marcha que venia desde los primeros chamanes de
Neanderthal, pasando por los visionarios de los Vedas y
todos los patriarcas. Daba la sensación de que nadie
iba a poder pararla.
MICHEL MURPHY

Jacob Atabet

El surgimiento de la Conspiración de Acuario en este fin del siglo veinte hunde sus raíces en los mitos y metáforas, en las profecías y la poesía de tiempos pasados. A lo largo de la historia hubo individuos aislados aquí y allá, o pequeños grupos en la zona fronteriza de la ciencia y la religión, que, basados en sus propias experiencias, creían que algún día los hombres podrían trascender la estrechez de la conciencia «normal», y llegar así a extirpar toda brutalidad y alienación de la condición humana. De vez en cuando aparecía el presentimiento de que una minoría de individuos podría algún día constituirse en levadura suficiente para hacer fermentar a la sociedad entera. Sirviendo como de imán cultural, serían capaces de implantar un orden en torno a sí, y transformar así a la totalidad.


La idea central permanecía constante: la humanidad sólo podría regenerarse a sí misma a través de un cambio de mente, pero el operar ese cambio estaba dentro de sus posibilidades naturales. Estos pocos individuos arriesgados han jugado el papel de radares en la historia de la humanidad, algo así como un Sistema preventivo de Alarma a Distancia para el planeta. Como veremos, algunos de ellos expresaron sus intuiciones en una vena romántica, Otros a través de conceptos intelectuales, pero todos apuntaban a la necesidad de ensanchar la visión. «Abrid los ojos, venían a decir, hay más.»

 

Hay más profundidad, más altura, más dimensiones, más perspectivas, más opciones de lo que habíamos imaginado. Celebrando la libertad encontrada al ensanchar el propio contexto, ponían en guardia frente a los peligros de ceguera anejos a la visión dominante. Mucho antes de ser alcanzados por la guerra total, el estrés ecológico y la crisis nuclear, ellos ya temían por el futuro de una humanidad desprovista de perspectiva.


Por más que se movieran en un contexto que trascendía las ideas dominantes en su tiempo, fueron pocos los contemporáneos que les siguieron. Las más de las veces quedaron incomprendidos, solitarios, o sufrieron incluso el ostracismo. Antes de este siglo, con las facilidades de rápida comunicación que trajo consigo, era poco probable que estos individuos, diseminados aquí y allá, entrasen en contacto. Sus ideas, sin embargo, han servido de combustible para las generaciones siguientes.


Quienes habían presentido la transformación creían que las generaciones futuras podrían detectar las leyes y fuerzas invisibles que nos rodean: las redes vitales de relaciones, la vinculación existente entre todos los aspectos de la vida y del conocimiento, el entrelazamiento recíproco de las gentes, los ritmos y armonías del universo, las conexiones que convierten las partes en todos, las pautas interpretativas del inmenso entramado del mundo. La humanidad, decían, sería capaz de reconocer los velos sutiles que limitan su visión, y podría tomar conciencia de la pantalla que supone la costumbre, de las prisiones del lenguaje y de la cultura, y de los límites de las circunstancias.


Los temas relacionados con la transformación fueron emergiendo con fuerza y claridad crecientes a lo largo del tiempo, y la mayor facilidad de comunicación les fue dando aún mayor empuje. Al principio, las tradiciones se transmitían en círculos intimistas de alquimistas, gnósticos, cabalistas y herméticos. Con la invención de los caracteres móviles a mediados del siglo quince, se convirtieron en una especie de secreto abierto, pero siguieron siendo accesibles tan sólo a los pocos que contaban con las letras suficientes, y sufrieron a menudo la censura de la Iglesia o del Estado.


Entre esas audaces voces aisladas, se cuentan Meister Eckart, teólogo y místico alemán del siglo catorce; Giovanni Pico della Mirándola en el siglo quince; Jacob Boehme, otro alemán, en los siglos dieciséis y diecisiete; y Emanuel Swedenborg, en los siglos diecisiete y dieciocho. Somos espiritualmente libres, decían, gestores de nuestra propia evolución. El ser humano puede elegir, y despertar a su verdadera naturaleza. Explotando al máximo sus recursos interiores, puede alcanzar una nueva dimensión del espíritu; es capaz de ver más.


«Yo no veo con mi ojo, sino a través de él», decía el poeta y artista del grabado William Blake, que vivió a fines del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve. Según él, el enemigo de la visión global era el divorcio entre nuestra imaginación y nuestra capacidad de razonar, «que se contrae como el acero». Siempre andamos con esa mente a medias, haciendo leyes y juicios morales, atufando la espontaneidad, el sentimiento y el arte. Para Blake, su propia época, caracterizada por el miedo, el conformismo, la envidia, el cinismo y el culto a la máquina se erigía en acusadora de sí misma. Con todo, esa fuerza oscura era solamente un «espectro», un espíritu de cuyo acoso podían liberarse las mentes mediante un exorcismo.

«No cejaré en esta batalla mental, juraba, hasta haber construido una Jerusalén en las dulces y verdes tierras inglesas.»

Blake, como los últimos místicos, consideraba las revoluciones francesa y norteamericana sólo como un primer paso en pos de la liberación mundial no sólo política, sino también espiritual.


En 1836, nueve años después de la muerte de Blake, un puñado de intelectuales norteamericanos, con ocasión de celebrarse en Harvard el bicentenario de la nación, descubrieron su mutua pasión e interés por las nuevas tendencias filosóficas, y formaron el núcleo de lo que históricamente se conoce como movimiento transcendentalista norteamericano.
Los transcendentalistas, entre los que figuraban Ralph Waldo Emerson, Henry Thoreau, Bronson Alcott y Margaret Fuller, junto a otros mucho, se rebelaron contra el intelectualismo aparentemente muerto y desecado de la época. Algo faltaba: una dimensión invisible de la realidad, que ellos a veces llamaban la Superalma.

 

En busca de entendimiento, acudieron a beber a fuentes muy diversas: experiencia personal, intuición, la noción de Luz Interior de los cuáqueros, el Bhagavad Gita, los filósofos románticos alemanes, el historiador Thomas Carlyle, el poeta Samuel Coleridge, Swedenborg, y los escritores metafísicos ingleses del siglo diecisiete. Para ellos, intuición equivalía a «razón trascendental». Llegaron a anticiparse a investigaciones sobre la conciencia realizadas en nuestro tiempo, al proclamar que el otro modo de conocer del cerebro no es una alternativa al modo normal de razonar, sino una especie de lógica trascendente, demasiado rápida y compleja como para que podamos seguir su trayectoria con el modo de razonamiento lineal propio de la conciencia ordinaria.


