CAPÍTULO VI

EL COMANDANTB DE AUSCHWITZ HABLA...,

de Rudolf Höss

Desde el momento en que , apenas terminadas las hostilidades, fue revelada al mundo la existencia de los campos alemanes de concentración - par otra parte, al mismo tiempo que al pueblo alemán - no hubo más que un grito: nunca se había visto esto y era necesario un genio tan demoníaco como el de Alemania para inventarlo. Nadie observó en aquel momento que los que gritaban más fuerte eran los comunistas. Y como los comunistas añadían que se habían comportado en ellos lo mejor posible, que gracias a ellos muchas personas destinadas al exterminio se habían salvado de una muerte horrorosa, todo el mundo cedió a su voluntad excepto algunas personas de carácter. La gente les creyó tanto más fácilmente porque habían encontrado dos escritores de talento, si no de una indiscutible probidad, para responder por ellos: David Rousset en Francia y Eugen Kogon en Alemania.

Con el tiempo, si las cosas no volvieron del todo a su orden normal, al menos la verdad salió poco a poco a la luz.

Los historiadores, asombrados momentáneamente por la versión comunista, aunque no se atrevieron a decir nada al estar los comunistas en el poder en la mayoría de los países de la Europa occidental, empezaron a escribir que Alemania no había inventado los campos de concentración, que los ingleses los habían utilizado contra los boers en Africa a fines del pasado siglo, que los franceses habían encerrado en ellos a los españoles en 1938,

[245] que los rusos los empleaban desde 1927 y retenían en ellos hasta 20 millones de personas, etc. En una palabra, que todos los países del mundo habían empleado esta institución en un período u otro de su historia, v que cada vez se habían podido comprobar en ellos los mismos horrores que en los campos de concentración alemanes, cualquiera que fuese la forma de gobierno.

Para mí estaba clara la maniobra de los comunistas: poniendo el acento sobre los campos alemanes, pensaban entretener y desviar la atención del mundo de los 20 millones de personas que ellos guardaban en sus propios campos, y a las cuales imponían unas condiciones de vida de las que los testimonios publicados hoy por algunos supervivientes (Margareth Buber-Neumann, especialmente) han probado ampliamente que eran peores todavía que las que nosotros conocimos en los campos alemanes. Además, al cultivar el horror apoyándose en David Rousset y Eugen Kogon, los comunistas, cuyo tema central era: «Nunca olvidéis esto» (1), querían mantener a las potencias occidentales en estado de división, y, más especialmente, impedir toda reconciliación entre Francia y Alemania, pilares de la unión general.

Solamente hoy, uno se da cuenta de que en este último punto han conseguido su propósito, y se empieza a comprender que no les ha ayudado poco su tesis sobre los campos alemanes de concentración. En lo relativo al horror inherente a los campos de concentración, en cualquier país y bajo cualquier gobierno, es la misma Francia la que aporta el testimonio más significativo: en julio de 1959, mientras hacía un reportaje en Argelia, el periodista francés Pierre Macaigne, de Le Figaro, tuvo ocasión de visitar el campo de concentración de Bessombourg, donde veía a millares de personas en el mismo estado de salud que era el nuestro cuando salimos de los campos alemanes. El informe de la Cruz Roja internacional publicado en 1959, asegura por otra parte que en Argelia hay «más de cien campos» como aquél, con un total de 1.500.000 personas detenidas, o sea 1/6 de la población...

Quedando establecido este punto, no es indiferente el entrar en el detalle y ofrecer algunos ejemplos de «verdades» reveladas

[246] por los comunistas, admitidas ayer por una opinión crédula y de las cúales se puede decir hoy que eran desvergonzadas mentiras.

Pues los comunistas no han abandonado sus proyectos: el cultivo del horror - de un horror en el que tienen su buena parte, ya que ellos mismos administraban los campos alemanes de concentración y mandaban en todo - habiendo servido tan admirablemente a sus designios políticos, intentan mantenerlo publicando de vez en cuando lo que ellos llaman en un delicioso eufemismo, un testimonio. Se sabe, ciertamente, que viniendo del otro lado del telón de acero, todos estos «testimonios» infunden la sospecha de haber sida fabricados por las necesidades de la causa. Pero la propaganda comunista está tan bien hecha, los tiene traducidos en todas las lenguas y tan abundantemente propagados en la Europa occidental, que los espíritus no prevenidos que a pesar de todo son la mayoría, pueden dejarse engañar. Aun cuando este trabajo resulta fastidioso, se hace necesario el examinarlos minuciosamente para poner en evidencia el engaño. En 1953, tuvimos S.S.-Obersturmführer Dr. Mengele, por el comunista húngaro Nyiszli Miklos, y hoy tenemos Der Kommandant van Auschwitz spricht que pretende ser una confesión redactada en la cárcel por Rudolf Höss, en los días que precedieron a su ejecución en Cracovia el 7 de abril de 1947.

Ambos «testimonios» se refieren a Auschwitz-Birkenau, y han sido publicados para probar que la mayoría de los internados, y más especialrnente los judíos, fueron exterminados sistemáticamente por medio de las cámaras de gas. Estoy satisfecho de poderlos confrontar hoy, pues la contradicción existente entre el primero y el segundo confirma más allá de toda esperanza la tesis que sobre este punto sostengo en La mentira de Ulises.


* * *

Desde 1947 a 1953, he dicho una y otra vez en la prensa francesa que ningún deportado vivo podía haber visto las cámaras de gas funcionando, y cada vez que se me ha señalado alguno que aceptaba la confrontación, le he cogido en flagrante delito de mentira y le he obligado a confesar públicamente que, en efecto no había visto nada de lo que contaba. El último, cronológicamente, fue el sacerdote descarriado J. P. Renard (del que se trata

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en la página 149), que había logrado hacer creer a toda Francia que había visto asfixiar a miles y miles de personas en Buchenwald y en Dora, donde... ¡no hubo cámaras de gas!

A la larga, al terminar por imponerse mi opinión, se empezó a sacarme deportados del otro lado del telón de acero, que al declarar que habían asistido al suplicio lo describían minuciosamente, y con los cuales naturalmente era imposible la confrontación.

El primero fue el comunista húngaro doctor Miklos, antiguo detenido en Auschwitz-Birkenau, donde controlaba - según dice - el comando de los horno s crematorios y de las cámaras de gas.

Este creía sin duda embrollarme al hablarme de Auschwitz, campo en el que yo no había sido internado y sobre el cual no estaba moralmente autorizado para dar testimonio. El solamente ignoraba que al ser en cierto modo mi oficio la historia, yo podía familiarizarme un poco con el documento histórico para aceptar o rechazar la autenticidad con una simple lectura. En su caso, fueron las cifras que presentó las que destruyeron la impostura: 25.000 personas por día durante cerca de cinco años, no tuve ninguna dificultad en demostrar que este suponía 45 millones, y con 4 hornos crematorios de 15 parrillas cada una, incluso a tres cadáveres por parrilla, se necesitarían más de 10 años para quemar todo esto.

El convino en ello, y me escribió que se contentaba con 2.500.000 cadáveres, de los cuales no todos eran judíos ni todos habían perecido por medio de la cámara de gas.

Pero mantenía todo lo demás. Juzgué inútil continuar la controversia con tal individuo.

En el libro que los comunistas (que se han encargado de publicarlo y distribuirlo por el mundo entero, en cinco lenguas) presentan como una confesión de Rudolf Höss, Lagerkommandant de Auschwitz de mayo de 1940 a noviembre de 1943, leo lo siguiente:

«Durante la primavera de 1942, centenares de seres humanos han encontrado la muerte en las cámaras de gas.» (Página 178 de la edición francesa.)

Centenares en tres meses... ¡Estamos lejos de los 25.000 diarios - o sea dos millones en tres meses - del comunista Miklos!

[248] Sólo nos queda por esperar al próxiõno «testigo», que pasará quizá de las centenas a cero... es decir, al otro extremo.

El Rudolf Höss de los comunistas polacos no está por otra parte muy de acuerdo consigo mismo, pues, unas páginas más adelante, escribe:

«La cifra máxima de gaseados y de incinerados en 24 horas, se ha elevado a poco más allá de los 9.000 para todas las instalaciones...» (Página 236.)

Finalmente, otra cifra que anima a meditar:

«Hacia finales de 1942 (los hornos crematorios no habían funcionado todavía porque no estaban construidos) (2), todas las fosas del campo fueron limpiadas. El número de cadáveres que habían sido enterrados en ellas se eleva a 107.000.» (3).