Lo mismo que Boehme influyó a Swedenborg, quien a su vez influyó a Blake, así estos tres autores influyeron a los transcendentalistas; éstos, a su vez, dejaron su huella en la literatura, la educación, la política y la economía de las generaciones siguientes, y ejercieron su influjo sobre Nathaniel Hawthorne, Emily Dickinson, Herman Melville, Walt Whitman, John Dewey, los fundadores del partido laborista británico, Gandhi y Martin Luther King.


A fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte el industrialismo estaba en plena floración. Una extensa transformación social en base a un cambio en los corazones podía parecer aún un sueño muy distante, pero Edward Carpenter predecía en Inglaterra que llegaría un día en que tradiciones acuñadas a lo largo de siglos perderían su forma y su contorno, como hielo que se derrite en el agua. Lentamente habrían de formarse redes interconectadas de individuos, círculos cada vez más amplios que, en un movimiento de encuentro y de solapamiento mutuo, acabarían cerrándose en torno a un nuevo centro de la humanidad, «o mejor, en torno al único centro, viejo como el mundo, revelado ahora una vez más».

 

Esta última forma de conexión formaría como los ligamentos y los nervios de un cuerpo yaciente en el interior del cuerpo externo de la sociedad. Esas redes se moverían en dirección al sueño fugitivo de «una sociedad libre y acabada». Carpenter añadía que las intuiciones presentes en las religiones orientales podrían ser la semilla de ese gran cambio, capaz de ensanchar los horizontes de la visión occidental de la realidad.


Richard Bucke, físico canadiense, describía en 1901, en su libro Cosmic Conciousness, la experiencia electrizante que supuso para él el tomar conciencia de ser uno con toda la vida. Según decía, era creciente el número de personas que experimentaban estados de conciencia semejantes: que pisan donde pisan los demás y respiran su mismo aire, pero que al mismo tiempo andan por otras tierras y respiran otros aires de los que sabemos poco.

«Esta nueva raza está naciendo entre nosotros, y en un futuro próximo ocupará y poseerá la tierra entera».

En 1902 William James, el famoso psicólogo norteamericano, redefinía la religión, no ya como dogma sino como experiencia, como el descubrimiento de un contexto nuevo, de un orden invisible, gracias al cual el individuo puede alcanzar la armonía. La conciencia ordinaria actúa de filtro, dejando fuera toda conciencia de esa dimensión misteriosa y ensanchada; no obstante, antes de negar su existencia, más vale ser cauto, so pena de «encerrarnos en un concepto prematuramente restringido de la realidad». Según James, los seres humanos son las únicas criaturas de la tierra capaces de alterar su propia configuración.

«Sólo el hombre es arquitecto de su destino. La mayor revolución de nuestra generación es que los seres humanos, cambiando la actitud interior de su mente, pueden cambiar los aspectos exteriores de sus vidas».

Poco a poco, los pensadores occidentales iban atacando a los cimientos mismos del pensamiento occidental. Éramos ingenuos al esperar que la ciencia mecanicista pudiera llegar a explicar los misterios de la vida. Esos portavoces de una visión más amplia del mundo señalaban cómo nuestras instituciones estaban violando la naturaleza, cómo nuestra educación y nuestra filosofía habían dejado de valorar el arte, los sentimientos, la intuición.


En los años veinte, Jan Christian Smuts, el general bóer que fue dos veces primer ministro de Sudáfrica, formuló una brillante concepción que anticipaba muchos de los hallazgos científicos de este final de nuestro siglo. En su obra Holismo y Evolución, Smuts llamaba la atención sobre un invisible aunque poderoso principio organizador inherente a la naturaleza. A menos que aprendamos a considerar a la totalidad, y apreciemos la tendencia de la naturaleza hacia formas de organización cada vez más elevadas, no seremos capaces de encontrar un sentido a los descubrimientos científicos que están teniendo lugar entre nosotros de forma acelerada. Según Smuts, hay un principio totalizador en la misma mente. Y también la mente, al igual que la materia, evoluciona hacia niveles cada vez más elevados. La mente, decía, es inherente a la materia. Smuts estaba en realidad describiendo un universo en proceso de hacerse más y más consciente cada vez.


La idea del desarrollo de los poderes de la mente se ha extendido también al campo de la literatura. En las obras de ficción de Hermann Hesse aparecen con frecuencia seres humanos «nuevos», dotados de una sensibilidad particularmente profunda. En una novela suya enormemente popular, Demian (1925), Hesse describía una comunidad de hombres y mujeres que habían descubierto las facultades paranormales y un lazo invisible que los vinculaba entre sí.

«No estábamos separados de la mayoría de los hombres por una frontera, narraba, sino simplemente por una forma distinta de visión.»

Estos seres eran prototípicos de una forma de vida diferente.


En 1927, Nikos Kazantzakis, el gran novelista griego, entrevió una unión de tales individuos: de quienes podrían crear un solo cerebro y un solo corazón para la tierra, y «dar un significado humano al sobrehumano combate», camaradas a quienes podría hacer una señal «a modo de consigna, como hacen los conspiradores». Kazantzakis creía que lo que llamamos Dios es el impulso evolutivo de la conciencia en el universo. «La nueva tierra sólo existe en el corazón del hombre.»


En The open conspiracy: Blueprints for a world revolution (1928), el historiador y novelista H. O. Wells anunciaba que los tiempos estaban prácticamente maduros para la fusión de grupos pequeños en una red flexible capaz de incubar un cambio total.

«Nuestro mundo está preñado de promesas de cosas mayores», decía Wells en cierta ocasión, «y vendrá el día, un día más en la sucesión inacabable de los días, en que los seres que ahora están latentes en nuestras entrañas se levantarán sobre esta tierra, como quien se empina sobre un escabel, y tocarán las estrellas».

El psicoanalista suizo Carl Jung llamaba la atención sobre una dimensión trascendente de la conciencia generalmente ignorada en occidente: la unión del intelecto con la mente intuitiva capaz de desvelar los patrones de la realidad. Jung introducía, como contexto aún más amplio, la idea del inconsciente colectivo: una dimensión simbólica universal, especie de memoria racial o almacén de conocimientos común a toda la especie. Jung hablaba a este respecto del «daimon» que empuja a todo indagador de la realidad hacia la búsqueda de la totalidad.


En 1929, Alfred North Whitehead, filósofo y matemático, publicaba Process and Reality, libro que describía la realidad, más que como algo tangible «ahí fuera», como un flujo que tiene la mente por contexto. Whitehead intentaba articular de forma coherente principios de la naturaleza que fueron descubiertos formalmente en investigaciones llevadas a cabo en generaciones posteriores.