De donde se puede inferir que en tres años (1939-1942) murieron 107.000 personas en Auschwitz, o sea menos de 100 por día. A este ritmo, estamos lejos de los 2.500.000 de Miklos para toda la guerra, y sobre todo de los 9.000 diarios.

¿Se quieren otros motivos de sorpresa? Entonces hay aquí tres proposiciones sobre las cuales podrá meditar a su gusto el lector:

1. «En tanto que yo recuerdo, los convoys que llegaban a Auschwitz nunca llevaban más de 1.000 personas.» (Página 229.)

[249]

2. «A causa de los retrasos en las comunicaciones, nos llegaban cinco convoys por día, en lugar de los tres esperados.» (Página 236.)

3. «Para el exterminio de los judíos húngaros, llegaban los convoys uno tras otro a razón de 15.000 personas diarias.» (Página 239.)

De donde resulta que: 1.000 x 5 = 15.000 (!).

Para terminar sobre este punto, se me permitirá que cite todavía esto que se puede leer en la página 245:

«Coma ya he dicho, los crematorios I y II podían incinerar cerca de 2.000 cuerpos en 24 horas: no era posible hacer más si se quería evitar los destrozos. Las instalaciones III y IV debían incinerar 1.500 cadáveres en 24 horas (4). Pero, en tanto que yo sepa, estas cifras no han sida alcanzadas nunca.» (5).

¿Cómo no deducir de estas flagrantes contradicciones que se trata de un documento falsificado después, apresuradamente, y por unos ignorantes?

Esta tardía fabricación ya se adivinaba por otra parte sólo con la presentación del libro: escrito a lápiz y conservado cuidadosamente en los archivos del museo de Auschwitz, donde, a menos que se sea un reconocido comunista, nadie puede ir a examinarlo; llevando la fecha de febrero-marzo de 1947, conocido desde entonces y publicado solamente en 1958; atribuido a un muerto que de todas maneras no puede protestar contra las declaraciones que llevan su firma, etc., todo esto, por sí solo, ya explica demasiado.

Estas cifras contradictorias no son, por otra parte, las únicas anomalías de este testimonio, del cual lo menos que se puede decir es que es... singularmente tardío.


* * *

[250]

Entre estas otras anomalías, la primera que viene a la mente es la que recoge las órdenes de exterminio de origen gubernamental.

De una de estas órdenes ya se ha tratado: la de hacer saltar todos los campos de concentración al aproximarse las tropas aliadas, con el fin de exterminar así a todos sus ocupantes incluidos guardianes. Hoy se sabe que esta orden, recibida por todos, esgrimida contra los acusados del proceso de Nuremberg, y abundantemente comentada por los Rousset, los inferiores a él y los Kogon, no ha sido dada nunca (6), y no es más que una invención del siniestro médico-jefe de la S.S. de la enfermería de Dora, el doctor Plazza, para granjearse la benevolencia de los aliados y salvar su vida (7).

A pesar de que las intenciones de los que han publicado Der Lagerkommandant van Auschwitz spricht no hayan sido las de demostrar que éstas eran asimismo órdenes de exterminio por los gases, me temo que éste sea en definitiva el fin que han conseguido.

En primer lugar, se reconoce explícitamente en este libro que:

«el primer empleo del gas para matar a presos, ha sido hecho sin ninguna orden, con un gas de ocasión, y cuando entre los responsables del campo, de arriba a abajo de la escala jerárquica, nadie se lo esperaba.
»Durante uno de mis viajes de negocios (1942), mi suplente, el Schutzhaftlager Fritzsch (8) hizo uso del gas contra un lote de funcionarios políticos del ejército rojo. empleó en este caso el preparado de cianuro (ciclón B) de que disponía porque se utilizaba constantemente en la oficina como insecticida. Me informó de ello después de mi regreso.» (Página 172)

De este modo, por la fotuita iniciativa de un subalterno,

[251] habría nacido un método para ser empleado en gran escala contra los judíos.

Varias veces dice Rudolf Höss en su obra - o se le hace decir - que las más altas autoridades gubernamentales del III Reich, y especialmente Himmler, le han reiterado verbalmente las órdenes de exterminar a los judíos con gas, pero:

«Nunca se ha podido obtener sobre este asunto una decisión clara y rotunda de Himmler.» (Página 233.)

Y en tal caso era Höss quien propugnaba el gaseamiento en gran escala:

«Yo he tratado frecuentemente de esta cuestión en mis informes, pero no podía nada contra la presión de Himmler, que siempre quería tener más presos para el armamento.» (Página 189.)

y por consiguiente se oponía a ello.