Tras una visita a los Estados Unidos en 1931, Pierre Teilhard de Chardin1 se embarcaba en la bahía de San Francisco de vuelta a China. Durante la travesía, el paleontólogo jesuita esbozó en sus líneas generales un ensayo, «El espíritu de la Tierra», inspirado en su creciente convicción de que individuos de todas las capas sociales de la sociedad norteamericana estaban tramando una conspiración en un supremo esfuerzo por «elevar a un nuevo nivel el edificio de la vida». De vuelta en Pekín, daba a conocer su tesis central: la mente ha ido atravesando reorganizaciones sucesivas a lo largo de la historia de la evolución hasta alcanzar un punto crucial, el descubrimiento de su propia evolución. Esta nueva conciencia, la de una mente en evolución que reconoce su propio proceso evolutivo, «es la futura historia natural del mundo».

 

Finalmente acabará por convertirse en colectiva, envolviendo a todo el planeta y cristalizando en una iluminación a nivel de especie, a lo que dio el nombre de «punto Omega». Algunos individuos, vinculados entre sí por una atracción común hacia una visión trascendente del futuro, parecían estar actuando como punta de lanza en la «tarea familiar» de conducir a toda la humanidad hacia esa conciencia más amplia. «El único camino de salida va en la dirección de una pasión compartida, de una conspiración». Y, como decía a un amigo, nada en el mundo podrá resistir «el ardor acumulativo de un alma colectiva», de un número suficiente de personas transformadas que aúnen sus esfuerzos.


Aunque muchos se resistan a admitir la idea de que la mente evoluciona, decía, finalmente acabará por ser aceptada.

«Basta que la verdad haya sido vista una vez, aunque sólo sea por una única mente individual, para que acabe por imponerse a la totalidad de la conciencia humana.»

Todas las ciencias estaban aportando pruebas que evidenciaban ese irrefrenable avance evolutivo, decía también, y sólo los ciegos podían negarse a ver esta realidad.

«La evolución es una condición, ante la que todas las teorías deben inclinarse, una curva a la que todas las líneas deben ajustarse.»

Nadie que deje de lado ese avance de la evolución puede pretender llamarse moderno, decía. Para nuestros descendientes, esta idea resultará tan familiar e instintiva, como lo es para un niño la tercera dimensión del espacio.


En Vida de Teilhard, El fenómeno humano sólo llegó a circular de forma privada, porque la Iglesia le prohibió publicarlo. En este libro Teilhard advertía que el despertar de la mente a la concepción evolucionista podía acarrear sentimientos de miedo y desorientación. Necesita crear un nuevo equilibrio para todo cuanto antes estaba colocado y ordenado en su mundo interior.

«La mente se deslumbra cuando asoma fuera de su oscura prisión.»

Hay hoy día una evidencia incontrovertible de que hemos entrado en el más importante período de cambio que ha conocido nunca el mundo, decía.

«Los males que estamos padeciendo arrancaban de los fundamentos mismos del pensamiento humano. Pero hoy está ocurriendo algo en toda la estructura de la conciencia humana. Está comenzando un nuevo y fresco modo de vivir.»

Nosotros somos hijos de la transición, aún no plenamente conscientes de los nuevos poderes a los que se ha soltado las riendas. «En el futuro nos espera no una mera supervivencia, sino una supervida.»


El historiador Arnold Toynbee decía en 1935 que una minoría creativa, «que se está volviendo hacia el mundo interior de la psique», podría hacer entrever a nuestra atribulada civilización una nueva forma de vida. También preveía que el desarrollo más significativo de la época provendría del influjo que habría de tener en occidente la perspectiva espiritual del oriente.
 

A finales de los años treinta, un conde polaco, Alfred Korzybski, ponía de relieve todavía otro aspecto de la conciencia: el lenguaje. El lenguaje moldea al pensamiento, afirmaba al exponer los principios generales de la semántica. Confundimos lenguaje y realidad, creándonos con ello falsas certidumbres. Por medio de las palabras, intentamos aislar las cosas unas de otras, siendo así que ellas sólo pueden existir en la continuidad. Nuestro fallo está en no ver que todo es proceso, cambio, movimiento. Si queremos experimentar la realidad, decían Korzybski y sus seguidores, debemos reconocer antes los limites del lenguaje.


En unos ensayos que publicó en vísperas de la segunda guerra mundial con el nombre de The Wisdom of the Heart (La sabiduría del corazón), Henry Miller advertía de la dificultad de expresar las nuevas realidades dentro de los límites del lenguaje:

"Existe hoy día por todas partes un gran número de espíritus que se dicen modernos, y que son todo menos eso. Están completamente desconectados de la onda de estos tiempos, y sin embargo reflejan esta época más auténticamente que quienes se dejan nadar a favor de la corriente. En el corazón mismo del espíritu moderno hay un cisma. El cascarón se está abriendo, los cromosomas se están partiendo tratando de formar nuevos patrones de vida. Aquellos de nosotros que parecen estar más ajenos a lo que......., son quienes están avanzando hacia la creación de esa vida que está aún en embrión. Quienes nos sentimos afectados no somos, en cambio, capaces de aclaramos.


Esta es la era en que han de cumplirse las visiones apocalípticas. Nos encontrarnos al borde de una nueva vida, estamos asomándonos a unos nuevos dominios. ¿En qué lenguaje podremos describir cosas que todavía no tienen asignados nuevos nombres? ¿Cómo hablar de sus relaciones? No podemos por menos que divinizar la naturaleza de cuanto nos atrae, esas fuerzas a las que gustosamente prestamos obediencia..."

Todavía en los primeros días de la guerra, el filósofo Martín Buber afirmaba sentir un hambre creciente de cercanía.

«Veo levantarse en el horizonte, con la lentitud propia de los acontecimientos de la auténtica historia humana, una enorme insatisfacción, distinta a todas las insatisfacciones anteriores.»

Los hombres no van a rebelarse meramente contra este o aquel opresor, sino contra todo intento de enmascarar la gran nostalgia, «el afán por lo comunitario».


En una carta fechada en 1940, Aldous Huxley decía que, aunque por el momento se sentía profundamente pesimista sobre la humanidad en su conjunto, sentía en cambio,

«un profundo optimismo en relación con determinados individuos y grupos de individuos que están viviendo marginalmente con respecto a la sociedad».

Este autor británico, residente en Los Angeles, era el eje de una especie de pre-conspiración de Acuario, formada por una red internacional de intelectuales, artistas y científicos interesados en las nociones de trascendencia y de transformación.