De todas maneras, no se ve bien cómo habría podido tener Himmler «más presos para el armamento» haciendo exterminar cada vez más con los gases.

Además de esto hay que advertir que habiendo pedido Himmler verbalmente a Höss que construyese cámaras de gas en Auschwitz (en el verano de 1941), Höss le «sometió un plan detallado de las instalaciones proyectadas» a propósito del cual declaró:

«Nunca he recibido respuesta o alguna decisión sobre este asunto.» (Página 227.)

Las cámaras de gas han sido sin embargo construidas porque - dice Höss -:

«de resultas de esto, Eichmann (un subordinado de Himmler) (9) me dijo de paso - luego verbalmente: ¡todo es verbal en este asunto! - que el Reichsführer estaba de acuerdo.» (Página 227.)

[252]

Entonces Himmler no habría dado nunca la orden de construir estes cámaras de gas - ¡la declaración es de categoría! - pues hubiera pedido que ellas exterminasen a la vez a muchos y al menor número posible de gente.

En la página 191 se puede leer aún:

«Los presos especiales (es decir los judíos) sometidos a su competencia (de Himmler) debían ser tratados con toda consideración... No se podía prescindir de esta masa de mano de obra, y, en especial, en las industrias de armamento.»

¡ Vaya uno a ver dónde está la verdad!

Las cosas no se vuelven más claras si se examina la manera de exterminar. Se ha visto anteriormente que el gas empleado era un insecticida, el ciclón B, que fue utilizado - nos dice Höss - en todos los casos de asfixia posteriores a las de los funcionarios políticos del Ejército rojo, de los cuales se ha tratado antes: es extraño por lo menos que para la ejecución de tal orden, incluso dada verbalmente, no se haya previsto un gas especial distinto a un insecticida.

Sea lo que sea, he aquí en qué consiste el ciclón B:

«El ciclón B se presenta en forma de piedras azules, entregadas en cajas, de las cuales se desprende (10) el gas bajo la acción del vapor de agua.» (Página 228.)

[253]

Su manejo es tan peligroso que cuando se le utiliza en una habitación, antes de volver a entrar en ella «HAY QUE AIREARLA DURANTE DOS DIAS» (pág. 229), pero el gaseamiento de los judios «dura normalmente una media hora» (pág. 174) tras lo cual «se abren las puertas y el Sonderkommando empieza INMEDIATAMENTE su trabajo de extracción de los cadáveres». (pág. 230)... «llevando consigo a los cadáveres comiendo y fumando» (pág. 180) sin que nunca suceda el menor incidente. Más aún: el primer exterminio se hizo en un depósito de cadáveres, y para hacer penetrar el gas en él «mientras se descargaban los camiones (de futuras víctimas) se horadaron varios agujeros en las parades de piedra y de hormigón del depósito (de cadáveres)» (pág. 172). No se dice cómo se hizo llegar el vapor de agua necesario, ni cómo se taparon de nuevo los agujeros después de la introducción de las piedras azules: también apresuradamente, sin duda, y con trapos viejos...

Verdaderamente nada de esto es serio: es más bien de «novela por entregas». ¡ Y es esta novela la que se presenta como un documento!


* * *

En esta trama de contradicciones ingenuamente expuestas, no se puede mencionar todo: el volumen comprende 247 páginas y harían falta por lo menos otras tantas para refutarlo. Había que limitarse pues a lo esencial, y lo esencial es lo referente a las cámaras de gas, cuestión la más irritante de todas las que atañen al problema de los campos de concentración en Alemania . Las contradicciones que he recogido me parecen, por otra parte,

[254] suficientes para probar que este nuevo testimonio, al igual que el del comunista húngaro Miklos, no podía ser la obra de alguno que haya visto eso. Muy probablemente, habiendo escrito Rudolf Höss su confesión mientras esperaba la muerte, los comunistas polacos han introducido en ella , de un lado a otro y bastante torpemente, la tesis bolchevique sobre los acontecimientos que se estima que tuvieron lugar en el campo de Auschwitz de 1940 a 1943, es decir, durante el tiempo en que él fue Lagerkommandant. Esta es, en todo caso, la única explicación posible tanto del tiempo que se ha tardado en publicar este testimonio - ¡ 12 años! - como de su incoherencia.

Quiero, sin embargo, recoger aún otras dos pequeñas frases.

«A fines de noviembre de 1940, fui convocado por primera vez por el Reichsführer y recibí la orden de proceder a una ampliación del territorio del campo... Se trataba de la construcción de Birkenau (Auschwitz II), que debía ser seguida por la instalación del conjunto de los Kommandos de Monowitz para la I.G. Farben (Auschwitz III). La construcción de Auschwitz IV ha sida interrumpida por la derrota hitleriana.» (Página 121.)

Que yo sepa, ésta es la primera vez que la literatura de los campos de concentración reconoce que la Alemania en guerra, tal como lo hizo en todas sus otras industrias, había proyectado también instalar en los campos a la I.G. Farben, industria en la que son indispensables las cámaras de gas. Para la fabricación de materias colorantes y de cierto número de productos químicos, no para el exterminio de los internados.

Es lo que ya he dicho en esta misma obra, mucho antes de que esta declaración se hiciese pública.

Pero ¿y las asfixias de los internados?

Ya estamos en posesión de un elemento cierto:

Apenas terminada la guerra, se publicó en todos los periódicos del mundo la fotografia de un letrero indicador que llevaba la siguiente indicación: Vorsicht! Gas! Gefahr! (11). Esta llamada de atención se refería a la cámara de gas del campo de Dachau,

[255] de la cual se decía en aquella época que en ella se había asfixiado a millares de internados.

De paso para Munich, he querido cerciorarme de la verdad del hecho, y me he dirigido hacia ese lugar: el letrero indicador ha desaparecido, la cámara puede contener unas cincuenta personas de pie, y apretujadas las unas contra las otras, a la manera de las sardinas en una lata.

En la puerta del campo, un guarda explica a los visitantes que «en todas las librerías de Munich se vende una historia del campo de Dachau, en la cual se dice que esta cámara de gas no ha funcionado nunca, por la simple razón de que sólo ha sido terminada después de la guerra por los miembros de la S.S. que han ocupado el lugar de los internados en este campo.»

Es exacto. Lo he comprobado... Por otra parte debo reconocer que a partir de 1948 ya se ha podido leer este en la prensa francesa, pero en pequeños caracteres y en los rincones perdidos de los periódicos que pasan desapercibidos a la mayoría de sus lectores, de tal forma que aún hoy la mayoria de la gente sigue estando persuadida de que «decenas de millares de personas han sido asfixiadas en Dachau.»

Como suceda lo mismo con las cuatro cámaras de gars de Auschwitz-Birkenau... (12). ¿Y por qué no habría de suceder lo propio? Se sabe efectivamente que en noviembre de 1944, al aproximarse las tropas rusas que liberaron el campo el 22 de enero de 1945, «los alemanes hicieron demoler los hornos crematorios y saltar las cámaras de gas» (13), de las que tantos turistas - ¡todos gozan de murchas amistades en el mundo comunista! - siguen

[256] pretendiendo que han ido allí en peregrinación desde el fin de la guerra y las han visitado.

Advierto aún, que después de haber pretendido que había de ellas en todos los campos, ya sólo se habla de los exterminios que tuvieron lugar en Auschwitz, en zona rusa, utilizando documentos que nadie - ¡salvo los comunistas! - puede examinar, y que los que siguen escribiendo de ello - casualmente - son solamente los supervivientes de la zona rusa, cuyas afirmaciones no se pueden comprobar. Lo que ya es indudable, es que los «testimonios» escritos que nos envian, en primer lugar se contradicen entre sí (Höss en contradicción con Miklos e incluso con E. Kogon y D. Rousset) y en segundo lugar están llenos de inverosimilitudes y se contradicen ellos mismos de una página a otra como se ha probado en este capítulo.

Ahora bien, no se puede fundamentar una verdad histórica sobre «testimonios» tan incoherentes y tan divergentes a la vez.

Yo añadiria que además de sus propias contradicciones y de las que aporta a los que han sido publicados antes que él, el «testimonio» sobre el campo de Auschwitz atribuido a Rudolf Höss está redactado en un estilo que le hace parecerse de un modo raro a las confesiones públicas de los acusados en los célebres procesos de Moscú que nadie ha tomado en serio en la Europa occidental.

Pero ¿para qué?

Después de esto, al publicar Arthur Koestler su célebre libro El cero y el infinito - ¡que se me perdone la referencia! - ya ha dicho todo.

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