 

Cada uno por su parte esparcía las nuevas ideas, a la vez que mutuamente se apoyaban unos a otros en su esfuerzo, sin dejar de preguntarse si todo ello iba a servir alguna vez de algo. Muchos de los focos de interés cultivados por Huxley eran tan avanzados para su época, que sólo en la década siguiente a su muerte alcanzaron el nivel de atención que les correspondía. Entre otras cosas, propugnó la investigación de la conciencia, la descentralización política y económica, la curación por medios paranormales, el uso de los estados alterados de conciencia, el reentrenamiento de la percepción visual y la acupuntura, cuando todas estas ideas eran consideradas herejías.


Fue también uno de los primeros en apoyar a Ludwig von Bertalanffy, un biólogo alemán autor de una teoría sobre el contexto, a la que denominó primeramente perspectivismo, y que más tarde fue conocida como Teoría General de Sistemas. Esta teoría, cuyo influjo no ha dejado de crecer de forma continuada en disciplinas muy diversas, considera que todo cuanto existe en la naturaleza, incluyendo el comportamiento humano, está interconectado. Según la Teoría General de Sistemas, nada puede ser comprendido aisladamente, sino que debe ser considerado como parte de un sistema.


En la época de relanzamiento de la actividad económica de la postguerra, había quienes sentían que se estaba aproximando un trastrocamiento general, un despertar a los acondicionamientos que estaban pesando sobre la cultura. El sociólogo David Riesman, incluso cuando describía el conformismo y la alienación de la sociedad en su libro The Lonely crowd (La muchedumbre solitaria), sugería la posibilidad de ruptura de esa misma situación.

«Muchas corrientes de cambio presentes en América escapan a las informaciones de los reporteros de esta nación, que es por otra parte el país mejor informado del mundo... América no es solamente grande y rica. América es también misteriosa, y su capacidad para ocultar humorística o irónicamente sus intereses sólo resulta comparable a la de la legendaria, inescrutable China.»

El libro de Riesman y otros semejantes alertaron una nueva toma de conciencia de las prisiones anejas al conformismo. Ponían en cuestión ocultas convicciones y llamaban la atención sobre diversas contradicciones inherentes: era el primer paso en el proceso de ruptura del viejo paradigma.


A mediados de los años cincuenta, el psicoanalista Robert Lindner desencadenó una controversia con su profética advertencia acerca de la inminencia de un «motín de los jóvenes»:

"Los hemos alimentado con nuestros miedos e inseguridades. Les hemos traspasado arteramente nuestros propios fallos y equivocaciones. Ellos son quienes están expresando, en lugar nuestro, la rabia contenida, la tensión y la terrible frustración del mundo en que han nacido... Están aprisionados por las vacilaciones y las desilusiones de sus predecesores, y, como todos los prisioneros, esconden en su corazón un ansia de motín."

Must we conform? (¿Debemos conformarnos?), rezaba el título de un libro que escribió en 1956.

« ¡La respuesta es rotundamente No! No, no sólo porque en el fondo somos criaturas que no podemos..., sino no, porque aquí y ahora tenemos la alternativa de una nueva forma de vida. Es el camino de la rebelión activa, el sendero de la protesta creativa.»

Según Lindner, la clave estaba en un ensanchamiento de la conciencia, en el reconocimiento de hasta qué punto estamos paralizados por miedos y motivaciones inconscientes.

«Estoy profundamente convencido de que puede invertirse el sentido de la marea.»

El eminente psicólogo Gardner Murphy predecía allá por los años cincuenta que la creciente curiosidad científica por la conciencia iba a conducir a «nuevos campos de experiencia». Cuanto más juguemos con «el otro lado de la mente», cuanto más explotemos esas dotes que ninguna cultura ha llegado a explotar nunca del todo, tanto menos probable resulta que puedan mantenerse en pie nuestras viejas concepciones, ni siquiera las ideas de Darwin y de Freud. Nuevas ideas, radicalmente diferentes, deben emerger, decía Murphy, «y lucharemos frenéticamente contra ellas, claro está».


Nuevas ideas..., nueva gente. C. S. Lewis, novelista y ensayista, describía lo que le parecía ser una especie de sociedad secreta de nuevos hombres y mujeres, «esparcidos aquí y allá por toda la tierra». Se puede aprender a reconocerlos, decía, y desde luego ellos se reconocen entre sí.


En El retorno de los brujos, best-seller publicado en Francia en 1960, Louis Pauwels y Jacques Bergier describían la «conspiración abierta» formada por individuos inteligentes transformados por sus propios descubrimientos interiores. Según Pauwels y Bergier, los miembros de esta red podrían estarse erigiendo en dispensadores contemporáneos de una larga cadena de conocimientos esotéricos. ¿Salían ahora a la superficie por vez primera del seno de la tradición de los alquimistas y los rosacruces?


Tal vez algunos estaban comenzando a encontrar aquello por lo que muchos antes habían suspirado. J. B. Priestley, al concluir su monumental Literature and Western Man (1960), admitía un hambre muy extendido de deseo de completarse. La cultura occidental, en medio de su esquizofrenia, anda buscando desesperadamente su propio centro, un equilibrio entre la vida interior y la exterior.

«El mundo interior de toda esta época... está tratando de encontrar compensación a los fallos de conciencia cometidos, está tratando de restaurar el equilibrio destruido por la propia unilateralidad, está intentando reconciliar los opuestos que se miran enfrentados.»

Sólo la religión puede llevar sobre sus hombros la carga del futuro, decía, pero no la religión de las iglesias, sino la dimensión espiritual que va más allá de costumbres y políticas.


Incluso si nos parece que el tiempo de nuestra civilización está yéndose rápidamente, como azúcar que se escapa de una bolsa rota, tenemos que esperar. Pero mientras seguimos esperando, podemos intentar sentir y pensar como si nuestra sociedad estuviera ya siendo sostenida por la religión... como si estuviéramos encontrando el camino de vuelta a casa en el universo. Podemos dejar de seguir desheredándonos a nosotros mismos... Podemos lanzar un desafío a todo el proceso deshumanizador y despersonalizador que está privando a la vida humana de su riqueza simbólica y de su dimensión profunda, y está induciendo en ella una anestesia que exige rodearse de violencia o de horrores y crueldades para poder sentir algo en absoluto.


En vez de pretender mirar la otra cara de la luna, demasiado lejana de nosotros, podemos intentar conocer la otra cara de nuestra propia mente.

Precisamente este tipo de comportamiento «como si» podría ir indicándonos el camino de vuelta a casa, podría revelarse como un paso en el camino que conduce a la salud, a la justicia, al orden y a un verdadero sentir comunitario.

«Y sólo con que declaremos qué es lo que no funciona en nosotros, cuáles son nuestras necesidades profundas, quizá también con ello empiecen a desaparecer gradualmente la muerte y la desesperación...»

En su última novela, La isla (1963), Huxley retrataba una sociedad semejante, en la que la salud se apoyaba en los poderes de la mente, «familias» extensas ofrecían consejo y acogida, el aprendizaje estaba basado en hacer e imaginar, y el comercio se imponía a sí mismo la ecología como límite. Para inculcar la imperiosa necesidad de mantenerse atentos, pájaros amaestrados volaban de acá para allá gritando « ¡Atención! ¡Atención!».

 

La mayoría de los críticos enjuiciaron La isla como si se tratara de una burla, con menos éxito que la oscura visión que Huxley nos legó en su Brave New World (Un mundo feliz). Pero Huxley no estaba sólo describiendo un mundo que juzgaba posible, sino que de hecho reproducía en él una serie de prácticas que se sabe que existen en culturas contemporáneas. Con palabras del doctor MacPhail en La isla, se trata de:

"Hacer el mejor de ambos mundos, el oriental y el europeo, el antiguo y el moderno, ¿qué estoy diciendo?: hacer el mejor de todos los mundos, de los mundos ya realizados en las diversas culturas, y, más allá de ellos, de los mundos con potencialidades inconcebibles todavía."

Realmente, en esa época estaba creciendo el mutuo impacto entre diversas culturas. En su libro Understanding Media (1964), llamado a ejercer un enorme influjo, Marshall McLuhan describía el mundo que se estaba aproximando como un «pueblo global», unificado por la tecnología de las comunicaciones y la rápida diseminación de la información. Este mundo electrificado, capaz de enlaces instantáneos en todas direcciones, no presentaría semejanza alguna con los miles de años de historia que le habían precedido. En esta era nos hemos hecho conscientes de lo inconsciente, señalaba McLuhan.

 

Aunque la mayoría de nosotros seguimos pensando de acuerdo con los antiguos patrones fragmentarios de una época de lentitud, los nuevos enlaces electrónicos nos aproximan mutuamente de una forma «mítica e integral». McLuhan veía el cambio que se avecindaba un número creciente de individuos aspirando a la totalidad, a la empatía, a un modo más profundo de ser conscientes, rebelándose contra los patrones establecidos, deseando la apertura de la gente. Y vamos a ser remodelados, decía, por la avalancha de nuevos conocimientos.

"La perspectiva inmediata para el hombre fragmentado de occidente, al tropezarse con la implosión eléctrica dentro de su propia cultura, es su transformación firme y rápida en una persona compleja... emocionalmente consciente de su total interdependencia con el resto de la sociedad humana...


¿Acaso no podría esta traducción actual de todas nuestras vidas a la forma espiritual de la información, hacer de todo el globo y de la familia humana una única conciencia?"

En la presentación de «World Perspectives», una serie de libros publicados por Harper & Row a comienzos de los años sesenta, Ruth Ananda Ashen hablaba de una «nueva conciencia» capaz de levantar a la humanidad por encima del miedo y el aislamiento2. Ahora que podemos comprender la evolución misma, es cuando estamos realmente afrontando el cambio fundamental. Contamos ahora en todas partes con

«una contra fuerza opuesta a la cultura de masas... con un nuevo, aunque a veces imperceptible, sentido espiritual de convergencia en pos de la unidad humana y mundial».

Esta nueva serie de libros fue planeada para promover «un renacimiento de la esperanza», para ayudarnos a captar lo que había escapado a nuestra mente en el pasado. Tras descubrir su propia naturaleza, se abren al hombre nuevas opciones, «ya que es la única criatura capaz de decir "sí" o "no" a la vida».


Progresivamente, a medida que un número creciente de pensadores influyentes iba considerando las posibilidades existentes, la visión transformativa se iba haciendo más creíble.


El psicólogo Abraham Maslow postulaba la existencia en el hombre de un instinto innato que va más allá de la simple supervivencia o de las necesidades afectivas, y se traduce por una sed de significación y de trascendencia. Su concepto de «autorrealización» consiguió en poco tiempo una extensión y aceptación general.

«Cada vez resulta más claro, escribía Maslow, que se está gestando una revolución filosófica. Está desarrollándose rápidamente un sistema globalizador, como un árbol que estuviese comenzando a dar fruto en todas sus ramas al mismo tiempo.»

Maslow hablaba de un grupo de individuos, «vanguardia scout de la raza», que sobrepasaban con mucho los criterios tradicionales de lo que se entiende por salud psicológica, y a los que gustaba aplicar el nombre de «trascendentes».

 

Confeccionó una lista de unos trescientos individuos y grupos de individuos inteligentes y creativos, cuyas vidas habían sido marcadas por una frecuente repetición de «experiencias cumbre» (término acuñado por él). Una «red eupsíquica», como él la llamaba, literalmente «de alma buena». Según decía, los trascendentes sentían una irresistible atracción mutua en una habitación donde hubiera más de cien personas, y sólo dos o tres de ellos, serían capaces de reconocerse entre si rápidamente, lo mismo pueden ser hombres de negocios o ingenieros, que políticos, sacerdotes o poetas.


En Inglaterra, Colin Wilson, en un añadido a su famoso estudio sobre la alienación, The Outsider, llamaba la atención en 1967 sobre la encrucijada crítica que Maslow y otros estaban desvelando calladamente en los Estados Unidos: la posibilidad de una metamorfosis humana, en un mundo abierto a la creatividad y a la experiencia mística.


Ninguna analogía, ni siquiera la de una metamorfosis, resulta adecuada para expresar el carácter repentino y lo radical de la transformación que nos espera, decía John Platt, físico de la Universidad de Michigan. Sólo algunos soñadores como Wells y Teilhard han podido ver de antemano «la enorme oleada de reestructuración y unificación que supone y el futuro que va a traer consigo. Es un salto cuántico, un nuevo estado de la materia».

 

Y esta transformación va a tener lugar en el espacio de una o dos generaciones, decía Platt.

«Puede que estemos asistiendo al cambio más rápido en toda la evolución de la raza humana..., una especie de choque frontal cultural.»

En 1967, la conocida futuróloga Barbara Marx Hubbard, movida por la visión de Teilhard relativa a la evolución de la conciencia humana, invitó a un millar de personas de todo el mundo, entre los que se incluía el grupo de Maslow, para intentar formar un «frente humano» con todos aquellos que compartían una misma fe en la posibilidad de una conciencia trascendente. Cientos de estas personas aceptaron la convocatoria, entre ellos Lewis Mumford y Thomas Merton. Como resultado surgió una revista, y más tarde una organización fluida típica, el Comité para el Futuro.


Erich Fromm, en La revolución de la esperanza (1968), preveía un «nuevo frente», un movimiento que combinaría el deseo de un profundo cambio social con una nueva perspectiva espiritual; su objetivo sería la humanización del mundo tecnológico. Este movimiento, que podría surgir en menos de veinte años, sería no-violento. Entre sus miembros se contarían norteamericanos deseosos ya de un nuevo estilo directivo, jóvenes y viejos, conservadores y radicales, pertenecientes a todas las clases sociales. «La clase media ha empezado a escuchar y está siendo movilizada», decía Fromm.

 

Ni el Estado, ni los partidos políticos, ni la religión podrían ofrecer suficiente abrigo, intelectual ni espiritual, a este movimiento. Las instituciones resultaban demasiado burocráticas, demasiado impersonales. La clave del éxito del movimiento residiría en que aquél estaría personificado en las vidas de sus miembros más comprometidos, quienes trabajarían en pequeños grupos en su propia transformación personal, apoyándose unos a otros,

«mostrando al mundo la fuerza y la alegría de gentes que, sin ser fanáticos, tienen profundas convicciones, que son amorosos, sin caer en sentimentalismos..., imaginativos pero no irreales..., disciplinados, pero no sumisos».

Estas gentes construirían su propio mundo en medio mismo de la alienación del contexto social contemporáneo. Practicarían seguramente técnicas de meditación y otros estados reflejos de conciencia, para tratar de hacerse más abiertos, menos egocéntricos y más responsables. Y sustituirían antiguas, estrechas lealtades con un interés e implicación más amplio, crítico y amoroso. Su estilo de consumo estaría «al servicio de las necesidades vitales, no al servicio de las necesidades de los productores».


Las banderas comenzaban a alzarse.


Carl Rogers hablaba del Hombre emergente; Lewis Mumford, de la nueva persona, una era «que haría parecer al Renacimiento como un parto tranquilo, en comparación». Jonas Salk afirmaba que la humanidad estaba entrando en una nueva época. La evolución, decía, favorece,

«la supervivencia de los más sabios... ¿Quiénes son éstos? ¿Qué deben hacer? ¿Cómo pueden descubrirse a sí mismos y a aquellos con quienes pueden trabajar?».

El pedagogo John Holt invocaba la necesidad de «una nueva especie, radicalmente nueva, de ser humano». El filósofo Lancelot Law White urgía la necesidad de formar una red:

«Quienes hemos sentido ya la intimación de esta actitud emergente tenemos que hacernos conscientes de nuestra existencia..., tenemos que reclutar aliados siempre que se presente la oportunidad».

La única posibilidad que queda abierta a nuestro tiempo, decía en 1968 Joseph Campbell, conocido especialista en mitología, es,

«la libre asociación de hombres y mujeres que tengan un espíritu afín..., no ya un puñado, sino mil, diez mil héroes, que puedan crear una imagen futura de lo que puede ser la humanidad».

En 1969, el famoso comentarista político francés Jean-Francis Revel predecía que los Estados Unidos estaban a punto de experimentar «la segunda gran revolución mundial», una conmoción que vendría a completar la primera revolución, la de la implantación de la democracia en occidente. En Without Marx or Jesus (Sin Marx ni Jesús), preveía el surgimiento de un homo novus, de un nuevo ser humano. Revel pensaba que la corriente subterránea latente en el resurgir de los intereses espirituales en los Estados Unidos, y evidente en el interés febril por las religiones orientales, presagiaba cambios profundos en el único país del planeta lo suficientemente libre como para llevar a cabo una revolución no sangrienta.

 

Revel veía la segunda revolución que se aproximaba, como el surgimiento de unos nuevos cauces en medio del caos de movimientos sociales, nuevos modos y modas, protestas y violencia que caracterizaron a los años sesenta. De hecho muchos de los activistas de estos años habían comenzado a mirar hacia su propio interior, dirección que sus propios camaradas de la izquierda convencional juzgaban herética. Pero ellos afirmaban que no podían aspirar a cambiar la sociedad hasta haber cambiado ellos mismos.

 

Irvin Thomas, uno de los activistas sociales de los años sesenta recordaba más tarde:

"En el camino hacia la revolución sucedió algo curioso. Allí estábamos nosotros, rompiéndonos el pecho por conseguir un cambio en la sociedad, cuando comenzó a abrirse paso lentamente en nosotros la convicción que la lucha político-social de amplios vuelos que estábamos acometiendo era sólo un alistamiento parcial en las filas de una revolución de la conciencia, una revolución tan amplia que nos resultaba difícil enfocarla dentro del contexto de nuestra realidad."

Y Michael Rossman, uno de los líderes del Berkeley Free Speech Movement (Movimiento de Berkeley en favor de la Libre Expresión), y otros líderes de los rebeldes universitarios, supuestamente rayados en la locura, hablaban en tono menor de algo que curiosamente les estaba sucediendo. A lo largo de su pugna en favor del cambio, habían comenzado a experimentar,

«aquello que asusta de las opciones y las posibilidades reales... Teníamos la sensación de que, de algún modo, la superficie de la realidad se había desmoronado. Todo había dejado de ser lo que antes parecía».

¿Era eso lo que significaba convertir el mundo otra vez en algo extraño y nuevo? El hecho de crear y dar nombre al movimiento había aligerado la responsabilidad de enfrentarse con un insospechado y terroríficamente inexplorado campo de opciones posibles, en un universo en el que de algún modo «todo era de pronto posible».

 

Como los brujos de los populares libros de Carlos Castañeda, Rossman y sus amigos habían conseguido, aunque fuera por breve tiempo, «parar el mundo». Cada vez les resultaba menos atractiva una estrategia basada en la confrontación, a medida que les resultaba más y más evidente lo que en cierta ocasión decía uno de los personajes de dibujos animados de Walt Kelly: «Hemos encontrado al enemigo, y resulta que somos nosotros».


Una vez interiorizada la revolución, las cámaras de televisión y los reporteros de los periódicos dejaron de poder informar acerca de ella. En más de un sentido, se había vuelto invisible.


Muchos de los activistas veían en el idealismo la única alternativa pragmática. La actitud cínica resultaba ser proféticamente auto realizadora. El economista y educador Robert Theobald urgía la necesidad de crear una nueva coalición, un enlace entre cuantos estaban comprometidos en el cambio social en esta era de rápidas comunicaciones:

"Vivimos en un momento peculiar de la historia. Si contemplamos la realidad mundial desde el punto de vista de la era industrial, es claro que no tenemos esperanza... Pero hay otra forma de mirar nuestra situación. Podemos descubrir el gran número de gente que ha decidido cambiar... Si hacemos esto, parece igualmente imposible que dejemos de poder resolver nuestros problemas".

No hemos ido cayendo de crisis en crisis a causa de un fracaso de nuestros ideales, sino porque nunca los hemos aplicado, decía Theobald. Nuestra salvación podría estar en una vuelta a los más altos ideales y sueños de los padres de la patria. La visión que tengamos determinará el futuro que creemos.


En The Transformation (1972), George Leonard describía el período actual como «único en la historia», el comienzo del cambio cualitativo más penetrante operado en la existencia humana desde el surgimiento de la civilización.

"Tal cambio no impone arrojar por la borda los valores y prácticas de nuestra civilización, pero sí obliga a subsumirlos en un orden superior".

Y también en 1972 el antropólogo Gregory Bateson predecía que los cinco o diez años siguientes serían equiparables al período federalista en la historia de los Estados Unidos.

 

La gente, la prensa y los políticos comenzarían pronto a debatir las nuevas ideas, lo mismo que los creadores de la democracia norteamericana luchaban por obtener un consenso en el siglo dieciocho. Según Bateson, las pugnas de la juventud y su interés por la filosofía oriental eran mejores síntomas de salud que los convencionalismos establecidos.

 

En su best-seller, publicado en 1970, The greening of America, Charles Reich se centraba en los signos exteriores de cambio, singularmente el cambio en vestidos y estilo de vida de los jóvenes; pero Bateson señalaba que no eran «sólo profesores con el cabello largo y jóvenes con el cabello largo» quienes habían comenzado a pensar de modo diferente. Miles de hombres de negocios e incluso legisladores habían comenzado a desear un cambio semejante.


En su libro The crossing point (1973), M. C. Richards, poeta y artesana, decía:

"Una de las verdades de nuestra época es ese hambre profundo de entrar en relación unos con otros, extendida por todo el planeta.


La conciencia humana está atravesando un umbral tan poderoso como el que separaba la Edad Media del Renacimiento. La gente está hambrienta y sedienta de experimentar algo que les suene verdadero en su interior, después de tanto esfuerzo gastado en cartografiar los espacios exteriores del mundo físico. Se sienten cada vez con mayor ánimo para pedir lo que necesitan: conexiones vivas, un sentido del valor del individuo, compartir oportunidades...


Nuestra relación con los símbolos pasados de autoridad está cambiando, porque estamos despertando a nosotros mismos como seres individuales regidos por una regla interior. Las riquezas, los títulos, el status ya no nos intimidan tanto... Están apareciendo nuevos símbolos, como las imágenes de totalidad, por ejemplo. Se oye el canto de la libertad, tanto dentro como fuera de nosotros... Sabios y videntes han predicho esta segunda venida. La gente no quiere sentirse atascada, desea poder cambiar".

En regiones geográficas bien conocidas por su tolerancia a la experimentación, el cambio podía empezar más fácilmente. California había generado las primeras oleadas de inquietud universitaria en los años sesenta. En los setenta, este estado comenzó a adquirir una reputación internacional como escenario central del nuevo y aún no titulado drama. Un número creciente de investigadores e innovadores, interesados en la expansión de la conciencia y en el estudio de sus implicaciones sociales, comenzó a trasladarse a la costa Oeste.


Jacob Needleman, profesor de filosofía en la universidad estatal de San Francisco, también llegado del este, advertía en The new religions (1973) que la nación debía hacerse cargo de la nueva coalición intelectual-espiritual que estaba teniendo lugar en California.

«Tarde o temprano estamos llamados a comprender lo que está pasando en California, y no simplemente para poder predecir el futuro del resto del país... Algo está aquí luchando por nacer.»

La costa oeste, decía, no estuvo nunca afectada de parálisis por los aires europeos dominantes en el cínico establishment intelectual de la costa este, caracterizados por el divorcio de la mente humana con respecto al resto del cosmos.

«Sin pretender resultar oscuramente misterioso, debo decir que en este Estado se está incubando una fuerte sensibilidad hacia las más poderosas fuerzas universales.»

Pensadores distinguidos, pertenecientes a las más diversas disciplinas, describían la transformación inminente. El director de investigaciones sobre planificación en el Stanford Research Institute, Willis Harman, decía que si el materialismo había sido la base filosófica de la vieja izquierda, parecía probable que la espiritualidad fuese a jugar ese papel para la izquierda nueva, una espiritualidad compuesta de una matriz de creencias interconectadas, como por ejemplo: que todos estamos invisiblemente unidos los unos a los otros, que existen dimensiones que trascienden el espacio y el tiempo, que las vidas individuales tienen sentido, que la gracia y la iluminación son reales, que es posible evolucionar hacia niveles siempre más elevados de comprensión.

 

Caso de que estas nuevas coaliciones llegasen a prevalecer, decía Harman, y la cultura llegase a estar dominada por algún tipo de premisa transcendental, el resultado sería un fenómeno social e histórico de una repercusión tan vasta y penetrante como la reforma protestante.


Harman pertenecía al grupo de especialistas y analistas de la planificación que redactaron The changing image of man (La imagen cambiante del hombre), un estudio decisivo patrocinado por la fundación Charles Kettering y realizado por el Stanford Research Institute en 1974. Este notable documento venía a preparar el terreno para el cambio de paradigma, al ofrecer unas bases para comprender la forma en que podía tener lugar la transformación individual y social.

 

«El surgimiento de una nueva imagen y/o de un nuevo paradigma puede ser acelerado o retrasado a libre elección», señalaba el estudio, que añadía que también la crisis podría ser estimulada. A pesar de la creciente evidencia científica favorable al reconocimiento del vasto potencial humano, decía también este estudio, resulta difícil comunicar la nueva imagen. La realidad es más rica y presenta muchos más aspectos que cualquier metáfora. Pero tal vez es posible empujar a la gente a,

«experimentar directamente lo que el lenguaje sólo de forma incompleta e inadecuada puede expresar... Parece que efectivamente existe un camino, que pasa por una profunda transformación de la sociedad... que conduce a una situación en la que nuestros dilemas pueden llegar a resolverse».

George Cabot Lodge, hombre de estado y profesor de economía en Harvard, decía:

«Los Estados Unidos se encuentran en medio de una gran transformación, comparable a la que puso fin a la era medieval echando por tierra todas sus instituciones... Las viejas ideas y presupuestos, que en otro tiempo legitimaban nuestras instituciones, están siendo erosionadas. Están haciéndose a un lado para dejar paso a una realidad cambiante que las está reemplazando con ideas diferentes, todavía confusas, contradictorias e inquietantes».

Un físico de Stanford, William Tiller, decía que este movimiento innominado había alcanzado un estado de «masa crítica», que no admitía ya detención alguna. También Lewis Thomas, presidente del Instituto Sloan-Kettering, usaba la metáfora de la masa crítica en The Lives of a cell (1974). Solamente en este siglo habíamos llegado a ser un número lo suficientemente grande y estábamos lo suficientemente juntos como para poder desencadenar un movimiento de fusión en toda la tierra, proceso que a partir de ahora podría seguir avanzando muy rápidamente. El pensamiento humano podría encontrarse ante un umbral evolutivo.


El historiador de arte José Argüelles describía por su parte «una extraña inquietud que atraviesa la atmósfera psíquica, una inestable Pax Americana». La revolución de los años sesenta había sembrado las semillas del Apocalipsis; las drogas psicodélicas, no obstante el mal uso hecho de ellas, habían proporcionado una experiencia visionaria de autotrascendencia a un gran número de individuos, capaces de poder determinar el futuro del desarrollo humano:

«No una utopía, sino un estado colectivamente alterado de conciencia».


«Estamos viviendo una época en que la historia retiene el aliento», decía Arthur Clarke, autor de Childhood's end y de 2001, «y el presente se está separando del pasado lo mismo que un iceberg que ha soltado amarras para ir a navegar por el océano sin límites».

Carl Rogers, que en documentos que circulaban privadamente en forma restringida había predicho el surgimiento de una nueva especie de ser humano autónomo, aclamaba en 1976 el lanzamiento de una red denominada Self Determination (Auto-determinación) por ciudadanos y legisladores californianos. Incluso si no llegase a extenderse a otros estados, dijo,

«es una fuerte indicación de que los nuevos individuos que están surgiendo existen en realidad, y están dándose cuenta de que existen también otros que piensan como ellos».

Pero no era solamente en California. El Human Systems Management, coalición internacional de especialistas en técnicas directivas, patrocinaba asimismo la botadura de una nueva red de la Universidad de Columbia en la ciudad de Nueva York:

«Estamos buscando gente especial, gente que no se encuentra en ninguna lista que podamos adquirir. Debemos buscarnos unos a otros, encontrarnos unos a otros, ligarnos los unos con los Otros. No se sabe cuántos somos ni dónde estamos...».

Y hacia 1976, Theodore Roszak llegaba a decir que pronto no podría sobrevivir ninguna política que dejase de hacer justicia a los individuos espiritualmente subversivos, esa «nueva sociedad dentro de la cáscara de la antigua». La revolución de la hierba-que-crece y del «hágalo usted mismo» que predecía Erich Fromm, estaba teniendo lugar sólo diez años más tarde.
 

Formar redes (networking) se había convertido en una forma verbal activa, y eso es lo que había empezado a hacerse por medio de conferencias, llamadas telefónicas, viajes en avión, libros, organizaciones fantasmas, folletos, panfletos, fotocopias, charlas, talleres, reuniones, mensajes secretos, amigos mutuos, encuentros en la cumbre, coaliciones, cintas magnetofónicas y boletines. Los fondos necesarios podían provenir de préstamos, pequeños donativos y mecenas poderosos, todos ellos impregnados del peculiar sentido pragmático norteamericano. Experiencias e intuiciones de unos y otros eran compartidas, discutidas, sometidas a prueba, adaptadas, y finalmente precipitadas en forma rápida, a fin de obtener de ellas los elementos aprovechables.


Había ahora ya redes en ambientes académicos, que incluían a las propias autoridades universitarias, dispuestas a poner en juego su poder en favor de la idea de la evolución de la conciencia; y también agrupaciones fluidas de burócratas que buscaban poner de algún modo el poder de la administración al servicio de las nuevas ideas. Un grupo o red de juristas humanistas hablaba de la forma de transformar la amarga naturaleza contenciosa del sistema judicial, a la vez que una red internacional de físicos de segunda fila se comprometían a acometer un estudio de la conciencia.


La visión transformativa iba siendo compartida por individuos implicados en movimientos sociales de distinta índole, que desarrollaban ahora su actuación en redes o grupos interconectados en torno a aspectos humanos como la demencia, la muerte, formas alternativas de nacimiento, ecología, nutrición. Grupos «holísticos» de médicos, estudiantes y profesores de diversas universidades expresaban nuevos modos de enfocar la salud y la enfermedad. Teólogos díscolos y miembros del clero sopesaban «la nueva espiritualidad», que estaba amaneciendo en tanto las iglesias declinaban.

 

Se formaban redes innovadoras de educadores «transpersonales», comités legislativos, y una mezcolanza de economistas-futurólogos, directivos, ingenieros-analistas de sistemas, etc., trataba de encontrar otras alternativas humanistas y creativas. Dígase lo mismo de unos cuantos empresarios industriales y financieros. Y junto a ellos, responsables de fundaciones privadas, autoridades universitarias, artistas, músicos, editores y productores de televisión. Toda una sorprendente panoplia de celebridades. Retoños de la vieja aristocracia económica norteamericana. Antiguos radicales políticos que seguían siéndolo en cuanto a su retórica, situados ahora en puestos influyentes.


En los últimos años setenta los círculos comenzaron a entrar rápidamente en contacto unos con otros. Las redes se enlazaban, solapándose entre sí. Por todas partes se extendía la alarmante y entusiasta convicción de que algo significativo estaba fraguándose alrededor.


Alguien sueña un sueño al que nadie da importancia, decía Edward Carpenter, alguien sueña con la hora aún no llegada a este mundo, y de pronto ¡zas!, suena la hora.


Todavía unos cuantos resonantes clicks, y he ahí de pronto todas esas redes convertidas en la conspiración profetizada desde mucho tiempo atrás.
 


1. Teilhard aparece como la figura más citada por los Conspiradores de Acuario que contestaron a la encuesta (véase la Introducción y el Apéndice), entre cuantos ejercieron sobre ellos un influjo profundo. Sus libros, una vez reimpresos, se han vendido por millones y han sido traducidos a casi todas las lenguas. Los autores siguientes mencionados con más frecuencia son Aldous Huxley, Carl Jung y Abraham Maslow.

2. La serie "World Perspectives" incluía muchos autores cuyo pensamiento ha ejercido influjo en la Conspiración de Acuario, y entre ellos, Lancelot Law White, Lewis Mumford, Erich Fromm, Werner Heisenberg, René Dubos, Gardner Murphy, Mircea Eliade, Kenneth Boulding, Marshall McLuhan, Milton Mayerhoff, Ivan Illich y Jonas Salk.

Volver al Índice